Evelin López, de 21 años, sostiene una foto de su padre, Edgar López, quien fue asesinado en México tratando de regresar con su familia en Estados Unidos.
Evelin López, de 21 años, sostiene una foto de su padre, Edgar López, quien fue masacrado en México tratando de regresar con su familia en Estados Unidos. (Foto: Jika González / VICE World News)
Actualidad

Deportado a su muerte

Tratando de regresar a su casa en Misisipi, fue asesinado en una masacre en la frontera.
DS
traducido por Daniela Silva
LC
traducido por Laura Castro
ÁG
traducido por Álvaro García

Artículo publicado originalmente por VICE WORLD NEWS.

CARTHAGE, Misisipi - Eran las 7:10 a. m. y Edgar López estaba saliendo del turno nocturno de la planta procesadora de pollo donde trabajaba, cuando decenas de agentes de inmigración inundaron el estacionamiento, estableciendo un cerco alrededor de la enorme fábrica.

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"Algo está pasando. Ya entraron. La migración está aquí", le dijo apresuradamente a su esposa por teléfono. Luego se cortó la llamada. 

Los oficiales esposaron a López con cinchos, lo subieron a un camión y lo llevaron a un hangar de aviones de la Guardia Nacional para procesarlo. La redada había sido planeada buscando el máximo impacto: los agentes detuvieron tanto a los trabajadores indocumentados que salían del turno de la noche, como a los que iban entrando. En esa esa mañana de agosto de 2019, cerca de 700 trabajadores sin documentos fueron arrestados en siete plantas procesadoras de pollo en Misisipi, en una de las redadas migratorias más grandes en la historia de Estados Unidos. 

Un año y medio después, el 22 de enero, López terminaría acribillado y calcinado en la parte trasera de una pickup junto con otras 18 personas, a solo 22 kilómetros al sur de la frontera con Estados Unidos. A sus 49 años, López, padre de tres hijos y abuelo de cuatro nietos, estaba tratando de regresar a su casa en Misisipi luego de haber sido deportado a Guatemala. 

Los cadáveres de las víctimas, incluidos los de otros 15 guatemaltecos, estaban tan incinerados que fueron necesarias pruebas de ADN para identificarlos. Doce policías mexicanos, tres de los cuales habían recibido capacitación a través de un programa del Departamento de Estado de Estados Unidos, fueron acusados ​​de la brutal masacre.

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“Ahora está muerto, pero para mí murió cuando lo agarraron”, dijo Sonia Cardona, la esposa de López. "Nunca regresó".

Las redadas en las procesadoras de pollo en Misisipi fueron el apogeo de la "tolerancia cero" que el expresidente Donald Trump tuvo hacia los inmigrantes indocumentados. Casi dos años después, los efectos de estas retumban por Estados Unidos, México y Guatemala. Las deportaciones masivas, a su vez, ayudan a alimentar la economía brutalmente violenta del tráfico y la extorsión de migrantes.

El presidente Joe Biden ha prometido transformar las políticas migratorias, y proporcionar un camino a la ciudadanía para los millones de indocumentados. Pero resolver el problema de este ciclo de la migración ilegal y perseguir las redes de tráfico requeriría una nueva concepción fundamental de las políticas e instituciones estadounidenses.

Ninguna reforma podrá revertir el daño causado a la familia López y a decenas de personas en Carthage cuyos familiares fueron deportados en las redadas. “Ese día la gente estaba gritando por sus familias, los niños llorando por sus papás. Eso nunca se va a olvidar,” dijo Cardona. "Fue nuestro 11 de septiembre".

Una vida en Misisipi

López se dedicaba con devoción a dos cosas: a su familia y a la iglesia. Pero su vida giraba en torno a las plantas procesadoras de pollo.

Durante 22 años, López trabajó en plantas alrededor de Carthage, a 80 kilómetros de Jackson, Misisipi, primero como conserje y luego como mecánico. En el momento de las redadas, trabajaba en el turno de la noche en Peco Foods, uno de los productores avícolas más grandes del país, con plantas, fábricas y criaderos repartidos por todo el sur de Estados Unidos.

