El sexo oral también es un trabajo

Este artículo forma parte de la edición de abril/mayo de la revista VICE.

Al fondo de un modesto edificio de dos plantas en Chiang Mai, uno de los 17 barrios rojos de Tailandia, un pequeño grupo de trabajadoras sexuales se arregla para trabajar. Se recogen el pelo con pequeños broches y aplican capas de rubor color rosa en sus caras. De vez en cuando, se escucha el sonido de un iPhone y cada una revisa el suyo para constatar si se trata del mensaje de algún cliente. en la pared hay un cartel que dice: “No es lo que hacemos… es cómo lo hacemos”. En otro de los muros, un grafitti color rosa y morado muestra un mensaje más directo: “Dar sexo oral también es un trabajo”.

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“Somos trabajadoras, no víctimas”, me dijo Lily Hermarratanarapong, quien llevaba unos capris pegados color turquesa y una blusa de lentejuelas. Ella y sus compañeras integran Empower, una organización que defiende los derechos de las trabajadoras sexuales y tiene alrededor de 50,000 integrantes. Desde la fundación del grupo en 1985, han luchado para mejorar las condiciones laborales de las mujeres que se dedican al negocio del seco. En Tailandia la prostitución es ilegal, pero también muy tolerada. El objetivo de Empower es lograr que el trabajo sexual sea visto como una profesión cualquiera y no como un crimen.

La oficina de Empower no es solamente un vestidor, también es una biblioteca, una escuela y un centro de acogida para miles de trabajadoras sexuales en la ciudad. Empower es el acrónimo de “Education Means Protection Of Women Engaged in Recreation” y cuenta también con un club nocturno, el Bar Can Do, que se encuentra en el mismo edificio. Allí las mujeres trabajan como meseras y reciben prestaciones de seguridad social, prima vacacional e incapacidad. Hermarratanarapong me condujo del vestidor a un gran armario con puertas de vidrio. Adentro había playeras con la frase “las chicas buenas van al cielo, las chicas malas a todas partes”, memorias USB con forma de lápiz labial (para acceder fácilmente a documentos sobre derechos laborales) y fundas hechas a mano para transportar preservativos. Había también una antología de viñetas autobiográficas escritas por las mismas integrantes de la asociación, un libro de historia sobre el trabajo sexual en Chiang Mai y algo llamado Diccionario para chicas malas: un libro publicado de manera independiente que contiene más de 200 definiciones enérgicas de palabras que son relevantes para la misión de Empower. Lo hojeé y anoté algunos ejemplos:

Chica mala: Cualquier mujer que se comporta o piensa diferente al modelo de mujer que ha trazado la sociedad.

Dignidad: Lo que sentimos después de hacer un trabajo bueno, profesional y con técnica; el sentimiento de haber saldado nuestras deudas… cuando nuestras hijas se gradúan de la universidad… cuando ponemos un techo nuevo sobre nuestro hogar.

Redadas [en burdeles]: Es el trabajo de un héroe o un salvador. Una acción emprendida por la policía, con cámaras y reporteros, que exhibe a las mujeres sentadas en el piso, cubriéndose el rostro… o con los ojos tachados como criminales. Cuando terminan su trabajo y nos sueltan, la mayoría de nosotras quedamos endeudadas y tenemos que regresar a trabajar.

Las redadas son la táctica principal para limitar el negocio del sexo en Tailandia y el resto del mundo. Es parte de un enfoque para frenar la prostitución que los críticos llaman “jurídico penal”. Sus partidarios creen que todos los aspectos del negocio deben ser ilegales. Parte de la estrategia nació de un consenso formado a principios de los 90 por algunos grupos de derechos humanos, fundamentalistas religiosos, gobernantes nacionales y agencias como la ONU, que consideraban una industria exitosa del sexo como algo poco ético para la civilización moderna. Las redadas en los clubes y burdeles, seguidas de la detención y el procesamiento de los traficantes, junto con las terapias y capacitaciones para las víctimas, se convirtieron en la regla.

