El derecho a morir es el derecho a vivir


Wolf como se ve a sí mismo saliendo al mundo.

Un mes antes de su cumpleaños número 18, mi hijo Wolf estaba emocionado por haber recibido invitaciones de galerías en Melbourne y la Ciudad de Nueva York para exhibir sus pinturas de criaturas míticas, herbívoros, alienígenas, imágenes religiosas y ciudades destruidas por erupciones solares. La mala noticia es que las exposiciones fueron agendadas para el verano de 2013. Wolf podría no estar vivo para ese entonces. Al menos según una llamada que recibí de uno de sus doctores, en la que me sugirió que él y yo empezáramos a tomar sesiones con un consejero de duelo pre-mórtem.

    Wolf nació con una microdeleción en su cromosoma número 22. Las enfermedades resultantes se han propagado como olas constantes de dolor; cada intento por resolver un problema, lleva a otro. Entre más estudios, tratamientos y medicinas le recetan, más se enferma. Entre más se enferma, más estudios, tratamientos y medicinas le recetan.

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    En varios momentos de su vida, Wolf ha sido diagnosticado con trastorno esquizoafectivo, bipolar, trastorno por déficit atención (TDA), trastorno obsesivo compulsivo (TOC), y trastorno de oposición desafiante (TOD), y estos mismos trastornos también han sido descartados. Por último, los doctores optaron por trastorno generalizado del desarrollo no especifi cado. El departamento de salud estadunidense asegura que 20 por ciento de los norteamericanos padecen alguna enfermedad mental, e incluso hay quienes consideran el cuestionamiento de las autoridades como un trastorno. Si tú cayeras en sus manos, ¿quién sabe cuántas cosas no encontrarían? Wolf nunca ha podido descansar de sus doctores.

    Estoy agradecida con la ciencia por haber salvado la vida de Wolf cuando tenía trece años y su corazón falló; estoy agradecida con la psiquiatría por crear medicamentos para evitar crisis que, sin intervención, habrían sido desastrosas. Estoy agradecida con todos esos doctores, enfermeras, terapeutas, maestros, y asistentes que han tomado su pequeño y frágil cuerpo y mente, en sus manos y corazones para llenarlos de vida. Pero en algún punto del camino, ellos y yo olvidamos que eventualmente tendríamos que hacernos a un lado y devolverle su vida.

    Cuando nos recomendaron al consejero de duelo, Wolf ya veía a tres terapeutas cada semana: uno para el habla, otro para modificación de comportamiento, y otro para monitorear sus medicamentos. Si ellos no podían ayudarlo a vivir, ¿por qué habríamos de traer a otro que lo ayudara a morir? Entre los tres especialistas que monitoreaban sus pensamientos y los 11 encargados de sus sistemas físicos (circulatorio, inmune, gastro, oído-nariz-garganta…), Wolf estaba tomando 16 medicamentos. Exámenes de sangre y exploraciones óseas cada dos semanas. Innumerables muestras recolectadas en el baño, refrigeradas y enviadas. Resonancias magnéticas. ¿Alguna alergia? ¿Has pensado en hacerte daño a ti o a otros? ¿Alucinaciones? ¿Hemos alcanzado nuestro objetivo de interactuar con otros de forma apropiada 75 por ciento del tiempo? ¿Hay vello en tu escroto? Déjame ver. ¿Sensibilidad en los pezones? Sólo voy a insertar este bario en tu tubo.

    La casa no era ningún santuario. Tantas veces tenía que ayunar    por 12 horas para un examen o dejar de jugar porque yo había olvidado guardar el equipo que necesitaba, o interrumpir    nuestras vacaciones por una cita o levantarnos a las 5AM para ir al hospital infantil de Boston. El sueño no era un refugio, ni para él ni para mí. Una noche, mientras tenía un hermoso sueño en el que me probaba trajes de baño (y todos se me veían bien), el teléfono, el cual tenía justo al lado de mi cabeza, me arrancó de mi sueño. Una enfermera especializada acababa de recibir los últimos resultados con los niveles de calcio de Wolf, y su voz era un insistente despertador.

    Enfermera especializada: —El doctor quiere duplicar su ingesta de calcio.

    Yo: —Sigue vomitando todos los días. No quiero aumentar su dosis de calcio.

    Enfermera especializada: —Tiene que hacerlo. Si baja más, podría tener un ataque.

    Yo: —Podría tener un ataque. Con el vómito ó náuseas, está muriendo de hambre.