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Peco Foods, la planta procesadora de pollo en Sebastopol, Misisipi, donde López trabajaba como mecánico. (Foto: Jika González / VICE World News)

Peco Foods, la planta procesadora de pollo en Sebastopol, Misisipi, donde López trabajaba como mecánico. (Foto: Jika González / VICE World News)

López arreglaba la maquinaria, desde las bandas que transportan las aves vivas hasta las básculas que pesan a los animales sacrificados y deshuesados. Su esposa trabajaba en el turno de la mañana en otra planta de Peco, colgando pollos para prepararlos para el matadero. Su hija Evelin, de 21 años, trabajaba en una tercera planta como secretaria. 

"Era un padre increíble", dijo Evelin. "Siempre fue la clase de persona que llamaba todos los días para asegurarse de que yo y mis hermanos estuviéramos bien".

La hija mayor de la pareja, Jennifer, tiene 24 años, y el hijo, Darby, apenas tiene 11.

La familia vive en una casa de tres habitaciones con grandes ventanas en una calle tranquila de Carthage, a una cuadra de McDonald's y Burger King, y a cinco minutos en coche de la Iglesia Católica de Santa Ana. Es una casa de familia: Cochecitos de juguete abandonados por el jardín, botas de niño tiradas en la entrada de la cocina y arriba del refrigerador varios cereales típicos de Estados Unidos como Honey Roasted Oats, Corn Flakes y Trix.

Si López no estaba con la familia o en el trabajo, generalmente estaba en la iglesia. Sin falta, los fines de semana asistía a misas y sesiones de oración; y también era un líder, organizando a grupos de jóvenes y bodas colectivas. Él y su esposa fueron padrinos de 10 niños. Cada Navidad, López y su mejor amigo asaban venado y las dos familias celebraban juntas.

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“Es la clase de vecino que me gustaría tener junto a mi casa. Es la clase de vecino que todos queremos”, diría después el juez federal Carlton Reeves durante la audiencia de sentencia de López.

Pero ser el vecino perfecto no fue suficiente.  

Después de las redadas de 2019, cerca de la mitad de los 680 trabajadores arrestados fueron liberados rápidamente, con la condición de que tuvieran familia en Estados Unidos y no tuvieran antecedentes penales. Pero López permaneció detenido porque había sido deportado 22 años atrás en otra redada en otra procesadora de pollo, y había regresado a Estados Unidos unos meses después. Por esto podría ser procesado a nivel federal.

López no estaba acostumbrado a estar en la cárcel y se deterioró rápidamente. Durante su primera audiencia, le dijo a una jueza que los trabajadores detenidos estaban siendo privados de sueño y comida. Una declaración breve pero valiente: Fue el único acusado que habló en la audiencia.

La misma jueza, más adelante, determinaría que no había riesgo en que López se quedara en libertad mientras esperaba su juicio penal por reingresar ilegalmente al país. Su familia pagó una fianza de 10 mil dólares.

Pero antes de que su abogado de oficio pudiera ir por él, el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) ya lo había transferido a un centro privado de detención de inmigrantes en Luisiana, a tres horas manejando desde Carthage. Es una táctica que ICE usa con frecuencia: solicitar a las autoridades locales que retengan a los inmigrantes indocumentados y luego moverlos rápidamente a un centro de detención federal para que la agencia tenga la última palabra sobre si son liberados o no.

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Sonia Cardona en su casa de Carthage, MS. Llevaba 24 años con Edgar López. (Foto: Jika González / VICE World News)

Sonia Cardona en su casa de Carthage, MS. Llevaba 24 años con Edgar López. (Foto: Jika González / VICE World News)

López trataba de mantenerse animado. Le pidió a su hija que le enviara una Biblia. Comenzó un grupo de oración con otros hombres detenidos y llamaba a diario a su familia. “Siempre me decía que no podía comer porque pensaba en la familia y en estar en esas cuatro paredes sin poder hacer las cosas que usualmente haría”, recuerda Evelin.

