El estado Guerrero


Miembros de una milicia en Cuautepec, Guerrero, donde se reunieron para hacer el juramento de defender a sus comunidades del crimen organizado.

En pasado 5 de enero, en El Potrero, una pequeño pueblo del estado mexicano de Guerrero, un hombre llamado Eusebio García Alvarado fue secuestrado por un sindicato criminal local. Los secuestros son bastante habituales en Guerrero. El estado, al sur de Ciudad de México, es uno de los más pobres del país y escenario de parte de la peor violencia en la continua guerra entre los cárteles de la droga y las autoridades mexicanas. Los norteamericanos conocen la ciudad más grande de Guerrero, Acapulco, como un punto caliente turístico. También es actualmente la segunda ciudad más peligrosa del mundo, según un estudio publicado por un comité mexicano en febrero.

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   El secuestro de Eusebio fue, sin embargo, algo excepcional. Era el comisario general de Rancho Nuevo y miembro de una organización de activismo comunitario llamada Unión de Pueblos Organizados del Estado de Guerrero (UPOEG), y el descaro que mostraron los criminales al echarle el guante cabreó tanto a sus vecinos que decidieron ellos mismos tomar cartas en el asunto.

   El día después de que Eusebio fuera secuestrado, cientos de personas de los cercanos pueblos de Ayutla de los Libres y Tecoanapa decidieron que ellos podían hacer un trabajo mejor realizando vigilancia policial que las autoridades. Agarraron cualquier arma que tuvieran –casi todo rifles de caza y escopetas–, crearon puntos de control en las entradas a sus pueblos y patrullaron las carreteras en furgonetas, a menudo ocultando sus rostros con pañuelos y pasamontañas. De la noche a la mañana, la UPOEG había pasado de ser una organización para reclamar mejores caminos e infraestructuras a un grupo de vigilantes armados actuando sin el respaldo de rama del gobierno alguna. Los secuestradores liberaron a Eusebio ese día, pero los puntos de control de la UPOEG y las patrullas no desaparecieron con su retorno. De hecho, se generó una corriente de apoyo. Cinco municipios de la región colindante de Costa Chica siguieron el ejemplo y establecieron sus propias milicias. En poco tiempo, ciudadanos armados y enmascarados se encargaban de asegurarse de que viajeros y extraños tenían el paso vetado a cualquiera de sus pueblos de no haber sido invitados.

   Estas milicias capturaron a 54 personas a quienes acusaron de estar involucradas en el crimen organizado (entre ellas dos menores y cuatro mujeres), encarcelándolas dentro de una casa convertida en improvisada cárcel. El 31 de enero, las comunidades se reunieron en una cancha de baloncesto al aire libre en el pueblo de El Mesón para juzgar en público a los detenidos. Las acusaciones iban de secuestro, extorsión, tráfico de drogas y homicidio a fumar hierba. Más de 500 personas estuvieron presentes, y medios de noticias de todo el mundo informaron de los juicios.


Un par de vigilantes se toman un descanso durante una patrulla nocturna.

   El levantamiento de la ciudadanía complicó las relaciones con las autoridades a las que se había asignado el gobierno y control policial de estas aldeas. El gobernador del estado, Ángel Aguirre, alabó al principio a las milicias y llegó a decir que la ley concedía a los aldeanos el derecho a gobernarse ellos mismos. Esta postura cambió poco después, declarando Aguirre públicamente que nadie tenía el derecho de tomarse la justicia en sus propias manos. Tras intensas negociaciones entre la UPOEG y el gobierno, los prisioneros fueron entregados en febrero a la policía del estado. Los aldeanos, sin embargo, no tenían ninguna intención de entregar sus armas.

Las leyes federales y del estado de Guerrero conceden a los grupos indígenas cierta autoridad para autogobernarse, y las milicias se componen mayoritariamente de personas indígenas, de modo que existe precedente legal a lo que está sucediendo en Costa Chica. Francisco López Bárcenas, un renombrado abogado y miembro del pueblo indígena de Oaxaca, los mixtecos, ha documentado este tipo de rebeliones en México durante décadas, y nos explicó que aunque estas comunidades se han regulado a sí mismas durante siglos, los “grupos de autodefensa” que se han formado en Guerrero y otros lugares son algo completamente diferente.

