En mi mano el papel impreso con la negativa de mi acreditación de prensa. Los nervios se apoderaban de mí, nunca me había pasado esto antes para un partido de futbol a pesar que he vivido muchos alrededor del mundo como periodista. Pero este no era una tarde común, el Estadio Azteca lucía a lo lejos, solo en una penumbra extraña emanando luz como proyectil hacia el cielo. Algo extraño va a suceder hoy.
Estoy decidido a atender a este juego, ya son varias semanas que no paro de pensar lo significativo que es, no solo para mí, sino para la economía de todo un país. De nuevo el espasmo recorre mi cuerpo al pensar que México pudiera perder con Honduras y el equipo verde quede casi eliminado en su camino rumbo al Mundial. Me dirijo hacia el estadio, mi cabeza recorre todos los nombres de las personas con quienes he compartido experiencias futboleras y me pudieran ayudar a entrar y pretender hacer mi trabajo. Echo la mirada hacia arriba y el cielo rojo abraza la ciudad esperando acercarse lo suficiente y ennegrecerse.
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El paso constante y el nervio me siguen acechando. Me asustan las cornetas y los niños aprendiendo a soplar esas vuvuzelas de plástico barato: caras pintadas, sombreros de charro, zarapes y máscaras de luchadores. Cruzo el torbellino verde hacia la carpa de prensa en Puerta 1 cuando mis pies tropiezan con las piernas de alguien. Tirado en el piso está un colega periodista, su calva es reluciente y su cara molida por los años de correr atrás del balón como fotógrafo.
Mi corazón se agita más acercándome a la reja mientras muestro la acreditación que mi colega me regaló. Yo con vergüenza la acepto a pesar de que él insistía que ese día ya no podía caminar más y esperaría que el tiempo se lo lleve, pero perdure con sus fotos. El partido ya comenzo y corro por el túnel, tomando mi casaca de fotógrafo, tomando mi posición atrás de la portería rival.
Siempre busco la luna y esta casi llena: una mala señal. El estadio a reventar, retumba y grita hacia el portero Noel Valladares que voltea de vez en cuando a reírse de la afición. En una vuelta me mira y sus ojos inyectados de sangre, rojos de ira, me cautivan; asustado, camino al lado contrario de la portería y olvido el escalofrío que me recorre todo el cuerpo.
Un olor extraño comienza a inundar el área de fotógrafos, cuando el silbato del árbitro suena tan duro como cuchillos en mis tímpanos: una falta a favor de México. El estadio estalló de algarabía, enloquecidos por la gran oportunidad. Los ritmos de tambores de guerra sólo son la antesala a lo que esta por suceder, del techo del Estadio Azteca, un cuerpo en caída libre dejaba mudo a todos los asistentes. Cientos de flashes de los fotógrafos a mi alrededor disparan hacía el cuerpo con un futuro predestinado.
Apenas cae en el pasto verde, testigo de dos mundiales y consagrando a dos héroes históricos del futbol, se apodera el pánico. Alrededor del cuerpo el piso se quemaba, cambiaba de color. Confusión y desesperación se apodera del estadio, los jugadores corren al túnel de vestidores, menos Jesús Corona, quien camina despacio hacia el centro del campo. No sé para dónde correr, cómo saltar la fosa que ya esta llena del personal de apoyo, aplastados unos con otros.
Pero fue cuando los gritos se vuelven más agudos y entendemos qué sucede: los maestros de la coordinadora (CNTE) van entrando con antorchas a las gradas del estadio. De cada túnel salen cientos de inconformes, mezclados entre ellos unos anarquistas, y uno que otro perredista a favor de la protesta. Vienen equipados con tablas y escaleras, un plan ya tramado.
Me veo subiendo las escaleras de las gradas hacía el palco presidencial. Es tal mi angustia que me observo en tercera persona. La policía es avasallada por completo, la gente ya pierde la cabeza y predomina el fuego y el humo. En un reojo puedo ver que Corona sigue en el centro del campo, agarrándose las manos. Los zombis se acercaban cada vez más a donde él espera.
Alcanzo la barda del palco y veo a todos los directivos tirados en el piso, ocultos de los bárbaros. Sus caras de prepotencia ya no existen. Justino Compeán no da validez a lo que ve, pero es más inverosímil a lo que empieza a señalar, que el portero de la selección mexicana está soltando puños como de película de ninjas de los setentas. A su alrededor hay decenas de cuerpos tirados y él sin ningún rasguño sigue luchando cual Neo de Matrix.
Mi corazón palpita demasiado. Siento que se me sale del cuerpo. El caos continua y el presidente de la Federación de Honduras, Rafael Callejas, sólo grita “Les dije que Corona estaba dopado, el clembuterol le da esos poderes, voy a poner la denuncia ante la WADA”. Yo no puedo creerlo. Salto la barda y cruzo la puerta saliendo a la calle oscura ya por la noche. Un perro husmeando entre los cuerpos levanta su cara y me dice: “Qué bonite, es lo bonite”. Espero el próximo martes no se repita esto en versión gringa.
Nota: Esta entrada de Los demonios del deporte se escribió y publicó antes del partido entre México y Honduras el viernes, 6 de septiembre. – Eds.
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