Fotos por Kostis Fokas.
Llegué a Landmark Forum con Lucy. “Fuertes sensaciones garantizadas”, dijo ella mientras entrábamos. “Un orgasmo en grupo”. Lo último que me rogó hacer con ella era la hidroterapia de colon. Ella fingió olvidar que yo ganaba más dinero que ella e insistiió en pagar.
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Firmamos un permiso prometiendo no presentar demandas si sufríamos episodios psicóticos. No se nos permitía llevar teléfonos, comida, ni Tylenol.
Sus pantalones de piel veganos y sus joyas anunciaron nuestra entrada al sótano. Lucy conocía al voluntario de la iglesia Agape, donde practicaban el agnosticismo. “Me siento honrado”, nos dijo él, dándonos la bienvenida.
El líder se puso de pie frente a las sillas plegables y habló con una expresión auténtica, menospreciando cada elección que habíamos hecho hasta nuestra decisión de asistir a su foro. Llevaba dentadura postiza. Nos garantizó que podríamos reconfigurar nuestro cerebro durante el fin de semana. El resto de estudiantes estaban eufóricos. Nos vendaron los ojos y nos pidieron evocar nuestra experiencia más aterradora de la niñez hasta que hiperventiláramos. Luego teníamos que vincular nuestro pasado con nuestro presente al llamar a las personas con las que estábamos incompletos.
Yo había venido con Lucy porque no me quería quedar sola en casa todo el fin de semana. Había un hombre que vivía en el patio. Su nombre era George. Yo lo había conocido en una reunión de Alcohólicos Anónimos en el ático de un bar en Sunset. Cuando se puso de pie para dar su testimonio, dijo que estaba viviendo en la lavandería de un edificio de apartamentos cercano. La puerta estaba en el garaje y metía una moneda en la cerradura para mantenerla abierta. Las personas del edificio asumieron que él era un inquilino, alguien de un piso diferente. Él me escuchó decir que no había papel en el baño de las mujeres, y me trajo papel higiénico del baño de hombres. Dijo que pintó caballitos de carrusel. Acarició la punta de mi cabello sobre mis ojos, como un pincel. Dijo que sabía dónde vivía yo. Pocas semanas después, lo vi durmiendo en el patio de mi edificio. Yo estaba en la planta baja. Él estaba en un silla de jardín. El sol de la tarde blanqueaba la piscina. Empecé a verlo más a menudo.
Él siempre sonreía y decía, “Hola, Heather”. Sospeché que había encontrado una manera de entrar a mi apartamento. Cosas pequeñas: un pomelo que rodó debajo de la mesa de café. La puerta tembló. La luz del pasillo estaba encendida de nuevo por la mañana. Dejé bocadillos para él en el plato del perro que la policía de Los Ángeles me había aconsejado dejar a la vista. Él había usado la manguera de jardín y un poco de sombra. Coloqué mi cabecera contra las puertas francesas que daban a la terraza. Algunos le podrían haber llamado síndrome de Estocolmo. Como guionista de televisión, lo llamé investigación para escribir mejores escenas de miedo.
Pero ahora aquí estaba en Landmark, mirando a un hombre agitando las manos unidas hacia el líder. Había sido capaz de ir más allá de sus límites actuales y su hijo, que se había distanciado en el pasado, lo había perdonado. “Es un milagro”, exclamó. “Yo solo dije las cosas que me dijiste que dijera”.
Aplaudimos al líder.
Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer. Quería llamar a sus violadores. Tenía una especie de frenillo. El líder la convenció de admitir su responsabilidad. Yo quería decirle que no llamara. Iba a hablar con ella durante el descanso, pero me puse en la fila del agua. Cuando pasó junto a mí, no quise abandonar mi puesto.
En el descanso para comer, nuestros tenedores apuñalaron tomates cherry y lechuga en platos de papel.
“Ahora sabes lo que se siente estar encerrado entre escritores”, le dije a Lucy. “No voy a perder el resto de mi fin de semana. Tengo que terminar mi guión”.
“Te resistes a todo”, dijo, “incluso a tus pastillas para dormir. Eso es lo que mi terapeuta dice de ti”.
Yo podría decirle lo que dijo mi terapeuta sobre ella o cómo, antes de sus citas, le hacía halagos para que se sintiera culpable cuando me insultara durante su sesión.
En la siguiente parte, el líder dibujó dos círculos en el pizarrón. Uno para el evento que había ocurrido. Otro para la historia que dijimos que había ocurrido.
El siguiente día compré uvas y zumo. Para entonces se suponía que nos estábamos deshaciendo de nuestros males. Lucy admitió ante nuestro pequeño grupo que había estado muy mal desde que se acostó con Ryan Gosling, cuando todavía no era nadie. Él estaba en la misma fila que ella en la hamburguesería Astro cuando se cerró la cocina. Él la llevó a su apartamento en el centro de ciudad, donde pasearon a su perro y el tiempo se paró como si fuera un dios griego. Nunca se sentiría tan viva de nuevo. Yo conocía los perfumes de sus productos para el cabello, los matices de su rostro, la forma trabajada de sus historias para no ofender a las minorías.
Nuestra compañera de grupo me dijo al oído: “¿Puedes creer todo esto por el precio? El precio es bueno”. Estaba a punto de preguntarle si realmente creía que podía culparse a sí misma y perdonarse a sí misma en un fin de semana. ¿Qué tal perdonarse a sí misma por culparse a sí misma? ¿No tenemos en cuenta que un estado de melancolía podría ser natural, nuestro defecto?