Hermarratanarapong y sus compañeras creen que este enfoque ha ocasionado problemas a quienes ejercen dicha profesión por voluntad propia. Según Richard Howard, de la oficina de la Organización Internacional del Trabajo en Bangkok, menos del 10% de las trabajadoras sexuales tailandesas son traficadas, timadas, engañadas o forzadas a realizar dicho trabajo. “El 90% están allí por decisión propia”, explicó Howard. En un informe que Empower elaboró en 2012, se detalla una serie de abusos en contra mujeres que fueron consideradas víctimas de trata. La policía las vio como señuelos de delito, las arrestaron sin razón, les hicieron exámenes médicos invasivos y fueron deportadas injustamente. El estudio concluye que “el número de mujeres en la industria del sexo que son víctimas de abuso por culpa de las medidas antitrata es hoy mayor al número de mujeres explotadas por los traficantes”.

Empower ha exhortado a los grupos de derechos humanos de Tailandia a reconsiderar si las redadas, la rehabilitación y las acciones penales son la mejor forma de combatir la trata, así como a cuestionarse si la industria del sexo debería considerarse ilícita. La organización se ha convertido en una de las principales defensoras de la descriminalización del negocio del sexo en el sudeste de Asia y en el mundo. Una de las principales luchas de Empower es que el gobierno tailandés considere la trata y la explotación como excepciones y no como regla. De igual modo, quieren cortar de raíz los abusos como se haría en cualquier otra industria.

Esta postura puso a Empower no solo en contra del gobierno tailandés sino también de las feministas occidentales. En enero de 2014, se filtró un anteproyecto de Amnistía Internacional que proponía la descriminalización del negocio del sexo. En los meses siguientes, la censura invadió Twitter, incluso por parte de personas como Lena Dunham y Gloria Steinem. Taina Bien-Aimé, la directora de la Coalición en Contra de la Trata de Mujeres (CATW por sus siglas en inglés) en Estados Unidos declaró: “¿Por qué [AI] pediría que se descriminalizara a los explotadores de los seres humanos más marginados del planeta?”. Su organización escribió una carta, que firmaron más de 100 celebridades, dignatarios internacionales y defensores de los derechos humanos, para denunciar la postura de AI. Cuando le pregunté a Bien-Aimé sobre la lucha entre aquellos que consideran el sexo comercial un abuso y quienes lo consideran una profesión, ella respondió: “estamos en guerra”.

Mujeres trabajando en el Bar Can Do, donde reciben prestaciones de seguridad social e incapacidad.

Aquella noche en Chiang Mai, las mujeres no se detuvieron a pensar si sus ideas pronto causarían o no un gran revuelo. Más que activistas, las integrantes de Empower se consideran profesionales centradas y trabajadoras. Con la oscuridad llega la jornada laboral. Alrededor de las 8 p.m., algunas acudieron a las citas programadas con sus clientes; otras apostaron por buscar clientes en los bares, cantabares y salones de masaje de la ciudad. Tomaron preservativos de un cesto antes de salir. La única que se quedó fue Mai Jakawong, una mujer delgada y elegante de cara angular y pelo negro. Esa noche trabajaría en el Bar Can Do, donde planeaba encontrarse con sus clientes. Cuando le pregunté sobre la controversia, me respondió: “Si eres una trabajadora sexual, eres vista como una chica mala o una chica miserable. ‘Miserable’ si te obligaron y ‘mala’ si tú lo elegiste”. Mai hizo una pausa mientras veía a sus amigas atravesar la puerta y añadió “pero, ¿y si no somos ninguna de las dos?”.

La industria del sexo en Tailandia ha existido por siglos, pero la guerra de Vietman le dio su gran impulso. En 1967, como un intento por animar a los soldados estadounidenses, Estados Unidos y Tailandia firmaron un pacto que permitía a las tropas estacionadas alrededor de Vietnam visitar Tailandia por una temporada, ya que era, hasta cierto, punto segura y estable. Según el libro Casting Stones: Prostitution and Liberation in Asia and the United States, Tailandia utilizó fondos de Chase Manhattan y Bank of America para abrir centros de “relajación y recreación”, donde los burdeles eran la atracción principal. Se estima que al menos 700,000 soldados estadounidenses visitaron estos centros para relajarse del estrés causado por el combate.

Al terminar la guerra, los soldados se fueron, pero la industria continuó. Creció durante la década de 1980, cuando la industria turística creó oportunidades de trabajo en la ciudad que atrajeron a los inmigrantes pobres del campo. El norte del país, que solía ser una zona dedicada al cultivo de amapola, sufrió la destrucción de muchos sustentos familiares con los nuevos programas de erradicación del opio impuestos por el gobierno, incluyendo el de las mujeres jóvenes que trabajaban junto a los hombres en los campos. La pobreza se exacerbó debido a que al menos la mitad de los grupos étnicos minoritarios no poseían la ciudadanía, lo cual les complicaba encontrar un empleo formal y hacerse con propiedades. Davin Feingold, un antropólogo que ha estudiado las zonas rurales de Tailandia por décadas, explicó que “su mejor opción era involucrarse en el trabajo sexual”.

