Existen diez días al año en Valencia en los cuales puedes sumergirte en una realidad muy diferente a la cotidiana. Durante esos días la energía del centro histórico de la ciudad se ve alterada por la presencia de un buffet libre gratuito de alternativas culturales para todo tipo de público. Esto es el festival de arte urbano Intramurs. Y si una elige acudir a determinadas acciones artísticas —a las, digamos, menos amables— puede que algunas escenas queden grabadas para sus restos.
En este abanico de posibilidades hay una propuesta que ha desatado más interés por distintos motivos: la del artista Abel Azcona. “La Guerra” —así se llama la performance— se ha diferenciado del resto por iniciar su acción en el mismo momento de anunciar que iba a producirse. Azcona, que sabe cómo generar expectación a su alrededor, había hecho pública la intención de consumir ketamina y ofrecer su cuerpo a las personas que acudieran. Dejar el poder en manos —y genitales— del público potencial ha sido tan efectivo que la imaginación de la gente se ha desbordado mucho antes de que el artista llegara a la ciudad para iniciar “La Guerra”. Pero, ¿qué pasaría en realidad? ¿Alguien se atrevería a forzar un cuerpo masculino inconsciente? Queríamos saberlo y podíamos permitirnos invertir seis horas de nuestras vidas en un espectáculo falocéntrico.
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Los cinco
Llegamos al punto de encuentro sobre las 20 h. En la actualidad es un conocido lugar de fiesta del barrio de El Carmen, pero “La Guerra” —así se llamaba también el local y de ahí viene el nombre de la performance— fue uno de los cuartos oscuros más míticos de los años ochenta. La tercera planta del edificio acoge una antigua sala de cine pornográfico gay, el sitio escogido por el artista para desarrollar la acción. Por el momento nos quedamos en la planta baja.
Saludamos a Abel —a quien ya habíamos conocido previamente para comentarle que íbamos a ser testigos del proceso— y a los chicos que había seleccionado para participar en la acción: Pedro, Sergio, Ian y Salva. Sergio S llegaría media hora después. Tras pedir una cerveza en la barra del local, se colocan en corro para charlar. Ninguno de ellos se conoce entre sí y, a excepción de Ian y Sergio S, tampoco conocen a Abel. Todos ellos habían respondido al post que el artista publicó en su página de Facebook pidiendo “nueve hombres entre dieciocho y veintiséis años para participar performativamente sin miedo al desnudo, consumo de drogas o prácticas sexuales”.
Al final no fueron nueve, sino cinco. “Tengo unos nueve confirmados pero seguro que ha caído alguno”, dice Azcona cuando le preguntan si ya no va a acudir nadie más. De los cinco nadie parece saber muy bien lo que va a pasar allí, así que Pedro —murciano residente en Valencia desde hace dos semanas— le pregunta qué se supone que tienen que hacer. “Vamos a pasarlo guay, no os asustéis. La gente que entre cree que va a ver una exposición, pero no es una exposición. Yo voy a consumir ketamina y estaré tumbado en la cama pero vosotros podéis vivir este proceso como creáis“, comenta Abel con un tono de tranquilidad. “¿Y el público qué hace?”, insisten. “El público hace lo que quiera conmigo, con vosotros no. Tenéis que marcarles el ritmo”.
Abel se distancia durante unos minutos de la conversación para ocuparse de temas producción y organización, así que aprovechamos para saber qué les ha pasado a estos chicos por la cabeza para venir esta noche a desenfundar sus espadas.
“Yo es la primera vez que participo en algo así. Estudio un Máster de Producción Artística y me parecía interesante. La obra de Abel es interesante porque provoca repulsión a cierta parte de la población”, dice Pedro. Por su parte, Salva nos cuenta que “me incitó mi novio a participar. Luego él viene a verlo todo”. Ian, sin embargo, lo hace por motivos íntimos: “tengo complejo por mi cuerpo, por mi delgadez. Considero que hago una segunda performance dentro de la performance. Hoy voy a exponer cuerpo al público por primera vez”, y Sergio por motivos bastante más profanos: “yo solo vengo a pasármelo bien“.
Uno de los chicos lanza una pregunta al resto: “Aquí todos somos gais, ¿no?“. Todos lo corroboran a excepción de Pedro, que se da mucha prisa en reivindicar su heterosexualidad mientras todos ríen. La conversación sigue pero la siguiente ronda tiene que ser para llevar. Hay que subir ya.