“Mira estos dedos”. Ella pasó los dedos por mi muslo. “Estaban destinadas a ser manos de pianista”.
Cuando nos volvimos a reunir, la mujer se levantó en silencio como una aparición, ofreciendo la urna que había estado escondiendo debajo de su silla.
“Estoy aquí para decirte todo acerca de los peligros de este foro. El foro se llevó a mi Kurt lejos de mí”. Ella sacudía la urna. La multitud deslizó sus sillas lejos de ella. Ella caminó como sonámbula hacia nuestro líder. Él se puso fuerte. “¡Aquí está mi Kurt!”, gritó ella. “¡Toma a Kurt! ¡Lo mataste!”, los voluntarios corrieron por los pasillos, pero ella consiguió llenar de cenizas al líder.
Nos tomamos cinco minutos de descanso. Los escépticos salieron rápidamente, haciendo llamadas frenéticamente.
“¿A quién llamas?”, Lucy dio un manotazo a mi teléfono. “No luches. Estás aquí”.
***
El líder se había cambiado y ahora llevaba vaqueros. Su voz caía sobre el público como una cascada en una tormenta. Estaba llamándome. Lucy susurró: “Es hora para tu transformación”. Pude haber llamado a Jesús. Pude haber fingido ser una conductora que atropella y huye. Se puede engañar a cualquier persona con una anécdota. Pude haber llamado a Shane. Él estaba esperando para seguirme la corriente.
Pero el líder me estaba haciendo sentir más paranoica que un mensaje en cadena. Él estaba tratando de abrir algo a golpes. Manos de Pianista sostenía mi mano y de alguna manera también se contorsionaba bajo su silla.
“La ira es la emoción de los cobardes”, dijo. Alguien silbó con dos dedos en la boca. Mis tobillos estaban temblando. Las personas en la sala querían cambiarse unas a otras, pero solo en la forma exacta en que deseaban que alguien las cambiara a ellas. Yo le pude haber dicho que no llamar era una acción agresiva. Pero yo no era el tipo de persona que alejaba a alguien de sus creencias en el momento. Yo no estaba en ese tipo de urgencia.
Llamé a mi monitor y le pedí que me pusiera a George al teléfono.
“¿Quién es George?”
“Es el tipo que siempre está durmiendo en el patio”.
“¿Qué tipo?”
“Sal y busca. Tendrá unos cuarenta y tantos años”.
Él puso a George al teléfono.
“¡Hey!”, dijo George. “¿Heather? ¿Qué pasa?
“Escucha”, le dije.
“Lo siento. Pero tienes que dejarme sola”.
“’¿Lo siento?’ ¿Qué quieres decir?”
“No puedes vivir en mi patio”.
“No sé”, dijo. Tragó saliva. ”Lo entiendo. Pero, quiero decir, tú eres normal. No has hecho nada malo”.
“¿En serio?”, bromeé. El líder me lanzó una mirada.
En lugar de lo que iba a decir, le dije: “Tienes que volver a ese otro edificio”.
Él estaba mascullando algo. “Voy a dejar un rastro de migas de pan”, dijo.
Colgué.
El líder negó con la cabeza. “Inténtalo de nuevo. Tienes que admitir lo que has dejado entrar”.
Su rostro brilló al igual que el de una serpiente. Empecé a sentirme distante de mi pequeño grupo en el momento en el que ellos se enfadaban. Pude haber estado alucinando. Me acordé de lo que había oído por casualidad en las corrientes de aire en el cañón. Los crímenes en las colinas se habían convertido en algo malo, casi emocional. Habían llamado a un escuadrón antibombas cuando un indigente fue asesinado y tirado en una caja envuelta para regalo, después de que el dueño de la casa cambiara las cerraduras.
Marqué de nuevo.
“Invítalo a unirse a nuestro grupo”.
“Oye”, le dije.
“Heather”. Él sonaba aturdido, feliz de oír mi voz. Yo podía imaginar sus ojos moviéndose más lento que el resto de su cuerpo.
“¿Dónde está el conserje?”
“Me alegro de que hayas llamado. Todavía no me he movido”.
Más tarde le dije a Lucy: “Ya sabes, me di cuenta de que ninguno de nosotros tenía el número de teléfono de la persona a la que necesitábamos llamar”.
“¿Eh?”, dijo ella. “No entiendo”.
***
A la ceremonia de graduación se invitó a amigos y familiares a participar de la tecnología a través de una oferta de tiempo limitado. Otros graduados abrazaron a Lucy. Se inscribió como voluntaria para limpiar suelos. La esperé en el pasillo. Una mujer con aspecto de sirena estaba tocando la flauta al son de sus zapatos, en la esquina. Miramos por la ventana cubierta de papel celofán color arco iris. Las noches de invierno aquí tienen un tono especial. El polvo del smog sopla desde China. Destellos de faros delanteros se pierden en piscinas de azotea. Los coyotes aúllan en la montaña. Todos los restaurantes y tiendas son pequeñas cabañas, construidas en torno a pasajes secretos. Parches de fieltro en lugar de ventanas, letreros de neón que solo dicen “cocteles”, así que al día siguiente no se puede decir dónde estabas.
Vi a la gente leyendo la revista Variety en el puesto de periódicos, con botas y bufandas. Lo más importante que nos sucederá a la mayoría de nosotros es quedarnos o irnos a casa.
Emily McLaughlin es narradora y guionista. Se graduó en el Master de escritura creativa de la Universidad de Michigan.