Prometiéndoles una vida de glamur y riquezas, los proxenetas atrajeron mujeres para trabajar en los burdeles ruinosos de Bangkok, Chiang Mai y la zona playera de Phuket. Los acuerdos financieros eran semejantes a la servidumbre por contrato. No se les permitía abandonar el local ni comunicarse con sus familias. Generalmente, eran violadas por sus jefes. Cuando surgió la epidemia de VIH, los efectos fueron devastadores. De acuerdo con varios estudios locales, alrededor de 44% de las prostitutas de Chiang Mai eran VIH positivas a finales de los 80.

Por esa misma época, la tailandesa Khun Chantawipa Apisuk, mejor conocida como Pi Noi, terminó sus estudios de sociología en Boston y regresó con su esposo a Bangkok. Se instaló a un lado de Patpong, un barrio rojo en ciernes. Empezó a frecuentar algunos de los bares y entabló amistad con las mujeres que trabajaban allí. Como Pi Noi hablaba un poco de inglés, ellas le pidieron que les diera clases para comunicarse mejor con los clientes, pues muchos eran estadounidenses y europeos.

Ella les daba clases en las banquetas. Durante el día, las alumnas ponían los taburetes afuera del bar y ensayaban frases útiles. Cuando hablamos por Skype, Pi Noi me explicó que las clases eran para “ayudar a minimizar la explotación”. A Pi Noi le irritaba la idea de que estas mujeres fueran consideradas víctimas indefensas por haber sido vendidas o forzadas a estar en dichas circunstancias. Sin embargo, las trabajadoras eran y se consideraban independientes y tenaces. Pi Noi solo las ayudó a encontrar un idioma que reafirmara su independencia. Incluso con un inglés escaso, dijo que las mujeres “eran capaces de expresar lo que querían o no querían, decir sí o no. Esta es la base de los derechos humanos”.

Mai Jakawong enfrente de la oficina de Empower en Chiang Mai, Tailandia.

Las reuniones dieron pie a conversaciones sobre otros temas, como las condiciones deplorables de los burdeles, las enfermedades y las deudas. En 1987, con la cooperación de un doctor local, Pi Noi creó una clínica para trabajadoras sexuales en Bangkok que ofrecía talleres sobre salud reproductiva y preservativos. En 1994, Empower se convirtió oficialmente en una ONG y en una fundación. Pi Noi contactó directamente a los dueños de los burdeles para pedirles que dejaran a sus empleadas asistir a talleres sobre la prevención de VIH y a clases de tailandés para las inmigrantes. Muchos de ellos aceptaron. Aunque Pi Noi estaba radicalizando a sus empleadas, los dueños estaban felices de que alguien los ayudara a mantener con vida a su fuerza de trabajo.

A finales de los 90, la industria del sexo volvió a cambiar dramáticamente. El burdel como eje del comercio sexual estaba desapareciendo. La economía había mejorado, así que las mujeres se involucraban en menos situaciones desconocidas o peligrosas. El Ministerio de Salud estableció una política de preservativos obligatorios en los burdeles, y amenazó con cerrarlos o cobrar multas elevadas si no disminuía el índice de enfermedades de transmisión sexual. Feingold, cuenta que esto empezó a debilitar el modelo de burdel lucrativo basado en ignorar flagrantemente la seguridad y el bienestar de sus empleadas. “La industria del sexo no dejó de ser redituable”, declaró Liz Hilton, una voluntaria australiana que ha trabajado con Empower por más de 20 años. “La explotación se volvió menos rentable”.

Para 2002, el negocio había migrado a las “zonas de entretenimiento”: los barrios rojos. Aunque la prostitución seguía siendo ilegal, la economía aún dependía de ella. Ese año el gobierno permitió que se establecieran legalmente casas de masaje, cantabares y salas de billar, que sirvieron como tapaderas para que los hombres pudieran encontrarse con las prostitutas clandestinamente. Por lo regular, cada zona abarca varias cuadras de la ciudad, donde las mujeres trabajan como masajistas, meseras o bailarinas. Los clientes saben que pueden buscar sexo allí y que luego ellas se los llevarán fuera del establecimiento.

