El 28 de junio de 2013 en la Unidad Habitacional de Tlatelolco, en el DF, un joven de 19 años ahorcó a Sandra Camacho, la descuartizó y luego escondió las partes del cuerpo en bolsas negras que repartió a lo largo y ancho de la ciudad.
El crimen, escabroso como suena, no hubiera llamado la atención de nadie, además de los diarios sensacionalistas, de no ser porque uno de los periodistas de la Emeequis escribió una polémica crónica que causó la ira de feministas y defensores de Derechos Humanos por igual. El texto, publicado el 21 de septiembre, se tituló: “El joven que tocaba el piano (y descuartizó a su novia)“.
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La pieza periodística escrita por Alejandro Sánchez González, un premiado periodista mexicano, contaba el crimen de Sandra desde la perspectiva del asesino: Javier Méndez, un destacado estudiante del Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos (CECyT) del Instituto Politécnico Nacional (IPN), campeón de olimpiadas de física nacionales y en Europa, quarterback de las Águilas Blancas y como si fuera poco, un buen pianista.
La víctima por ahí aparecía en la crónica. Como un cuerpo que era estrangulado, como una mujer ordinaria que no pasó el examen de admisión de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y soñaba con ser modelo. La víctima era la piedra en el zapato que arruinaba el futuro brillante del asesino. O, como lo dijo la periodista colombiana Catalina Ruiz Navarro, ésta era “la historia de un muchacho que tenía un futuro prometedor hasta que se le atravesó una “naca” que por joderlo y joderlo se buscó que la mataran. ¡Portada!”.
Sánchez González, haciendo gala de dones telepáticos o basado en el único testimonio del asesino, describe así el momento del homicidio: “No le quiere pegar, sólo defenderse, pero la golpea en la cara. Ha sido un accidente. Pero ella grita más y más fuerte. Javier le dice que se calle, sus gritos son insoportables. Las uñas de Sandra rasgan levemente la piel del joven. Que se calle, por favor. Que se calle ya. Javier no resiste más. La toma del cuello y caen al piso”.
Marco Lara Klahr, reportero judicial mexicano desde hace más de 30 años, criticó hace unos días la crónica de Sánchez: “La historia transcurre sin fuentes o, mejor dicho, el autor se erige en fuente al no precisar de dónde obtuvo los datos ni hacer notar que los diálogos, pensamientos, emociones y escenas podrían no ser veraces ni le constan”. Y Lara ironiza: “Él, clase media, instruido, habituado a ganar, no se merece tal destino, cuales sean sus actos. Ella, pobre, ignorante e intolerable, se lo ganó; de hecho, es lo único que al parecer hizo bien en su vida, buscarse su asesinato a golpes.”
El narcisismo está devorando el periodismo
El periodismo narrativo vive un nuevo auge en Latinoamérica. Siguiendo los pasos de periodistas gringos como Gay Talese o Eric Schlosser, surgieron referentes propios como el colombiano Alberto Salcedo o la argentina Leila Guerriero. Estos superperiodistas dieron un vuelco a la tradición y sus textos, ricos en lírica y en trabajo de reportería, han sido el abono de medios nuevos como Etiqueta Negra, Cosecha Roja, Gatopardo y la misma Emeequis.
Con esta nueva ola, aparecen cada día más periodistas de todos los pelambres que de un archivo judicial pueden exprimir una historia bonita. Al fin de cuentas, lo que importa es que se escriba bonito, no apegado a los hechos; lo que importa es la firma propia, no los otros. Alberto Salcedo afirmó en una entrevista “El narcisismo está acabando con el periodismo”.
En la crónica “El joven que tocaba el piano (y descuartizó a su novia)”, más allá de las observaciones feministas de peso, se evidencia el intento del autor por forzar los hechos y cuadrar un relato rico en adjetivos y pobre en fuentes. Un relato que termina siendo un buen cuento. La periodista Leila Guerriero afirma en Qué es y qué no es el periodismo literario: más allá del adjetivo perfecto: “Si la pregunta es cuál es el límite entre el periodismo y la ficción, la respuesta es simple: no inventar”.
