En algunos casos se han usado nombres ficticios para proteger la identidad de los aludidos.
Recientemente, el comisario independiente en materia de esclavitud Kevin Hyland publicó un informe en el que se revelaba que la cifra actual de personas víctimas de la esclavitud en el Reino Unido asciende a aproximadamente 13.000. A lo largo de todos los años que he pasado dando clases en prisiones, he conocido a hombres que cumplían condena por asesinato, violencia de género o robo a mano armada, pero nunca me había encontrado con un esclavista. El día que conocí a Stan, un hombre de mediana edad procedente de una familia de viajeros, me encontraba trabajando en la unidad especial para presos con un grado de alfabetización muy limitado o nulo. Stan mostraba inquietudes y aprendía con rapidez, aunque pronto empecé a sospechar que su comprensión lectora era superior a lo que dejaba entrever y que posiblemente se servía de mis clases para dar una imagen de ciudadano modélico. El tercer día de clase, me explicó que estaba cumpliendo condena por una falsa acusación de crueldad animal. Al día siguiente cambió su versión y me empezó a hablar de una pelea con un ganadero vengativo. No me tragué ninguna de las dos historias.
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Varias semanas después, me enteré de que Stan estaba en prisión porque se le habían imputado cargos de esclavitud moderna. Quedé conmocionado; ni siquiera se me había pasado por la cabeza esa posibilidad. Tras leer el informe de Kevin Hyland, y perplejo ante la idea de que en la actualidad la esclavitud siguiera siendo una realidad en el Reino Unido, decidí contactar con Stan para ver si le apetecía que nos sentáramos a charlar.
De pie frente a la puerta de su celda, Stan me ofrece una galleta y una taza de té, que me veo obligado a rechazar amablemente para no quebrantar la normativa del centro. Pienso que no tiene mucho sentido que me ande por las ramas, así que le pregunto sin rodeos qué hacían todos aquellos hombres viviendo en cobertizos en los terrenos de su propiedad. “Recogimos a esas personas hambrientas de la calle y les dimos comida y un techo”, fue su respuesta. “Uno de ellos, Jonesy, pesaba 57 kilos cuando lo recogimos. Parecía una tabla de planchar. Un mes después vino a casa a decirme que hacía años que no se sentía tan bien. A ver, no es Hulk Hogan, pero se acerca bastante. Me dio las gracias con lágrimas en los ojos y todo. Luego me dijo que le habría gustado que su familia le hubiera tratado tan bien como lo habíamos tratado nosotros. Le dieron la patada porque esnifaba pegamento. Nosotros no somos así; nosotros cuidamos a las personas”.
Sin embargo, tanto la policía como el tribunal tenían un punto de vista distinto, le dije. “Pregúntale si se sentía maltratado o retenido contra su voluntad. Estuvo seis meses con nosotros antes de que llegaran los cerdos”, argumenta. “No quiero ni pensar dónde estará ahora; sin casa y pasando frío, seguramente. Esa no es forma de vivir; no es una vida digna”.
No cabe duda de que Stan es un hombre carismático. En mi familia hay sangre romaní, por lo que reconocí enseguida su facilidad para contar historias. Pero había leído los detalles del caso (los hombres dormían en cobertizos infestados de ratas y mal acondicionados, sin acceso a un teléfono ni a corriente eléctrica, y sin cobrar nada por su trabajo debido a unos supuestos costes de “alojamiento y manutención”) y no pude evitar seguir presionándolo para que me contara la verdad. Le pregunté por un individuo concreto, un hombre entrado en los treinta que según la fiscalía tenía graves problemas de aprendizaje y que aseguraba no haber recibido nunca dinero y haber pasado periodos de más de 24 horas sin comer nada.
“Gilipolleces. Todo eso eran sus padres, que fingían que era un poco lento de coco y que no sabía lo que hacía. Curraba mucho todos los días. Pero no todo el mundo puede ser ingeniero aeronáutico… o profesor”, dice Stan, con una sonrisa. “Trabajaba una jornada y le dábamos un techo bajo el que dormir. La vida no es tan complicada como la gente pretende hacerla. Se puede vivir feliz y de forma sencilla”.
Y ¿qué hay de las acusaciones, respaldadas por varios testigos, de que no se les daba de comer y de que muchos de ellos sufrían malnutrición y enfermedades asociadas a esta?
“Si querían salir y comer algo, no había ningún problema. Nosotros no impedíamos a esos hombres que hicieran su vida, a diferencia de aquí. Lo que no iba a hacer mi señora es ponerse a prepararles un té si luego nadie se lo tomaba. Mira, esto de aquí [la cárcel] sí que es esclavitud; nosotros somos los esclavos de esta gentuza. Es un escándalo que me acusen de esclavista cuando ves cómo están las cosas aquí dentro”.
Puede que Stan tenga razón en cuanto a las condiciones de vida en prisión, pero no dejaba de ser un intento descarado de desviar la atención. No es fácil pillar a Stan en un renuncio: cuando se ve presionado, consigue evadir hábilmente las preguntas más comprometedoras sin romper el ritmo de la conversación. Por si eso no fuera poco, otros internos amigos de Stan han empezado a reunirse en torno a nosotros. Uno de los presentes es su hijo, Robbie, que cumple su primera condena de varias semanas por delitos de daño y no duda en salir en defensa de su padre, que lo mira fijamente y asiente con la cabeza.
“Todos los chicos que había en nuestro terreno podrían haberse ido y no lo hicieron. No te quedas en un sitio si no te gusta”, adujo Robbie. Le pregunté cómo iban los hombres hasta un pub que se encontraba a varios kilómetros de su casa a comer o a tomar unas cervezas, como había señalado Stan. “Pues no sé, era cosa suya. Andando, supongo”. Si alguno de ellos hubiera querido irse, ¿le habrían llevado en coche a la ciudad, donde habría podido coger un autobús de vuelta a casa? “Nadie lo pidió nunca”, contesta Robbie, cuyo semblante se había vuelto sombrío, sin rastro de la sonrisa que lucía antes. Bien.
Stan suelta una carcajada mientras rodea con el brazo la espalda de Robbie y lo aprieta contra sí, en un tosco abrazo. “Este muchacho sabe lo que se dice”, dice con una sonrisa orgullosa. A Stan le encanta ser el centro de atención y percibe que estoy perdiendo la paciencia. Le explica a Robbie que desde que está en prisión ha aprendido a leer, exagerando ridículamente mi contribución a su logro. Me lanza una mirada cómplice acompañada de un guiño y me agradece que haya escuchado su parte de la historia. Le pregunto si en algún momento ha considerado sus actos inmorales o éticamente cuestionables. “Yo les dije directamente lo que había, ellos lo sabían y aceptaron encantados”. Pero eso simplemente no es verdad, le digo. “Nunca te creas lo que lees”, espeta. “Todo mentiras escritas por cabrones que tienen tanto que esconder como el que más”, dice mientras se da la vuelta y regresa a su celda, cerrando la puerta tras de sí.
Traducción por Mario Abad.