A principios de la década del 2000, las zonas de entretenimiento representaban 7% del PIB del país. La industria del sexo generaba 4,300 millones de dólares al año. Hoy en día, alrededor de 10% del dinero de los turistas se gasta en sexo.

Una tarde en Chiang Mai, Hermarratanarapong, Jakawong y otras dos integrantes de Empower intentaron explicarles cómo son sus vidas a un grupo de universitariosestadounidenses que se encontraban de intercambio para estudiar los problemas económicos de Tailandia. “Cuando te dedicas a esto, la polícia es tu rincipal problema”, les contó Hermarratanarapong mientras ellos escuchaban atentamente sentados en el piso del Bar Can Do. “La mayoría de los peligros vienen de la ley”. La amenaza constante de las redadas no es la única. De acuerdo con la legislación tailandesa, para que las prostitutas sean multadas o encarceladas deben ser sorprendidas reclutando, solicitando, organizando, anunciando o participando en un acto sexual. Según Hermarratanarapong, esto significa que la policía se toma su tiempo —y complementa su salario— planeando trampas. Para evitar multas gubernamentales, las trabajadoras desvían parte de su salario en pagos a la policía. Si la trabajadora está indocumentada, el soborno para evitar su deportación se duplica o triplica.

Enfundada en un vestido rosa y recargando el cuerpo sobre un taburete, una mujer llamada Neung dijo: “como no contamos con protección laboral, las condiciones de trabajo las decide el jefe”. Estas “reglas del bar” incluyen multas si las chicas pesan más de 50 kilos, llegan tarde a su turno o se atrasan con sus clientes. También cuotas de bebida. Neung cuenta que las empleadas “deben comprar cierto número de tragos al mes. No importa si estás embarazada o no tomas”. Luego supe que estos gastos podían llegar hasta los 150 dólares, algo así como 2,700 pesos.

Justo por esa razón decidieron abrir su propio lugar: el Bar Can Do. Los estudiantes parecían incómodos con la decoración del lugar: arte fálico, posters de mujeres semidesnudas y grafittis agresivos. “Se lo pedimos al gobierno por mucho tiempo pero nadie nos entendía, por eso lo construimos nosotras”, explicó Jakawong.

La curiosidad de los universitarios iba encaminada hacia los inicios de las chicas en el negocio. Jakawong les contó de los trabajos que tuvo antes. El último fue en una panadería y se aburría mucho. Neung, la del vestido rosa, había sido costurera en “todas las fábricas textiles que pudo encontrar”.

Aunque Hermarratanarapong también había trabajado en las fábricas, admitió que su motivación no fue puramente económica. “Mi generación fue la primera en tener televisión. Ver la vida de los demás en la pantalla, hizo que me preguntara ‘¿Por qué? ¿Por qué tenemos que seguir todas esas reglas?’”. Cuando dejó Chantaburi, su pueblo natal, y se mudó a Bangkok, trabajó en fábricas, fue teibolera y escort en un bar. Acompañando hombres se embolsaba en una semana lo mismo que ganaba luego de trabajar un mes en las fábricas. Pasaron años antes de que se acostara con un cliente y cuando lo hizo pensó “¿qué tiene de malo?”. También añadió que “ser una trabajadora sexual no se trata de la falta de opciones. Si no tuviera opción estaría trabajando en una fábrica textil”.

Según la Organización Internacional del Trabajo, solo 10% de las víctimas de trata en Asia son explotadas sexualmente. “Cada año surgen declaraciones sobre millones de víctimas [de trata que] son falsas”, explicó Ronald Weitzer, un sociólogo de la Universidad de George Washington y experto en el negocio del sexo. Muchas personas se involucran en el negocio por razones económicas. El salario mínimo diario en Tailandia es de aproximadamente 8,40 dólares (149,26 pesos) y muchas mujeres en el sector informal ganan aún menos. Las trabajadoras con las que hablé en Chiang Mai me dijeron que, aunque sus ingresos varían, no ganan menos de 14 dólares (249 pesos), incluso si tienen una mala noche.

Días despues, fui a una de las clases de inglés que Hermarratanarapong da en Empower. En un viejo pizarrón escribía palabras como “necesitar”, “querer”, “conocer”, “trago”, “final” y “basta”. Luego agregó las oraciones: “Puedes llamarme mañana”, “esperaré a que el bar cierre para irme” y “tengo que mandarle dinero a mi familia”.