    Enfermera especializada: —Ya veo. Creo que sería conveniente que vinieran a ver a la doctora. ¿No cree usted?

    Yo: —No. Wolf y yo tenemos hasta cinco citas por semana, todas las semanas. No siento la necesidad de platicar sobre un tema al que ya le hemos dado vueltas una y otra vez.

    Enfermera especializada: —La voy a poner en espera, porque necesito informar a la doctora sobre esto… Está parada justo atrás de mí, y me informa que necesita duplicar su dosis de calcio.

    Yo: —No puede tomarla. Va a vomitar diez veces al día.

    Enfermera especializada: —Estamos de acuerdo en que necesita aumentar su calcio, así que tendrá que duplicar su dosis. La contactaremos en una semana para ver cómo sigue. Eso es todo por ahora.

    Dupliqué su dosis de calcio.

    La asistente de Easter Seals que acompaña a Wolf a su trabajo como voluntario en un refugio animal, me envió un mensaje al día siguiente: “Wolfgang vomitó en la mañana y acababa de vomitar de nuevo durante el almuerzo. Ahora se está sirviendo fórmula por su tubo, pero dice que volverá a vomitar si come más. Realmente creo que debe terminar de comer para que no se muera de hambre. ¿Qué cree que le haga más daño?”


Wolf a las tres semanas de edad.

    A esto siguió una llamada de un representante de Medicaid para informarme que ya no aceptarían más prescripciones por Ondansetron para Wolf (utilizada principalmente durante quimioterapia para desactivar la porción de la médula oblongada que induce el vómito), lo único que había funcionado para reducir sus náuseas. El representante me dijo que con un valor de mil dólares al mes, ya no era una solución costo-efectiva.

    —Perdió diez kilos este verano, le respondí. —Recuperó casi tres cuando empezó a tomar Ondansetron, y eso es lo único que lo mantiene fuera del hospital, lo que les costará mucho más.

    —Entiendo como se siente, me dijo.

    —No, no lo entiende. No entiende lo que es escuchar a alguien que quiere vomitar su vida porque su compañía de seguros cree que no se merece las medicinas que necesita.

    Las medicinas controlan el cuerpo de Wolf, y sus directrices internas cambian cuando un analista de la compañía de seguros obliga a sus doctores a cambiar el tratamiento. Los terapeutas le dicen cómo pensar y actuar, cuáles son sus valores (por ejemplo, debe buscar independencia). Eso no es una personalidad; es una tabla. Ser “independiente” por órdenes de alguien más es ser completamente dependiente de las ideas de alguien más sobre el ser.

    Todos tienen un lugar en la cabeza de Wolf, excepto Wolf. Hasta los no-profesionales (yo, sus asistentes, familiares, el chofer del camión, otros niños) lo acosamos, para recordarle sus “objetivos” y todas las razones por las que no los está cumpliendo. Le decimos lo que implica crecer; “hacer lo que deberías” (lo que nosotros te decimos que deberías). Incluso creemos que es nuestra responsabilidad decirle cómo ser un hombre, algo que para todos los demás es una experiencia personal y privada. Debido a que las hormonas y el proceso de pensamiento de Wolf están retrasados, sus habilidades sociales son inmaduras, su cuerpo es todavía el de un niño, torpe y desorientado, y tiene una disposición pasiva y receptiva, todos vivimos bajo la impresión de que su persona es un tema abierto de discusión.

    Si Wolf no hubiera sido diagnosticado con una enfermedad mental hace años, probablemente ya se la habríamos provocado. Con nuestra constante discusión sobre cómo darle más tiempo, sofocamos sus ganas de vivir. Muerte por aburrimiento, muerte por un tsunami de consejos.


“Cuando el tío en en el tablero de ajedrez/Se levanta y te dice adónde ir/Y tu mente va muy despacio…

Ahora entiendo que yo también he dañado el dulce alma de Wolf. Es hiperreligioso y lo convencí de que dejara de ir a la iglesia evangélica que tanto le gustaba porque sentí que su concentración en el Reino del Cielo (donde, según le dijeron a Wolf, tendrá un cuerpo perfecto y no sentirá dolor, y su epiglotis funcionará bien, y podrá comer con su boca en lugar de servir una fórmula por su gastronomía) evitaba que fuera responsable y proactivo en esta vida. Y sentía que tanto énfasis en una fantasía después de la muerte le impediría llegar a término con su ansiedad en este; su constante preocupación por el dolor que cualquier y todas las formas de vida, en cualquier lugar, podrían estar experimentando. Si mato un mosquito, lo siente dentro de él; se identifi ca con el insecto aplastado, con todas las criaturas pequeñas y detestadas. Siempre lo ha hecho. En el cielo, bajo la protección de Jesús, según le dijeron en su iglesia, no existe tal cosa como la crueldad.