Los preliminares secretos
Accedemos a la tercera planta atravesando las tripas del edificio por una escalera estrecha y oscura. “El sitio es más pequeño de lo que creía”, comenta Abel a sus compañeros. La sala es pequeña y densa, sí. Cuento diez filas de butacas, una cama y dos enormes cuadros con fotografías del ejército nazi. A la izquierda de la cama, colocada justo delante de la pantalla, el acceso sin puerta al mítico Glory Hole.
“Podéis hacer lo que queráis. Si queréis fumar, si queréis haceros una paja. También tengo éxtasis“, dice Azcona. La mayoría se quita los zapatos para volver a formar, esta vez sentados, un círculo de intimidad. Pero cuando la conversación entre ellos empieza a tomar forma, y debido a un goteo incesante de gente —personas de la organización del festival y fotógrafos— entrando y saliendo de la sala, nos piden que nos vayamos durante un rato. “Aquí ahora no va a pasar nada, tenemos que crear el ambiente. Si no estamos solos no se puede. Cuando entréis quiero que huela a polla“, nos dice el artista.
Asumir los riesgos
Aprovechamos para saber qué está pasando ahí fuera. Son las 22 h y según la programación del festival ya debería haber empezado la performance. Cuando intento abrir la puerta del local observo varias decenas de personas impacientes siendo controladas por el personal de seguridad. Aún no pueden entrar. Unas colaboradoras del festival están repartiendo unos documentos que “obligatoriamente deben rellenar y firmar si quieren entrar” mientras explican que todos los que tengan papel irán entrando “en grupos de diez personas aproximadamente“.
[Yo …
Mayor de edad con DNI …
Declaro que soy conocedor de la obra del artista Abel Azcona y asumo que puede tener un contenido que puede herir la sensibilidad.
Asumo las consecuencias, y en plenas facultades de mi libertad accedo y asumo los riesgos que durante mi permanencia en la performance pudieran ocasionarse, y en caso de provocarse alguna acción que para mi ética y moral no sea aceptables abandonaré la sala, sin tener derecho a denuncia alguna.
Cedo mis derechos para respetar los derechos de libertad de expresión artística del artista Abel Azcona y de su performance LA GUERRA. ]
Decido no salir por si acaso me cuesta volver a entrar. Durante la espera —de casi una hora— veo pasearse a uno de los chicos sin pantalones hacia el cuarto de baño. En “La Guerra” no hay, han pedido una botella para no tener que bajar a mear pero nadie la ha llevado por el momento.
La guerra
Al parecer ya somos bienvenidas, así que volvemos a subir por la escalera oscura hasta la sala. La luz del cine ha cambiado, ahora la iluminación nace de un solo foco rojo situado a la derecha de la cama. Huele más a drogas que a sexo. Todos están mostrando sus cuerpos, aunque alguno de ellos se ha dado el capricho de dejar calzados sus pies.
Abel está sentado sobre la cama, con sus dos alas tatuadas desplegadas sobre su espalda, dispuesto a inyectarse la ketamina. Lo hace en la rodilla y cae desplomado casi al instante. En ese momento empieza a entrar el primer grupo de personas, casi todo chicas jóvenes, y se van colocando a una distancia prudencial de la cama. Las miradas se reparten entre mórbidas y de turbación, pero todas acaban en el culo de Azcona, que se había colocado boca abajo antes de entrar en trance.
Sergio, Salva y Sergio S se besan, acarician, muerden, se susurran, se ofrecen drogas entre ellos. Son los responsables de aportar contenido sexual a la acción. Pedro observa todo desde una butaca con una copa de ron en la mano. Ian se siente más cómodo “aunque no consigue soltarse“, y va alternando sus paseos por la sala con las visitas a la cama. Calculo que no llevo más de diez minutos cuando el cuerpo del artista recibe su primera caricia de una persona del público. Sería la primera de las muchas caricias femeninas que iba a recibir esa noche.
La noción del tiempo empieza a desaparecer y las personas que acuden a verlo van rotando. “Quién interactúa en la acción puede quedarse más tiempo, quién solo es espectador debe irse para que puedan entrar los demás“, escuchó a alguien de la organización. Nadie puede sentarse en las butacas ni hacer fotos excepto nosotras, somos testigos privilegiadas de esta perfomance.