“Si hablamos un poco [de inglés], podemos ganar más por noche”, explicó ella. Durante la hora siguiente, dos alumnas repitieron en voz alta el vocabulario y cada una de las oraciones. Me pidieron ayuda con la pronunciación, aunque generalmente usan una aplicación de iPhone. También intentaron conversar en inglés, sin mucho éxito. Antes de que la clase terminara, Hermarratanarapong les dejó de tarea transcribir y traducir su canción favorita de pop estadounidense.

Empower también ayuda a las trabajadoras sexuales a completar su educación mediante tutorías, espacios para estudiar y programas de educación continua. Al menos miles de mujeres han tomado clases en Empower, incluyendo a Hermarratanarapong, quien validó sus estudios de preparatoria a través del programa. Las chicas inscritas en el último programa alternativo de preparatoria suman 67, y hoy en día, hay más de 100 graduadas universitarias cuyo futuro puede o no seguir ligado al comercio sexual. “Nosotras no intentamos convencerlas, es su decisión”, comentó Liz Hilton, la voluntaria australiana. “Empower no se trata de cambiar a las trabajadoras. Se trata de que ellas cambien a la sociedad”.

“Siempre avisamos a las demás sobre los clientes agresivos”, me explicó en otra ocasión Wan, una mujer bajita con frenillos transparentes. Era medio día y encontrábamos en la biblioteca de Empower. Mientras comía un panqué de chispas de chocolate, Wan añadió que estas advertencias se difunden rápidamente y ayudan a mantener seguras a las trabajadoras. En una ocasión, Empower imprimió afiches con la cara de un hombre que había violado a una de sus integrantes, y los repartió por los bares de la ciudad. “Por lo regular te dan pistas en el bar. Si te pellizca o abofetea en público, será peor en la habitación”.

Pregunté qué pasa cuando no hay alguna señal de alerta, pero ellas no quisieron admitir que ese negocio entraña peligros que no están presentes en otros lugares como, digamos, una fábrica textil. Mientras hablábamos, llegaron otras seis integrantes y prepararon un almuerzo para todas. Contaron las dos situaciones más aterradoras que han vivido. Al pedirles más detalles, la tensión del ambiente creció. Wan me contó que uno de sus clientes le robó su bolsa, su ropa, y huyó sin pagarle. Ella se envolvió en una toalla y le pidió al personal del hotel que lo persiguieran, pero ellos se negaron. Las demás no quisieron contar sus experiencias porque decían que es lo único de lo que hablan los periodistas. Me mostraron el libro de viñetas autobiográficas, donde se narraban otros incidentes alarmantes. En un capítulo, la autora (todas las entradas son anónimas) había ido a un hotel con un cliente. Cuando salió de la regadera encontró a otros cuatro hombres que le exigieron sexo grupal. Ella se negó. Cuando uno de los hombres se acercó para agarrarla, ella cargó rápidamente el televisor. Amenazó con tirarlo al piso para que ellos tuvieran que pagar, entonces los hombres se retiraron. En otro caso, un militar de alto rango introdujo su pistola a la sala de masajes y violó a dos mujeres.

Una de las trabajadoras arreglándose al fondo de la oficina de Empower.

Según los críticos de Empower, estas situaciones hacen que el abuso a prostitutas sea totalmente diferente a otros tipos de abuso laboral. “Las mujeres no serían cosificadas en un mundo igualitario”, me dijo Taina Bien-Aimé de la CATW por Skype cuando regresé de Tailandia. Ella cree que la prostitución no puede ser solo un trabajo, así que la descriminalización es una premisa errada. “La prostitución [es la] causa y la consecuencia de la desigualdad de género”.

Cuando le comenté a Bien-Aimé sobre la evidencia de que la cantidad de mujeres que elige el sexo como negocio es mayor a la cantidad de mujeres que son forzadas a ello, se mostró escéptica con dicha conclusión. “¿Cómo distingues entre las mujeres que están al mando de los clientes y aquellas que entran [al negocio] antes de los 18 años y son vendidas por sus compañeros sexuales? Asimismo, comentó: “no queremos convertir esto en un juego de azar. Hay que escuchar a las sobrevivientes”.