En noviembre, luego de tres meses tras las rejas, López decidió declararse culpable de reingresar ilegalmente al país en 1998, abriendo el camino para su deportación.

Fue una decisión desgarradora: significaba dejar atrás su vida y su familia en Carthage sin ninguna garantía de volver a verla. Pero la posibilidad de ir a juicio y convencer a un jurado era mínima y, si perdía, tendría que pasar más tiempo tras las rejas antes de ser deportado.

“Sé que no tengo derechos en este país. Pero ante Dios sí tengo derechos”

“Sé que no tengo derechos en este país. Pero ante Dios sí tengo derechos”, dijo López entre lágrimas en su audiencia de sentencia. "Y agradezco a Dios por darme la oportunidad de estar en este país".

Darby, su hijo, lloró durante todo el proceso en la corte. Todos sabían el resultado.  

“Este es el caso más vergonzoso y triste con el que me he enfrentado”, dijo a la corte Brad Mills, su abogado de oficio. "No es un pecado, pero debería serlo".

Incluso el juez federal encargado de la sentencia parecía estar de acuerdo. “Agradezco el amor que ha demostrado hoy por mi país”, dijo el juez Reeves, dirigiéndose directamente a López. “Y me duele ver lo que esta gran nación le está haciendo en este momento”. 

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Reeves condenó a López a un día en prisión, lo que significa que había cumplido su condena por reingreso ilegal. Pero ICE lo mantuvo bajo custodia. Pasaría los siguientes ocho meses siendo trasladado varias veces entre Misisipi y Luisiana y al menos en cuatro centros de detención mientras el COVID-19 arrasaba con las cárceles y prisiones de todo el país. 

En julio de 2020, 11 meses después de haber sido arrestado en las redadas, López fue finalmente deportado a Guatemala. 

De Comitancillo a Carthage

En la casa de la infancia de López en Comitancillo, un pequeño pueblo indígena ubicado entre montañas a un par de horas de la frontera sur mexicana, lo nuevo y lo antiguo chocan y coexisten en todos los sentidos: Motociclistas avanzan entre carretas tiradas por caballos; hombres arrastran cerdos por la calle para matarlos al lado de una tienda de café; la electricidad es escasa en los hogares, pero los teléfonos celulares son comunes.

Pero, sobre todo, la pobreza es un hecho fundamental de la vida. Muchas familias viven en casas de una sola habitación, levantadas con ladrillo sobre pisos de tierra. En ellas, hay camas apiñadas en cada rincón, y toda una familia, con frecuencia de 8 o 10 miembros, duerme apretada por la noche. El pueblo está abrazado por colinas verdes, pero la comida es escasa y el arroz y los frijoles son la dieta básica. Dos tercios de los niños de Comitancillo sufren desnutrición y muchos mueren de hambre cada año.

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Tan notorias como la pobreza son las nuevas casas de concreto y varilla que se erigen en cada esquina, construidas con dinero enviado desde Estados Unidos. Gran parte de quienes migran acá llegan a Misisipi.

En la mañana de un día de mercado en Comitancillo, los residentes hacen fila desde temprano para reclamar las remesas enviadas por sus familiares en Estados Unidos. (Foto: Guillermo Álvarez / VICE World News)

En la mañana de un día de mercado en Comitancillo, los residentes hacen fila desde temprano para reclamar las remesas enviadas por sus familiares en Estados Unidos. (Foto: Guillermo Álvarez / VICE World News)

López fue uno de los primeros guatemaltecos en establecerse en Carthage, una ciudad de 5 mil personas acentuada por cadenas de comida como McDonald's y tiendas Wal-Mart, y parte de una constelación de ciudades con plantas procesadoras de pollo y mano de obra migrante. Poco después de llegar, López convenció a su novia, ahora esposa, para que se viniera con él.

Hoy en día, 15 por ciento de la población de Carthage es latina, y casi todos son de Comitancillo, Guatemala.