Guerrero cuenta sobre el peligro de ficcionar en el periodismo por vanidad: “lo que no deberían tener (los periodistas) son alucinaciones: escuchar lo que la gente no dice, ver niños hambrientos allí donde no los hay, imaginar que son atacados por un comando en plena selva cuando están flotando con un bloody mary en la piscina del hotel”. Y concluye: “Si uno es periodista no acomoda los hechos según le convenga, no le inventa piezas al mecano porque las que tiene no encajan y no escribe las cosas tal como le hubiera gustado que sucedan”.
Hace un tiempo, un periodista británico afirmó en un taller de crónica en Bogotá: “El periodismo se ha vuelto demasiado sobre periodistas”. Y ése es quizás el error de Sánchez González en este texto, olvidar que el periodismo no se trata sólo de escribir bonito para que todos aplaudan lo listo que soy. Se trata de investigar, de hablar desde los que sufren, no desde el poder que causa el sufrimiento. Y, sobre todo, se trata de jamás, jamás hacer alarde de dones telepáticos para leer la mente criminal.
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Javier Mendez Ovalle, el asesino, enfrenta una condena por 60 años. Y luego del revuelo de la historia, trascendió el hecho de que nunca se encontraron los brazos de Sandra. Un dato, de varios sobre la víctima, que se omite en la perspectiva del reportero de Emeequis. Sánchez González fue nominado al premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) como finalista en la categoría de Cobertura en el Premio Gabriel García Márquez 2014, por una serie de trabajos, ésta sí de una altísima calidad periodistica: “Yo, autodefensa”.
El revuelo causado por el texto llevó a que organizaciones de DD.HH. hicieran la petición autoritaria a la FNPI de que descartaran la nominación del periodista, hecho que afortunadamente no sucedió. Sin embargo, el periodista escribió en su Facebook un texto breve de disculpas a la familia de Sandra Camacho:
“Yo no soy juez ni Ministerio Público, sólo soy un reportero que, en este caso, cometió un error: lo que escribí es lo que piensa él y cómo él recuerda (el asesino) los hechos. Las expresiones acerca de Sandra no son mías ni tampoco una interpretación. Es lo que el homicida contó a los investigadores y declaró en el expediente judicial y a los especialistas que hicieron su perfil sicológico. No son mis palabras ni las avalo. No justifico ni juzgo a Javier. Reconozco mi error”.
Es cierto que no eran sus palabras, pero es el periodista el que elige los hechos que armaran el esqueleto de su relato, es él quien decide a qué testimonio le da relevancia y a cuál no. Es el periodista el que toma el riesgo de mal contar la historia desde el punto de vista del asesino o contarla desde la víctima.
En el portal La Critica, la tuitera @DahliaBat hace el ejercicio de reescribir desde otra perspectiva los momentos finales de Sandra en el mortal encuentro con Javier:
“Javier cuenta que tuvieron relaciones sexuales, los peritos dicen que fue violación. Javier dice que al concluir el encuentro sexual hablaron sobre sus vidas. El joven que sabía tocar el piano intentó impresionarla, le presumió que se iría a vivir a Alemania y que era un genio de la física, pero a Sandra no le interesaban esas cosas, ella valoraba las pláticas divertidas, los buenos momentos, y no los méritos académicos ¿Eso qué? ¿A poco un bronce en física te hace mejor persona?”
Tomás Eloy Martínez decía: “El periodismo no es un circo para exhibirse sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta”. Quizá sea hora de parar el circo egolátrico de esos nuevos periodistas y retomar los principios de los viejos reporteros de a pie.
David es docente universitario, director del blog de periodismo independiente La Otra Orilla y ex asesor de la Fundación Para la Libertad de Prensa (FLIP).
Síguelo en Twitter: @davo_gonzalez