   “La policía comunitaria son grupos que forman parte de la estructura inherente de los pueblos y las aldeas, y están legitimizados por los derechos de la gente indígena”, dijo Francisco. “Los grupos de autodefensa se han formado por iniciativa propia de esos grupos para defender a la gente, pero no son parte de las estructuras sociales de los pueblos, de modo que no pueden considerarse propiamente como parte de las comunidades. Por eso no tienen la misma legitimidad. Además, los grupos de autodefensa no necesariamente tienen que ser parte de las comunidades indígenas. Pueden ser granjeros, o [pueden formarse] en las ciudades, allí donde un grupo en particular se sienta amenazado”.


Un miembro de la UPOEG persiguiendo a un criminal en las montañas cercanas a Ayutla.

   Costa Chica no es la única región donde los ciudadanos han tomado la ley en sus manos. Muchos mexicanos no tienen fe en la capacidad o deseo del gobierno de disminuir el crimen organizado (sólo un 2 por ciento de los crímenes que se cometen en el país acaban en una condena), y durante la primera mitad del año han surgido grupos de autodefensa en Jalisco, Chiapas, Michoacán, Veracruz, Oaxaca y el estado de México. Mientras conducíamos a Guerrero para saber qué estaba pasando allí, oímos en la radio que se habían formado más milicias en Coyuca y Acapulco. El movimiento parece estar extendiéndose de las zonas rurales a las ciudades.

   Al llegar al punto de control a las afueras de Ayutla, un pueblo de 13.000 habitantes y uno de los baluartes de los vigilantes, nos dimos cuenta de que los aldeanos enmascarados con escopetas habían sido reemplazados por soldados fuertemente armados del ejército mexicano. El gobierno, como pronto supimos, había llegado a un acuerdo con las milicias: podían seguir operando dentro dle pueblo, pero el ejército se haría cargo de los puntos de control en la autopista federal.

   Habíamos acordado que una vez en el pueblo nos reuniríamos con Gonzalo Torres, también conocido como G-1, el comandante al mando del puesto de Ayutla. Es un hombre grande y afable ya en su cincuentena, y vestía una camisa a cuadros y una brillante gorra de béisbol cuando hablamos en el improvisado puento de control de la milicia, en realidad una abarrotada mesa puesta en una acera delante de una tienda de muebles, al otro lado de la calle de un gran supermercado.Era alrededor del mediodía de un sábado, y Gonzalo estaba hablando con una mujer joven que le había pedido que ayudara con su marido, que estaba borracho y montando bronca en su casa. Le dijo a sus ayudantes que fueran a echar un vistazo, y los hombres se encaminaron hacia la casa de la mujer luciendo pasamontañas y sombreros de cowboy. Poco después apareció otra mujer para agradecerles que le suministraran comida y zumo de naranja.


Un miembro de la UPOEG con un pañuelo especialmente estiloso.

   “Llevamos aquí un mes y 18 días y esto habla por sí solo”, dijo Gonzalo. “Desde que empezamos no ha habido un solo secuestro, asesinato o violación. No hay extorsiones, y nadie le exigen dinero a cambio de protección. Estos son los resultados que estamos obteniendo”.

   Gonzalo explicó que han establecido grupos policiales comunitarios en muchos pueblos que ahora controlaban el 95 por ciento de las comunidades en el municipio de Ayutla. Su jurisdicción se extiende por todo Tecoanapa y los municipios de San Marcos, Cruz Grande, Copala y Cuautepec. “Esto está creciendo”, dijo. “Cada día se unen más pueblos a este sistema comunitario”.

   En los días siguientes acompañamos a los vigilantes en sus patrullas. Una noche, condujimos por carreteras en total oscuridad hasta detenernos en un punto de control en medio de ninguna parte donde 20 hombres enmascarados daban el alto a los coches para registrarlos e identificar a sus ocupantes. El oficial al mando nos dijo que no llevaban linternas, para así poder sorprender a los conductores; imaginamos a los turistas conduciendo por estos caminos, aterrorizados al toparse con un grupo de hombres con máscaras y armas.