Los orígenes de esta inusual conexión se remontan a un fortuito encuentro en una gasolinera de Florida en 1994, cuando una mujer le dijo a un grupo de guatemaltecos recién llegado que había trabajo en las procesadoras de pollo de Misisipi. Entonces, el grupo se dirigió a Carthage y luego le hablaron de ello a sus familiares y amigos en Comitancillo. Los jefes de las procesadoras estaban tan desesperados por mano de obra que ofrecían un bono de 300 dólares por cada persona que un empleado recomendara. López llegó tres años después, en 1997.

Trabajar en las plantas ofrecía a los inmigrantes estabilidad y un ingreso suficiente como para poder enviar dinero a sus familias. Pero vivir en Misisipi, en el Sur, también significaba vivir con la constante amenaza de ser deportados. Las detenciones y los arrestos eran cotidianos. Los agentes de ICE acudían con frecuencia a las procesadoras de pollo buscando a personas específicas. Algunos agentes llegaban incluso a conocer las caras de los inmigrantes indocumentados, dijo un residente indocumentado que ha vivido en Carthage por largo tiempo.

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Si bien las redadas eran poco frecuentes, ocurrían. En 2008, con el presidente George W. Bush, agentes de inmigración arrestaron a casi 600 trabajadores después de una redada masiva en una planta manufacturera a unas dos horas al sur de Carthage. El presidente Barack Obama detuvo en su mayoría las redadas masivas en fábricas y oficinas y, en lugar de eso, priorizó la deportación de personas con antecedentes penales y de inmigrantes no autorizados recién capturados cerca de la frontera, lo que le trajo el apodo de "deportador en jefe".

Luego llegó Trump, quien llamó a los mexicanos "violadores" durante su campaña presidencial y pugnó por una política de inmigración de tolerancia cero como eje de su administración. Cada día traía consigo la amenaza de una redada. Pero el sustento de la gente dependía de las procesadoras de pollo y no tenían más remedio que seguir yendo a trabajar. Aunque estaban asustados, nada los preparó para el 7 de agosto de 2019, fecha que coincidió con el primer día de clases en las escuelas.

“El sueño de ayudar a nuestras familias se fue a la basura en ese momento", dijo Salvador Salvador, amigo de la familia López y residente de Carthage desde hace mucho tiempo.

"Voy a luchar para llegar a ti"

De regreso en Guatemala, país del que había salido 22 años atrás, López intentó, como siempre, sacar lo mejor de una situación terrible. Pasaba horas en la iglesia local —que ayudó a construir con dinero que envió mientras estaba en Estados Unidos— y daba paseos por el campo. Cuidaba a su padre de 94 años y llamaba a sus hijos y esposa al menos una vez al día, sino más.

Sabiendo los peligros de intentar ingresar a Estados Unidos sin papeles, la idea de intentar de nuevo lo aterraba. “Tenía miedo de volver a pasar por el mismo proceso: ser deportado o estar en la cárcel por mucho tiempo”, dijo Evelin, su hija. 

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Quería que su esposa regresara a Comitancillo, pero ella lo dudaba.

López y Cardona se casaron en Carthage. Una figura de novios, el recuerdo del día de su boda, se encuentra en la sala de la familia. (Foto: Jika González / VICE World News)

López y Cardona se casaron en Carthage. Una figura de novios, el recuerdo del día de su boda, se encuentra en la sala de la familia. (Foto: Jika González / VICE World News)

En enero, siete meses después de ser deportado, la necesidad de ver a su familia superó al miedo. Extrañaba especialmente a su hijo, quien aún no llegaba a la adolescencia. "Las dos ya están grandes, ellas pueden cuidarse, pero lo que más duele es el niño, que es mi único hijo", le decía a su esposa por teléfono. “Voy a llegar. Voy a luchar para llegar allá".

