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De paseo por el cementerio de tanques rusos de Afganistán

“Los afganos tienen un dicho”, aseguró el capitán Vosnos mientras apuntaba su rifle. “Dios creó la Tierra, y con la arena y las piedras que le sobraron creó Afganistán.” Eso describe a la perfección el terreno del Centro de entrenamiento militar de Kabul. Llegué por primera vez al lugar a principios de semana para ver con mis propios ojos a cadetes afganos realizar elegantes emboscadas, neutralizar bombas y disparar blancos de papel bajo el sol. El escenario de estos ejercicios era una extensa planicie abarrotada de tanques y equipamiento abandonado por los soviéticos en 1989, al final de la fallida invasión que duró una década.

Fui allí a fotografiar la montaña oxidada de equipamiento militar soviético, pero antes de sacar mi cámara, tuvimos que librarnos de los perros que viven en el lugar. Es por eso que Vosnos está ahí.

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“Tengo 30 balas en mi M-4 y 15 en mi Beretta”, me dijo. “Así que podemos hacernos cargo de 45 perros, pero el número 46 va a ser una perra”. La manada de perros que teníamos delante, después de escuchar esto, comenzó a ladrar más fuerte. Al parecer, muchos tienen la rabia.

Vosnos me pidió que me quedara detrás suyo mientras él levantaba su arma y se acercaba poco a poco hacia la jauría. Las posturas rígidas de los perros se relajaron. Viviendo en un campo de entrenamiento militar, los perros han aprendido lo que puede hacer un rifle, así que desaparecieron en el mar de tanques estropeados.

Un entrenador francés me dijo que los tanques eran un activo valioso. Dijo que en el momento en el que los soldados afganos se quejaran de la dificultad o la falta de equipo, podía señalar a los tanques y argumentar, “Vuestros padres vencieron a los soviéticos con mosquetes, y sus abuelos vencieron a los ingleses con espadas. ¿Acaso vosotros sois menos feroces?” Y eso sería el fin de la discusión.

Mientras trepaba los tanques con la cámara en la mano, Vosnos echó un vistazo al terreno.

“¿Qué buscas?”, le pregunté.

“Estamos dentro de una base”, dijo. “Es un lugar bastante seguro, pero hay aldeas dentro del perímetro. Algunas son amigables, algunas son neutrales, y algunas son hostiles”.

“¿Cómo sabes si son hostiles?”, pregunté.

“Normalmente lanzan rocas”, me contestó.

Sonriendo, bajé para reunirme con él. La noche anterior, cuando me enteré que la zona podía estar llena de minas, llamé a mi primo, un oficial de dos metros del ejército de Estados Unidos que había estado en KMTC y que se había encargado de desminar la zona en 2010.

“Si no ves a nadie al rededor”, me aconsejó, “y parece que nadie ha estado ahí desde el aterrizaje en la Luna, no vayas.”

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