   Cuando le preguntamos a Daniel, el vigilante que nos hacía de guía, si la gente del lugar estaba al corriente de que eran milicias y no criminales quienes dirigían estos controles, replicó, “La gente de estas partes lo sabe”. Pero no todo el mundo lo sabe. El 3 de febrero, dos turistas de Ciudad de México iban de camino al pueblo costero de Playa Ventura cuando evitaron detenerse en un control y en consecuencia atacados por los vigilantes. Los turistas fueron trasladados a un hospital cercano y posteriormente pusieron una denuncia a los miembros de la milicia. Los mandos de la UPOEG dijeron que la culpa era de los turistas por no detener el coche.


Un guarda enmascarado delante de una casa controlada por la UPOEG.

Los milicianos no llevan placa ni emplean órdenes de arresto, así que se les puede criticar por actuar más allá de los márgenes razonables de la ley. Cuando le expusimos esto, Gonzalo replicó, “Dicen que actuamos al margen de la ley, pero el artículo 39 de la Constitución mexicana dice que el poder emana del pueblo, y que su propósito es ayudar al pueblo. El pueblo, desde siempre, tiene el derecho inalienable de alterar o modificar su forma de gobierno. Yo creo que, en este momento, la gente estaba tan harta que esto era necesario… Las instituciones encargadas de prevenir el crimen no han hecho su trabajo, y la gente de este estado es totalmente ignorada. La situación llegó a un punto en el que era imposible poner fin a los abusos del crimen organizado, que además está conchabado con las autoridades. Eso lo sabe todo el mundo”.

   Al alcalde de Ayulta, Severo Castro Gómez, del Partido Verde, parece gustarle lo que las milicias llevan hecho. “¿No es algo hermoso?”, nos preguntó cuando le visitamos en su oficina. “Lo que yo veo que está pasando es que el pueblo está defendiendo a su propia gente”.

   Los mimebros de la milicia no reciben paga alguna y se les supone que deben participar en una patrulla a la semana. Algunos de ellos persiguen criminales armados solo con machetes y pistolas de pequeño calibre, y hay que admirarlos por su coraje. Hay rumores de que la UPOEG ha stado obligando a gente a unirse, pero sus líderes lo han negado. También corren rumores de que los vigilantes han encarcelado ellos mismos a criminales en vez de entregárselos a la policía. Estuvimos con las milicias en un par de operaciones en las que persiguieron a los que acusaban de ser traficantes de drogas, pero no lograron capturarlos. Nos aseguraron que, de haberlos cogido, se los habrían entregado a las autoridades, pero esto es algo que no tuvimos oportunidad de presenciar.

El estado de Guerrero debe su nombre al héroe nacional mexicano Vicente Guerrero. La región tiene una larga historia de incubación de grupos armados que data de antes de la Revolución Mexicana, cuando grupos de trabajadores lucharon contra las tropas del presidente Porfirio Díaz. El EPR, un violento grupo de izquierda, emergió allí en los años 90.


Un joven armado y enmascarado cerca del cuartel de la UPOEG en Ayutla (fuera de la imagen: su mochila de Toy Story).

   Guerrero se encuentra también al frente estableciendo fuerzas policiales voluntarias en las comunidades indígenas. En 1995 se fundó en San Luis Acatlán una organización llamada Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) como respuesta a una ola de crímenes violentos. En la actualidad, el gobierno de Guerrero reconoce y apoya al CRAC, compuesta en su totalidad por voluntarios. Visitamos su cuartel general en San Luis Acatlán y nos reunimos con Pablo Guzmán Hernández, un coordinador regional que nos explicó que desde que la CRAC fuese fundada, el crimen había disminuido un 90 por ciento en las 72 comunidades indígenas de la zona en la que actúa esta fuerza policial comunitaria. Pablo dijo que la razón por la que las fuerzas policiales no tradicionales son tan efectivas es que “sus agentes pertenecen a las comunidades, y conocen sus alrededores, el tereno, sus gentes”. Los agentes de la CRAC no llevan máscara, a diferencia de los grupos de autodefensa, y las camisetas y vehículos de los agentes muestran claramente el logotipo de la organización. Dispensan justicia a la vez que trabajan en reeducar a los criminales: a los prisioneros se les asignan trabajos comunitarios y sólo por las noches están confinados en sus celdas. Aunque este sistema parece a primera vista funcionar bien, la realidad es que aquellos a los que se acusa de crímenes no necesariamente gozan de juicios justos según los estándares legales y a menudo no se les informa del tiempo que tendrán que estar en prisión. Por otro lado, el sistema judicial mexicano está tan jodido que cuesta decir si la clase de justicia de la CRAC y la UPOEG es mucho peor.