Cruzar México es más peligroso desde la última vez que López lo intentó, a fines de la década de 1990. Bajo la presión de Estados Unidos, el país persigue a los migrantes que intentan atravesarlo, incluso a las caravanas masivas de personas que viajan juntas buscando más seguridad. Pero esto no ha detenido los flujos migratorios. Por el contrario, el endurecimiento de las medidas solo ha hecho que los migrantes dependan más de los coyotes, o traficantes de personas, que los explotan pero a la vez son su última salvación.

Los coyotes — o guías, como se les dice en Guatemala — de este viaje son bien conocidos tanto en Comitancillo como en Carthage, y también estaban bien conectados. David Coronado era el jefe, según funcionarios del gobierno del pueblo y familiares de varias víctimas. Intentó sin éxito ser alcalde de Comitancillo en 2019, como candidato por "Fuerza", un pequeño partido conservador de derecha.

El hermano de David Coronado, Ramiro, fue alcalde de Comitancillo de 2012 a 2016. Coronado dirigía el negocio de tráfico de personas con su hijo, Adan, quien también incursionó en el gobierno. Durante la administración de su tío Ramiro, Adán estuvo un tiempo en la oficina local del Ministerio de Protección Social del país, a cargo de administrar las transferencias de efectivo y alimentos a los residentes más pobres del pueblo. 

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No está claro cuándo los Coronado comenzaron a llevar a migrantes a Estados Unidos. Lo que se sabe es que por lo menos desde 2018, Adán comenzó a publicar fotos en Facebook donde hablaba de "viajes exprés", con imágenes de banderas guatemaltecas, mexicanas y estadounidenses, según dos guatemaltecos que residen en Carthage, quienes dijeron que era una clara estrategia publicitaria para dar a conocer su negocio como coyotes.

El precio del viaje era de alrededor de 14 mil dólares. Esto es el doble de lo costaba hace 10 años, lo cual refleja un aumento en los sobornos para los funcionarios mexicanos y los cobros que hacen los carteles para permitir que los migrantes pasen por el territorio que controlan, así como una creciente dificultad para cruzar a los inmigrantes debido a un mayor número de agentes de inmigración en la frontera de Estados Unidos. 

Los Coronado pidieron al menos 2 mil dólares por adelantado. Los migrantes darían el resto del pago después de llegar a Estados Unidos, una cantidad de dinero que está mucho más allá del alcance de la mayoría de las familias de Comitancillo. Por eso muchos migrantes piden prestado dinero a los bancos locales a una tasa de interés mensual del 12 por ciento, dejando la casa y la tierra de su familia como garantía. Para cuando pagan el préstamo, por lo regular el precio se ha duplicado.

Al ser contactado por VICE World News, Coronado rechazó airadamente la afirmación de que él o su hijo trabajaran como coyotes. "Soy una víctima", sollozó, antes de acusar a VICE de intentar extorsionarlo y colgar el teléfono.

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El último mensaje de texto

El 12 de enero, el segundo martes del mes, López se unió a un grupo de migrantes con dirección al norte. Junto a él viajaban al menos otras 12 personas de la zona, la mayoría adolescentes o en sus 20 años. A varios los llevaron sus padres, como si se fueran a dejarlos a la escuela. Al menos seis viajaban pensando en reunirse con familiares en Carthage.

A la mañana siguiente, a las 3 a. m., el grupo se apiñó en dos camionetas SUV y se dirigieron hacia México. Llevaban mochilas con una muda de ropa, pero no llevaban comida. Los coyotes se encargarían de esto.

Durante el viaje, López llamó y envió mensajes de texto a su esposa e hijos: que hacía frío por donde caminaba, que era un día hermoso. Otros integrantes del grupo contactaron a sus familias desde Tuxtla, Puebla y San Luis Potosí, en su camino al norte.

Estando cerca de la frontera con Estados Unidos, López llamó a su esposa en video. Dijo que sus dos hijas ya eran mayores, pero que por favor cuidaran a su hijo de 11 años. “No es la misma voz que tenía él. Sonaba muy suave”, dijo Cardona.