    Ya que no puede manejar ni descifrar cómo tomar el camión el solo, mi renuencia a ayudarlo a llegar a la iglesia era, en efecto, mi forma de prohibírselo. Estaba desesperada por mantenerlo en el aquí y ahora; me sentí amenazada por sus ideas de un futuro perfecto. Sentí que decidiría dejarnos, que no querría quedarse y luchar aquí, donde las cosas son tan difíciles, cuando había tantas promesas de algo fácil y hermoso. ¿Pero por qué debería una persona con un cuerpo y una mente tan descompuestos verse obligada a vivir en este mundo tan horrible? Hice mal en encerrarlo en casa los domingos, e hice mal en encerrarlo en su cuerpo en lugar de dejarlo escapar del dolor, al menos por un momento, con esas promesas de un contendor superior. Negué sus convicciones “por su propio bien”. Eso fue egoísta. Mientras yo crecía, me reprimieron de tantas maneras, y hervía por dentro con un odio que parecía una revolución. Juré que cuando fuera adulta, nunca juzgaría ni bloquearía los deseos de nadie. Y ahí estaba, haciendo lo mismo con mi propio hijo.

    Por supuesto, esto ocurrió por miedo y amor. Wolf dormía entre 12 y 15 horas al día; se rompió tres huesos sólo por caminar. Lo amábamos, lo estábamos perdiendo y sentíamos que no podíamos más que regular dos pequeños aspectos de su declive, así que nos obsesionamos con ellos: tirar medicamentos (en el baño, en la basura, en el lavabo, envueltos en una servilleta) y “esconder comida”, lo que simplemente implica que a veces se escondía de nosotros para comer algo con la boca. Cuando Wolf ingiere comida de forma oral, una parte cae en sus pulmones y se pudre. Esto mata los cilios que evitan que objetos extraños entren al sistema respiratorio. Los cilios no crecen de nuevo. Si no se detiene, inhalar se volverá más y más difícil hasta que, con el tiempo, se sofocará.

    Conforme perdía energía y su salud se deterioraba, aquellos más cercanos se enojaban cada vez más con él. Yo quería tener una vida bonita. Quería llevar a Wolf y a su hermana, Sadie, a la playa el último día cálido de ese año que podría ser su último, pero él estaba encerrado en el baño donde vomitaba y temblaba y dormía sobre el tapete, mientras repetía: “estaré listo para partir en cinco minutos”, mientras Sadie y yo veíamos un reality show, hasta que por fin anocheció; no iríamos a ningún lado.

    —No quiero morir, me dijo después.

    —Pero debes quererlo”, le dije, porque eso es lo que te estás haciendo.

    A veces odiaba a esta persona que desobedecía nuestras órdenes, porque estaba matando a mi hijo. Wolf es un niño naturalmente miedoso, así que cuando le decía que se estaba matando, eso lo aterraba. ¿O pensaba a veces, quizá no lo he asustado lo suficiente? ¿Necesitaba ser aún más negativa para hacerlo entender? Estaba cansada. Estaba triste. Cometía errores. Todos los días pasábamos horas de una cita a otra, hablando de estas citas, investigando, yendo a conferencias, llenando formularios, peleando con sus maestros y asistentes, recogiendo medicinas, discutiendo con Medicaid, criticando a otros por su manera de tratarlo, criticándome a mí, inventando nuevas ideas que podrían funcionar, pero no lo hacían. No podía dormir. Es difícil mantener un trabajo bajo estas condiciones, difícil mantener amigos. ¿Y qué le estaba haciendo a su hermana? Era como si no tuviera mamá. Vivía con un inválido y una enfermera/mayordomo/abogada. Siempre había algo más importante que sus deseos y necesidades.