Para poder hablar con las sobrevivientes de trata —aquellas que no eligieron su profesión por voluntad, como las integrantes de Empower— los periodistas buscan a las organizaciones sin fines de lucro que trabajan con ellas. Tres organizaciones de Chiang Mai me negaron la entrevista. Cuando regresé a Estados Unidos, Bien-Aimé trató de enlazarme con otros dos grupos. Uno no respondió y el otro se negó porque —en palabras de Bien-Aimé— una de sus políticas era “no dar entrevistas a ninguna plataforma mediática que avale, o parezca avalar la prostitución como ‘trabajo sexual’ o como una ocupación viable”.

Antes de finalizar nuestra charla, Bien-Aimé mencionó que su oposición a la descriminalización se basa tanto en la teoría, como en la práctica. “Es un experimento completamente fallido”. Explicó que Alemania, Nueva Zelanda y Australia han descriminalizado la industria y eso trajo muchos problemas. Cuando terminamos de hablar, me mandó un correo con enlaces a estudios que respaldaban sus argumentos, incluyendo las pocas mejorías en las ganancias de las empleadas y testimonios de funcionarios legisladores sobre la dificultad para contener la trata, la violencia y el crimen organizado en ese nuevo entorno. En Alemania, los doctores dicen encontrar a sus pacientes de la industria descriminalizada tan lastimadas que una asociación médica ha solicitado al parlamento derogar la ley.

Ella y otros partidarios del movimiento antitrata —como el columnista del New York Times, Nicholas Kristof— han adoptado algo conocido como “el modelo nórdico”, que criminaliza a cualquiera que compre o comercie con sexo. “Considera el comercio sexual como otro sistema de violencia y opresión”, explicó Bien-Aimé. Los informes e investigaciones sobre este modelo son tan contradictorios como aquellos en favor de la descriminalización. Por cada estudio que ensalza el modelo nórdico, hay testimonios de las mismas trabajadoras que rechazan la normativa por problemática.

Para Hermarratanarapong, el enfoque del encarcelamiento es irracional. “¿Por qué querríamos criminalizar a nuestros clientes? Son nuestro negocio. No necesitamos más medidas punitivas”, declaró. [El modelo nórdico] se basa en la idea de que la industria del sexo es algo que debería eliminarse. Nosotras no estamos de acuerdo”.

Antes de abandonar Chiang Mai, Liz Hilton me puso un video en su laptop llamado “El último rescate en Siam”. Se trataba de una sátira del cine en blanco y negro que las integrantes hicieron hace algunos años. La música parecía sacada de una película de Charlie Chaplin y la trama iba sobre una redada antitrata realizada por tres personajes: un policía, una trabajadora social (vestida de forma conservadora con anteojos y un portapapeles) y una “ONG heroica” (representada por una mujer con una capa). Los tres, acompañados de una furgoneta llena de policías incompetentes, llegan al bar donde las trabajadoras coquetean con posibles clientes. Se desata el caos. Los rescatadores atrapan a una de las trabajadoras, quien dice tener 19 años, aunque ellos creen que tiene 16. Entonces la someten a un examen dental —un método común, aunque dudoso para determinar la edad— y luego la encierran en una habitación con un letrero que dice “rehabilitación”. Con la máquina de coser que le dan, ella confecciona una escalera y escapa de vuelta al bar. Al llegar, sus compañeras la reciben con porras y abrazos. La película cierra con la frase en pantalla: “esperemos que este sea el fin”.

Las críticas que hace Empower sobre las redadas y rescates no conciernen únicamente al gobierno tailandés. También se enfocan en el marco global —personificado por las ONG heroicas como la CATW— que sus detractoras llaman “la industria del rescate”: una extraña alianza entre las feministas antiprostitución y el derecho religioso, forjada para pelear en contra del sexo comercial. Varios críticos creen que la industria del rescate vinculó a propósito el trabajo sexual con la trata sexual, pues “en sus cruzadas una victoria sobre la primera se interpreta como una victoria sobre la otra”, explicó Feingold. Desde que Bill Clinton promulgó la Ley de Protección a las Víctimas de Trata en el 2000, los grupos con intenciones “antitrata” recibieron fondos públicos. Este dinero ha sido útil para la fundación de numerosas ONG alrededor del mundo, incluyendo Tailandia. Las organizaciones que no tienen un compromiso “antiprostitución” no son elegibles para recibir fondos. De 2001 a 2010, casi 1,500 millones de dólares de los impuestos de Estados Unidos se destinaron a la lucha antitrata, y en 2014, el gobierno distribuyó 18 millones de dólares para los grupos que luchan contra la trata sexual.

