A principios de la década pasada, sobre todo por culpa de la violencia, se desplazaron hacia Bogotá varias comunidades de indígenas Embera Katío, de Chocó, y Embera Chamí, desde Risaralda. Se ubicaron como pudieron en resguardos y en habitaciones pagadiario en barrios como La Favorita, San Bernardo y Santa Fe. Casi ninguno hablaba español y sus oportunidades laborales eran reducidas, por no decir nulas.
Para sobrevivir han tenido que lavar motos, vender dulces en chazas, ofrecer manillas en las estaciones de Transmilenio de la Autopista Norte o sencillamente pedir limosna. Su vida en Bogotá no ha sido fácil. Los mayores extrañan su tierra y su forma de vivir. Los jóvenes, acaso mejor adaptados a las dinámicas urbanas, pierden cada día más los lazos con sus costumbres.
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En un español balbuceado, Felipe, líder de los Katío, dice que está cansado de que “los tombos nos corran, de no tener plata, de perder las raíces de nuestra tierra, nuestra cultura”.
La búsqueda de alternativas laborales y las ganas de retomar sus costumbres los llevaron a crear, en 2012, el colectivo Embera Bacatá, en el que participan más de 50 miembros de la comunidad. Entre otras actividades, formaron grupos de música embera que ensayan cada semana. En esos escenarios son los jóvenes los que toman las riendas. Hay un grupo de música carranguera adaptada a su idioma. Hay una mayor de la comunidad que canta música tradicional. Hay un grupo de mujeres jóvenes que, adornadas con trenzas y vestidos coloridos, interpretan un baile típico. Emberá Bacatá es respaldado por la ONG Fairtunes, que les da talleres de música y les enseña a producir y a grabar su propio material.
Los Embera, tras meses de preparación, dieron una muestra de su proyecto el martes en A seis manos, un espacio cultural del centro de Bogotá. Pidieron apoyo y dijeron que estaban dispuestos a presentarse donde los requirieran: en fiestas, en eventos, en conciertos.
Acá las fotos que les saqué.