    Wolf decía la verdad. No quería morir. Sólo quería que lo dejaran solo, ser un joven normal y no un paciente. Que dejaran de “arreglarlo” o examinarlo, o que dejaran de decirle en qué pensar, en qué creer y qué hacer. Quería vivir, y lo que nosotros hacíamos era darle una vida imposible. No podía articular estos sentimientos, o lo intentaba y nadie lo escuchaba. Es casi imposible para él decepcionar o discutir. Pero aun así puede sentir cuando las cosas no están bien… sólo que no puede decirle que no a nadie, así que se tragaba sus negaciones y dejaba que sus preocupaciones se acumularan en su interior, aumentando la presión hasta estallar. Quizá eso lo hacía vomitar tanto.

    En la cúspide de mi cansancio, fui a un retiro de meditación budista. El objetivo era practicar una bondad amorosa, un concepto nuevo y escalofriante para mí, pero todos mis conceptos no habían funcionado, así que pensé, ¿por qué no probar estos? Para nuestro tercer “viaje imaginario”, nuestro instructor nos pidió que pensáramos en el rostro de alguien con quien estuviéramos en conflicto. Que examináramos su rostro sin juzgarlo y con una aceptación incondicional; que sólo lo viéramos.

    Y así de simple, vi a Wolf por quien era. Los profesionales decían que Wolf tenía un “afecto plano”; un rostro que no demuestra expresión. Pero cuando está rodeado de animales, aunque esté haciendo cosas que a otros les parecerían desagradables, como limpiar las apestosas jaulas de conejos en el refugio, es como si sus ojos y piel cambiaran de color y empezaran a brillar. Es tímido con su felicidad, como una joven madre ajena a los sentimientos de alegría, importancia y fortuna. No es una enfermedad en busca de una cura. Es un joven amable, delicado, cariñoso, místico, e inusual a quien le gustan los chistes y está también, como lo vi en ese momento, lleno de fuerza y rebelión. Es perfecto como es. Por supuesto que va a morir. Todos vamos a morir. Su muerte probablemente llegue antes que la de los demás. Pero en este momento, es perfecto.

    Además, es un adolescente. Así que se enferma por tomar malas decisiones y se vuelve un inconveniente para aquellos que tratan de ayudarlo. ¡Eso hacen todos los adolescentes! Incluso algunos adultos. Las consecuencias de las acciones destructivas de Wolf simplemente se desenvuelven más rápido. Muchas personas toman y fuman y tragan hasta la muerte. Y nadie tiene derecho a robarles esa elección.

    A lo largo de los años, he negado un tratamiento a Wolf sólo dos veces, cuando sentí que los posibles beneficios no justifi caban el sufrimiento y la humillación que esos tratamientos involucraban. Ambas veces me “reportaron”. No sé que sé escribió ni dónde está esa información, pero me hizo sentir amenazada. Si yo, con todas mis facultades, me sentía tan indefensa contra la autoridad de todos sobre la vida de Wolf, ¿cómo se sentiría él, con su IQ de 67, su cansancio crónico y su incapacidad para pronunciar la mitad de sus medicamentos? Y sin embargo, ¿no es su vida? ¿No debería ser él quien determine su cualidad y cantidad?


Autorretrato en amarillo.

C uando Wolf cumplió 18, obtuve tutoría sobre él para seguir hablando con profesionales médicos en su nombre. Soy una persona muy amable, pero no creo que nadie con el control de una persona considerada mental o físicamente incapacitada (y con acceso a cientos o miles de dólares al mes para gastar en el paciente como su guardián considere adecuado) ame la libertad tanto como yo. Ser su guardián me da “el derecho, poder y autoridad para determinar a dónde viaje o dónde vive el paciente”. También se me otorga “el derecho, poder y autoridad para obtener acceso a todos los registros y papeles del paciente”, lo que implica que no tiene privacidad. La corte tampoco le permite “tomar decisiones en cuestiones educativas ni de entrenamiento, ni buscar los servicios de asistencia o apoyo social de terceros”.


    Nosotros, su “equipo” lo considerábamos incapaz de tomar decisiones que le permitirían tener una vida de verdad, una que no girara en torno a su supervivencia. Nunca penamos en la posibilidad de que quizá no quería seguir adelante. O quizá sí. Nunca le dimos una oportunidad para decidirlo.

    El día después del cumpleaños 18 de Wolf, le pregunté:

    —¿Qué quieres?— Creo que nadie se lo había preguntado antes.

    —Quiero amigos— me respondió. No tengo amigos porque siempre hay doctores y asistentes. No sé cómo tener amigos, pero quiero tratar.

    —¿Quieres despedir a algunos doctores?

    —¿Puedo hacer eso?

    —Es tu vida.

    Estaba en shock.

