Ilustración: Natalia Mustafá.
El lunes de esta semana, artículos de El Espectador y El Tiempo han traído a colación el desperdicio de alimentos en el país.
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Las notas surgieron de la publicación de un estudio hecho por el Departamento de Planeación Nacional ––DNP––, y divulgado a viva voz por Simón Gaviria, su director, que asegura que en nuestro país se desperdician 9,6 millones de toneladas de comida al año, con una pérdida de 6,1 millones de toneladas de frutas y verduras y 29 mil toneladas de lácteos desechados.
El estudio, que se basó en la metodología de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se centró en identificar las etapas en las que se produce pérdida y desperdicio de alimentos, ya sea por falla de producción (las etapas de almacenamiento y procesamiento industrial) o falta de consumo de alimentos por parte de nosotros. La misma FAO, dicho sea de paso, dice que los seres humanos en el mundo generan 4.000 millones de toneladas de comida al año. La mitad, alrededor, va a dar a la basura.
El estudio determinó varias etapas en las que se desperdician esas 9,6 millones de toneladas en el país: producción agropecuaria (40,5%); poscosecha y almacenamiento (19,8%); procesamiento industrial (3,5%); distribución y retail (20,6%) y consumo en hogares (15,6%).
Esa es la realidad: todas esas toneladas se pierden mientras hay gente que muere de hambre al mismo tiempo. ¿Algo se hace? ¿Alguien quiere cambiar los factores de esta ecuación? ¿A alguien le importa? Esas fueron las preguntas que me surgieron después de leer a la prensa nacional. Salí a buscar respuestas.
Primero, en casa. Un artículo publicado en VICE en diciembre de 2015, indagaba sobre la cultura vegetariana en Bogotá. Más específicamente, sobre el freeganismo, es decir, como decía mi colega, “un estilo de vida anticonsumista que surgió en Estados Unidos a principios de los noventa y que intenta participar lo menos posible en la economía convencional, aprovechando al máximo los recursos”. Más fácil: todo lo que está en la basura y todavía se puede comer. Ese es el banquete de los freegans.
Sergio Rodríguez, de 25 años, por poner un ejemplo extraído del artículo, hace eventos como el Discosopa donde se ofrecen cenas con alimentos recolectados en plazas de mercado y hacen charlas y proyección de documentales para concientizar sobre la comida que se desperdicia en el mundo.
Tal y como quedó registrado en un especial del programa Los Informantes del canal Caracol, en Corabastos, la central mayorista de Bogotá, se reúnen en la madrugada de los domingos otros representantes del movimiento freegan, encabezados por Nicolás Duarte y Erick Pedraza, quienes se paran al lado de grandes contenedores de basura, escogen entre lo que queda, y sacan piezas perfectas para el consumo humano. La idea de ellos, dice la nota, se hace para incentivar la conciencia ambiental. No por necesidad. La gracia es usar las cosas.
A los movimientos civiles se les unen algunos supermercados. Según el encargado de frutas y verduras del Carulla de la calle 63 con carrera séptima en Bogotá, David Gómez, las frutas que pasaron el filtro y que se han magullado en el mercado las pican y las utilizan en la barra de ensaladas, porque en el estante no se venden tan fácil. “Esta que ve aquí ––toma una papaya con algunas hendiduras–– no demora en picarse y venderse en ensalada de frutas”, me dice. Según él, esa es su manera de atenuar un poco el desperdicio.
En la Olímpica, al tratar de hablar con algún encargado sobre el tema, me evadieron diciendo que ellos no tenían esa información y la persona encargada no estaba. También me sugirieron que llamara a las oficinas de la cadena y que allá de pronto tendría una respuesta a mis preguntas. Nunca contestaron.
Igual, tanto La Olímpica como Jumbo, Carulla y varias empresas de alimentos como Alquería con la fundación Cavelier Lozano, el grupo Nutresa con la fundación Nutresa, Unilever, Alpina y Quatro, entre muchos más, hacen parte de algo que se hace llamar ABACO, que, al parecer, atiende de forma más sistemática la situación.
Decidí hablar con la asociación ABACO, que dice ser la única en este país en recoger comida, y mirar si existían (o si el Gobierno sabía de alguna otra) propuestas de civiles o políticas públicas para mermar el desperdicio de comida en un país en el que hay niños muriéndose de hambre.
La Asociación de Bancos de Alimentos de Colombia, ABACO, lleva 6 años organizando los 19 bancos de alimentos que se encuentran desde hace más de una década en 18 ciudades del país (dos están en Medellín). Su objetivo: reducir las pérdidas de alimentos en Colombia y mejorar la seguridad nutricional y alimentaria de poblaciones en situación de vulnerabilidad bajo nombres como Banco Arquidiocesano de Alimentos en diferentes ciudades de Colombia
Según su directora, Ana Catalina Suárez, la “meta es rescatar alimentos y productos que todavía son aptos para el consumo humano y que, por fallas de presentación, por su estado de maduración o porque está cercano a la fecha de vencimiento las empresas no pueden comercializarlo”. Las empresas y fundaciones que trabajan con ellos se acogen a dos formas de donación: la primera es que les dejan este tipo de productos en su sede, en la calle 19A # 32-50, de Bogotá, o las amontonan en algún lugar de sus propias sedes y ABACO va a recogerlos.
Con esos alimentos se encargan de abastecer a más de 2.500 fundaciones que tienen la tarea de crear comedores públicos para madres gestantes y lactantes, primera infancia, niños en edad escolar, niños en situación de discapacidad, drogadicción, habitantes de calle, “todos grupos de vulnerabilidad”, afirma Suárez.
En los supermercados, esta necesidad es mucho más evidente, pues existe, detrás de la perfección de todos los productos que vemos en los estantes, un proceso de selección de alimentos donde, los que no cumplen los estándares estéticos y de vencimiento, son dejados de lado.
Según Carolina Lorduy, directora ejecutiva de la Cámara de Alimentos de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (ANDI), “aparte de ABACO, no hay otras iniciativas similares”, para disminuir el desperdicio.
Iniciativas como las civiles, como la de ABACO o como las de políticas internas de los supermercados, aportan de alguna u otra manera a atenuar el problema. Por eso, podríamos decir que en nuestro país algo sí se hace.
El problema es que, sumando y restando, no alcanza a ser suficiente. Nos falta.