López tejió una pulsera para su esposa cuando estaba detenido, después de su arresto en las redadas de agosto de 2019. (Foto: Jika González / VICE World News)

López tejió una pulsera para su esposa cuando estaba detenido, después de su arresto en las redadas de agosto de 2019. (Foto: Jika González / VICE World News)

La mañana de la masacre, el 22 de enero, López envió un mensaje de texto a su hija Evelin poco después de las 7 a. m. para decirle que estaba cerca del Río Bravo. “¿En dónde?”, le preguntó Evelin. Pero nunca respondió. Fue la última vez que supo de él.

Una o dos horas después, el grupo con el que viajaba López tuvo problemas. Atravesaban una de las partes más violentas de Tamaulipas, el estado más peligroso de México y escenario de sangrientas batallas por el control de la región entre el Cártel del Golfo y el Cártel del Noreste, una rama del ahora desaparecido Cártel de los Zetas.

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Los cuerpos carbonizados fueron hallados en una camioneta pickup en Santa Anita, Tamaulipas: los 13 guatemaltecos de Comitancillo, tres provenientes de otra parte de Guatemala, una persona no identificada y dos mexicanos, que se cree eran miembros del cártel que transportaba a los migrantes. Entre las víctimas estaba Adán, el coyote. Su padre, David Coronado, llamó a algunas de las familias de las víctimas para decirles que sus seres queridos habían muerto.

Doce policías mexicanos han sido acusados ​​de homicidio y otros delitos por la masacre, pero hay tantas preguntas como respuestas. Una de las teorías señala que los oficiales dispararon contra el grupo pensando que eran miembros de un cártel y, tras darse cuenta de su error, los mataron a todos y calcinaron sus cuerpos para ocultar la evidencia. Otra es que estaban trabajando para uno de los cárteles y acribillaron al grupo en un esfuerzo por perjudicar a sus rivales y arrebatarles el control de la región.

El fiscal general del estado de Tamaulipas dijo que la evidencia muestra una alteración en la escena del crimen —no se encontraron casquillos ni municiones— aunque la pickup que transportaba los cuerpos tenía 113 impactos. El fiscal también alegó discrepancias entre las declaraciones de los policías y los primeros reportes presentados después de llegar al lugar.

Tres de los oficiales acusados ​​habían “recibido adiestramiento básico y/o entrenamiento de supervisión de primera línea” a través de la Oficina de Asuntos Internacionales contra el Narcotráfico y Aplicación de la Ley del Departamento de Estado de Estados Unidos, según la embajada en México. Según la agencia, su objetivo es “mantener seguros a los estadounidenses mediante la lucha contra el crimen, las drogas ilegales y la inestabilidad en el extranjero”.

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“La capacitación de estas personas se llevó a cabo en 2016 y 2017. Habían cumplido plenamente con el proceso de veto de la Ley Leahy”, dijo la embajada, refiriéndose a una ley que prohíbe la ayuda de Estados Unidos a agentes de seguridad que hayan violado derechos humanos.

La masacre fue recibida con una mezcla de indignación y costumbre en México, donde actos de violencia atroces se han vuelto comunes y la corrupción policial es el pan de cada día. En 2010, en uno de los casos más conocidos, un grupo criminal sacó de autobuses a 72 migrantes que intentaban llegar a Estados Unidos y los asesinó. La policía mexicana ayudó al cártel de los Zetas a llevar a cabo la masacre, según la oficina del fiscal general de México.

‘No tengo palabras’

En Carthage, las huellas —y la ausencia— de López están por todas partes: en una pequeña figura recordando el día de su boda, en un brazalete que él le tejió a su esposa mientras estaba detenido, en las fotos de la familia colgando de las paredes. Hace poco, un hombre vino a la casa de López para cortar el pasto del jardín. El nieto de López, de cuatro años, corrió hacia la puerta, pensando por error que era su abuelo.

La familia ha montado un altar en la sala, con una foto grande y varias velas, que se han ido consumiendo con rapidez; tal vez es una señal, dijo Evelin, de que su alma no está en reposo.