    Una semana después había despedido a dos de sus tres terapeutas y a su instructor de yoga (quien es increíble y llevaba 13 años dándole clases; aunque nadie se había dado cuenta de que llevaba los últimos dos años odiándolo), e informó a su doctor endocrinólogo que sólo se haría los exámenes de sangre una vez al mes. Destruyó el letrero que decía “¡Alto, Wolf!” sobre el refrigerador y arrancó su tabla de comportamiento y su calendario de citas. Intentó convencer a su psiquiatra de que le redujera el número de estabilizadores de ánimo. (El psiquiatra dijo que no). Encontré a alguien que llevara a Wolf a la iglesia. Se levantaba temprano para eso, feliz de tener una razón para ponerse una camisa con cuello. También empezó a levantar pesas. Dijo que estaba “trabajando el abdomen”.


Wolf a los 17 años. Ganó tres medallas ese día.

Menos de dos semanas después de que Wolf reformateara su vida, una de sus doctores, una encantadora señorita, llamó para decirme que ella y el doctor de las hormonas habían decidido que Wolf necesitaba ser hospitalizado. Me dijo que había despertado de forma abrupta a las 3AM, preocupada por él. Todos habíamos peleado por que le regresaran el Ondansetron, y habíamos perdido. Ella estaba convencida que sin esta útlima defensa médica contra el vómito, su muerte por hambruna sería inminente. No lo había visto desde su decisión de cambiar su vida, ¿cómo podía saber que darle opciones, después de casi dos décadas de ser indefenso, podría tener un efecto tan profundo e inmediato en su cuerpo? Fue como si una vez que la mente de Wolf descubrió que tenía su propio poder, ésta le transmitió el mensaje a su sistema inmune, el cual dijo: “¡Oh!” y empezó a trabajar, así de simple. Le dije que ya casi no vomitaba, pero creo que no me creyó.

    —Nada de hospitales—, le dije.

    —Tuve que trabajar mucho para conseguirle un lugar— me suplicó. —Será un ambiente seguro para experimentar si dejamos de darle medicamentos, o probamos con otros, un lugar donde podremos manejar la situación si sufre un paro cardiaco. Necesitamos saber que está pasando. Necesitamos detener esto.

    —Sí, necesitamos dejar de curarlo. Le está haciendo daño—. Guardó silencio un largo rato. Creí escucharla llorar. La última vez que vio a Wolf, había estado llorando y no quiso abrir los ojos. La última vez que me vio a mí, yo estaba llorando. Cuando escuchó de varios doctores que Wolf se negaba a seguir con el tratamiento, seguro pensó que estaba participando en un suicidio asistido.

    Y eso habría sido, si las cosas hubieran seguido así. Pero hasta ahora, en las semanas desde que nosotros, desde que Wolf, tomó la decisión de reducir su tratamiento, ha sido lo opuesto: su salud ha mejorado. Es como si viviera por primera vez, en lugar de nadar contra corriente, esperando el alivio que traería la muerte. Y le gusta esto de sentirse vivo. Es probable que muera joven, quizá antes y de forma más repentina que si estuviera en una cama en el hospital como quería la doctora; pero ahora está alegre, y partes de él que estuvieron ausentes desde su nacimiento, han cobrado vida. Sigue siendo dolorosamente
humilde, pero ahora necesita serlo, él es el jefe.

    Como la otra noche cuando despidió a un asistente particularmente insistente. —Me gustaría ser tu amigo— le dijo Wolf —pero ya no quiero esta relación cliente-asistente.

    —¿Esto es por lo del otro día, cuando te grité que te pararas en la regadera?— le preguntó el asistente.

    —Hay demasiada negatividad. Quiero divertirme. Quiero tener amigos.

    —Porque te pudiste haber ahogado. Estaba haciendo mi trabajo. ¿Preferirías no bañarte si nadie te lo recuerda, y apestar?
    Wolf se quedó con la cara firme, seguro de su decisión. El asistente, quien no había notado, aunque Wolf parecía el mismo, que todo había cambiado. Siguió y siguió con su discurso sobre cómo la vida no era sólo diversión, hasta que por fin se volteó hacia mí, como si Wolf no estuviera ahí, y me dijo:

    —¿Todavía tiene otros asistentes? ¿También los despidió? ¿Puede hacer esto?

    —Sí—, le dije. —Acaba de hacerlo.

Ilustraciones de Wolfgang Carver.
Imágenes de archivo, cortesía de Lisa Carver

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