   Los dos grupos tienen un vínculo común en Bruno Plácido Valerio, un cofundador de la CRAC que hace dos años ayudó en sus inicios a la UPOEG. Los motivos por los que la UPOEG empezó a patrullar de forma activa por las comunidades con armas y máscaras no están claros. Hay quienes dicen que la CRAC no estaba haciendo lo suficiente para atajar el crimen organizado, y que por eso la UPOEG dio un paso al frente; otros creen que las tácticas agresivas de la UPOEG tienen ulteriores motivos y que su meta es debilitar políticamente a la CRAC, o que Bruno busca publicidad para su propio provecho personal y político. Aunque todo esto podría ser simple rumorología, está claro que Bruno tiene lazos más estrechos con el gobierno de Guerrero que la CRAC, y que esto ha exacerbado las tensiones entre los dos grupos.

   Nos reunimos con Bruno en el pueblo costero de Marquelia, a donde él se había desplazado para encontrarse con algunos líderes comunitarios interesados en crear un grupo policial local. Acababa de viajar desde Ciudad de México, donde había estado charlando con legisladores, después de visitar al gobernador Aguirre en la capital del estado de Chilpancingo.

   Bruno dijo que la UPOEG desea ser legitimado como una organización nacional de policía comunitaria, y no simplemente como un grupo de autodefensa. Añadió que su organización tiene presencia en 40 de los 82 municipios del estado, aunque ha resultado difícil encontrar estadísticas oficiales que avalen esta afirmación.


Un miembro de la UPOEG en Ayutla le muestra a la cámara dónde guarda su pistola.

   Actuamos de forma más rápida y eficaz que la policía”, dijo Bruno. “Ni siquiera necesitamos ayuda de la CIA o de la DEA. Hay un refrán que dice, ‘Para que la cuña calce bien, debe estar hecha de la misma madera’. La gente que opera en nuestras comunidades se conoce entre sí, los buenos y los malos. Sabemos lo que hacen nuestros vecinos”.

   Preguntamos a Bruno si la UPOEG tenía algún tipo de financiación gubernamental, o si él tenía ambiciones de aspirar a un puesto oficial. “El único objetivo de nuestro movimiento es aportar paz y seguridad al pueblo”, respondió. “No hay nada detrás de nosotros; no tenemos detrás a narcotraficantes y no hay ambiciones políticas. Es un movimiento bienintencionado. Criticamos al gobierno, pero no estamos en su contra. Estamos en contra de las políticas públicas que defiende la gente que nos gobierna”.

   Aunque los verdaderos motivos del líder de la UPOEG son un tanto ambiguos, los objetivos de sus miembros son mucho más simples: desean disminuir la violencia, los secuestros y la falta de confianza en la policía en sus comunidades. Los pueblos indígenas viven en una pobreza casi insostenible en todo México, y esto, combinado con la aparente incapacidad, o desinterés, del gobierno en acabar con el crimen organizado, ha provocado a ras de tierra un movimiento vigilantista sin precedentes. Estas comunidades han tenido durante largo tiempo muchas razones válidas para coger las armas contra los grupos criminales; de hecho, puede que sea el único camino claro hacia su salvación. Y si el gobierno quiere que cesen su actividad, tendrá que darles las soluciones y las condiciones necesarias para que se quiten las máscaras y depongan las armas.

Watch for our new documentary about the vigilantes of Guerrero, coming later this month to VICE.com.

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