Las integrantes de Empower haciendo origami durante su tiempo libre antes de empezar su turno en el Bar Can Do.

Empower hizo “El último rescate en Siam” para que la gente entendiera que muchas mujeres no quieren ser rescatadas. Jakawong, quien estuvo limpiando los vasos mientras yo veía la película, me dijo que la historia era cómica, pero las redadas no lo son, sobre todo para las inmigrantes. Ella es originaria de Birmania y su familia llegó a Tailandia cuando era una niña. Cuando se involucró en el negocio del sexo años después, seguía indocumentada. Su mayor temor en aquella época era ser rescatada por un grupo antitrata. Si eso hubiera ocurrido, probablemente habría terminado en un albergue público llamado Baan Kredtrakarn, que se encuentra en una isla en la costa de Bangkok.

Oficialmente, el lugar ofrece refugio para posibles víctimas de trata. Las internas reciben terapia de rehabilitación y clases, por ejemplo, de lectura y yoga. Un equipo de Empower visitó las instalaciones en 2012 y criticó varios aspectos del albergue. Según las integrantes de la organización, las mujeres tienen prohibido salir y no pueden comunicarse libremente con su familia y amigos. Muchas inmigrantes se alojan allí. Empower declaró haber recibido informes de que a algunas no se les permite tener visitas.

El gobierno se negó a responder mis preguntas sobre el albergue y no pude conocer las instalaciones, pero Phensiri Pansiri, la representante de Focus Tailand (un grupo antitrata que trabaja para sacar a las mujeres del albergue) confirmó algunos de los hallazgos de Empower. Por ejemplo, que las internas no pueden marcharse hasta que los fiscales determinen si son víctimas de trata o si pueden ser usadas como testigos en casos antitrata. Pansiri explica que ese proceso toma entre uno o dos años. Si la mujer es inmigrante, será deportada sin importar cual sea el resultado de la investigación, ya sea porque es culpable de violar las normas antiprostitución de Tailandia o porque la ley en esos casos dicta regresarlas a su país. Traté de encontrar a algunas de las antiguas residentes del albergue, pero no di con ninguna.

Se estima que hay más de 3 millones de inmigrantes trabajando en Tailandia y que la mitad son mujeres. No hay datos oficiales de cuántas terminan en el negocio del sexo, pero lo abultado de la cifra ha llevado a Empower a luchar también por una reforma migratoria. Según Empower, los inmigrantes gastan en promedio alrededor de 2,000 dólares (35,508 pesos) en cuotas y sobornos para poder cruzar desde los países vecinos a Tailandia.

Empower insiste en que legalizar la industria ayudaría incluso a las víctimas de trata, aunque a ellas no les gusta esa etiqueta. “Cuando eres víctima de trata ni siquiera tus problemas te pertenecen” dijo Hermarratanarapong, “alguien más decide todo por ti y eso no está bien”. El argumento de Empower se resume en que la explotación extrema en el negocio debe combatirse como si se tratara de cualquier otra área laboral. Para ella, las trabajadoras merecen un lugar en la misma mesa donde se discuten todos estos temas, pero no que se les exija solucionarlos. Según Hermarratanarapong, “no es nuestra labor solucionar los problemas de explotación sexual en el negocio”.

Después se puso seria y agregó: “Este trabajo no es para todos”. Me contó la historia de una amiga suya que pasó por un rompimiento difícil y como necesitaba dinero, le pidió que le consiguiera trabajo en un bar. Hermarratanarapong le dijo que lo pensara primero: “Yo soy quien soy pero tú eres tú”. Es decir, así como hay gente que está hecha para ser maestros o científicos, no todos pueden ejercer el trabajo sexual. “Necesitas muchas habilidades: ser extrovertida, buena con los idiomas y con la gente. Tienes que ser paciente y saber escuchar. El trabajo sexual es 10% sexo”.

Hermarratanarapong me dijo que no se unió a Empower para convertirse en vocera de la industria sexual. Ella sabe que tal posición tiene desventajas. Ella se unió al grupo porque estaba harta de ser juzgada; de que la etiquetaran como una “chica mala” o “miserable”. “Me parece muy injusto y frustrante ver cómo la gente me trata mi y a las otras. A mi también gusta luchar” concluyó. “El trabajo sexual es 10% sexo”.