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En el año y medio transcurrido desde la redada, López se ha perdido grandes eventos de la vida familiar. Evelin se casó cuando él estaba detenido y no pudo acompañarla camino al altar. En cambio, la llamó desde el centro de detención para felicitarla. Evelin también tuvo una segunda hija y López estaba desesperado por conocerla. Tampoco podrá estar para la graduación de su hijo de la secundaria.

Pero lo más difícil, dice Evelin, es esperar la llamada diaria que no llega. Ella intenta ser fuerte por su madre y sus hijos, pero cuando está sola, las lágrimas llegan sin control.

“Toda la crueldad que sufrió en Estados Unidos; es difícil para mí pensar en lo que vivió cuando le dispararon y lo calcinaron. No tengo palabras para explicarlo ni para expresarme”.

La familia de López no es la única en duelo. La conexión entre Comitancillo y Carthage es tan profunda que al día siguiente de conocerse la noticia de la masacre, un profesor de secundaria en Carthage recibió mensajes de tres de sus alumnos: habían asesinado a sus familiares y necesitaban más tiempo para entregar sus tareas.

López fue uno de los primeros guatemaltecos en asentarse en Carthage, una ciudad de 5 mil personas y una población creciente de guatemaltecos. (Foto: Jika González / VICE World News)

López fue uno de los primeros guatemaltecos en asentarse en Carthage, una ciudad de 5 mil personas y una población creciente de guatemaltecos. (Foto: Jika González / VICE World News)

En Comitancillo, a los familiares de las víctimas les cuesta encontrar sentido en lo sucedido y se preguntan cómo saldar el préstamo que pidieron para pagar a los coyotes.

Y las redadas que ocasionaron todo han dejado un camino de destrucción, sobre todo para los trabajadores indocumentados. Más de 230 fueron deportados.

ICE defendió la operación y dijo que “la estrategia de detención en lugares de trabajo prioriza el enjuiciamiento penal de los empleadores que contratan deliberadamente trabajadores ilegales”.

Pero ninguna de las cinco procesadoras de pollo donde se llevaron a cabo las redadas ha sido acusada o multada. Solo dos gerentes de nivel medio y dos empleados de recursos humanos han sido imputados. El gobierno federal los acusa ​​de contratar a un total de 16 trabajadores indocumentados y, en algunos casos, ayudarlos a falsificar documentos, según documentos judiciales. Ninguno ha sido enjuiciado.

“Siempre hemos utilizado el programa de verificación electrónica del gobierno, que confronta la información de los empleados nuevos con los registros de la Administración del Seguro Social y del Departamento de Seguridad Nacional para verificar que cumplan con todas las leyes”, dijo en un comunicado Peco Foods, la compañía donde trabajaba López. “Nuestra dedicación a nuestro personal significa crear el mejor ambiente de trabajo posible, brindándoles la capacitación, las herramientas, las oportunidades y los salarios competitivos necesarios para promover su desarrollo”.

“Quería volver a ver a su familia, pero no pudo”

Las plantas procesadoras de pollo cerca de Carthage continúan llenando sus filas con trabajadores indocumentados. VICE World News habló con cuatro de ellos que ganan entre 14 y 17 dólares la hora, colgando hasta 45 pollos por minuto en una cinta transportadora para ser decapitados. Ahora están contratados mediante un subcontratista.

Para la familia de López la posibilidad de cerrar este capítulo aún está muy lejos, si es que alguna vez llega.

Sus restos aún esperan en la oficina de un médico forense en México, junto con los de otras 15 víctimas de Guatemala. Funcionarios mexicanos y guatemaltecos se han comprometido a acelerar el regreso a sus familias. Pero la familia de López no se ha enterado de ningún detalle. Lo poco que saben viene de redes sociales.

Una cosa es cierta. Cardona no podrá ir al entierro. No puede viajar a Guatemala porque es indocumentada. Pero espera que la mitad de sus cenizas puedan ser devueltas a Carthage: a sus hijos y nietos, a ella.

“Quería volver a ver a su familia, pero no pudo”, dijo.