“Es un peso muerto“, dice entre risas una chica que se ha acercado a la cama para intentar manipular su cuerpo. Azcona tiene la cara hundida sobre la almohada, da la sensación que su posición podría ahogarlo si realmente está inconsciente. Se anima a tocarlo la primera pareja de tíos, también con caricias: el pelo, la mano, la espalda. Detrás de ellos, un hombre de pelo largo —acompañado por una mujer que le está comiendo la oreja— estudia a conciencia sus glúteos. Las acciones de los participantes siguen siendo continuas y se alternan con las del público, que continúa cambiando en grupos reducidos. Sergio, Sergio S y Salva se empiezan a masturbar encima de la cama abrazados al cuerpo de Azcona. Ian intima en las filas de detrás con una chica que lo ha acompañado. Una pareja en la esquina se magrea.
Las únicas mujeres que estaba sentadas en butacas durante toda la acción se levantan para tocar al artista y comprobar que mantiene unos ritmos vitales adecuados. Son la enfermera y anestesista que ha contratado el festival. Cuando vuelven a la butaca la enfermera me confiesa con ironía que “no sabía si desnudarse para tomarle el pulso“.
No sé qué hora es pero estoy cansada de estar sentada, así que me abro camino entre los espectadores hacia el Glory Hole. Allí está Pedro en pelotas fumando un porro, un poco ajeno a todo lo que ocurre. Me cuenta que no le da vergüenza, que todos los amigos de su pueblo “tienen su pene en su móvil” y que “ha trabajado en una fábrica de conservas varios años“. Interrumpe la conversación un conocido periodista que nos llama la atención por no respetar el silencio de una acción que “es sacra”, así que vuelvo a mi esquina contemplativa. El paisaje continúa más o menos igual, se mantiene la dimensión de sexualidad amable, aunque aumenta tímidamente la transgresión. Una chica lo golpea en el culo, uno de los chicos le apaga un cigarro en la piel y otro le echa cera caliente por el cuerpo.
¿Estás guay?
Abel empieza a dar señales de vida cuando Ian le lleva a dos chicas de la mano invitándolas a entrar en la cama. Ellas se limitan a abrazarlo y preguntar si todo va bien. “Sí, todo guay” articula como puede. Son las 0:45, así que ha estado una hora y cuarenta y cinco minutos inconsciente. Cuando consigue levantarse se sienta en el suelo junto al resto del público. A juzgar por su expresión está jodido, a juzgar por lo que tiene en la mano va a consumir éxtasis. De momento, solo responde con afirmativos y levantando el pulgar a las chicas que se le acercan. Mientras tanto, dos personas se masturban en las últimas filas y tres de los chicos se tumban en la cama para pasar a ser el centro de la escena. Un borracho grita “¡que salga alguna chica!” mientras juega con una raqueta y una pelota, y el novio de Salva aparece para llevárselo al Glory Hole.
“A mí me gustaría quitarme la ropa pero no doy el paso. Existen barreras porque ellos están desnudos y nosotros vestidos. Deberían obligar a entrar sin ropa para que funcionara la invitación“, me dice un hombre cincuentón que ha estado expectante en un rincón durante casi toda la acción. En ese momento, por primera vez, y coincidiendo con mi ingesta de rosquilletas por sentirme al borde del mareo, veo cómo un hombre empieza a desnudarse y a formar parte del inicio de orgía que se estaba creando en la cama entre Ian, Sergio y Salva. “Si al final follarán y estaremos nosotras en primera fila comiendo rosquilletas“, me dice la fotógrafa, y reímos por primera vez en toda esa noche rara y larga. Se supone que la performance ha terminado, porque Azcona tiene los pantalones enfundados y está deseando salir a tomar el aire, por lo que ya no entra nadie más de público, pero a la cama sigue uniéndose gente.
“Vámonos de aquí, ya”, le dice Azcona a un asistente de Intramurs. Y Azcona se va mientras en la cama sigue entrando gente que se besa, se toca y se quita la ropa.
Venga, chicos, vamos desalojando
Empiezan a desalojar la sala, pero los preliminares de la orgía continúan. Solo nos quedamos observando el panorama mi compañera y yo junto con las chicas de la organización. “La verdadera performance estaba ahí fuera. Han pasado por aquí centenares de personas. Se nos han acabado los documentos legales y he tenido que ir a imprimir varias veces hasta que se nos ha acabado la tinta de impresora. ¡La gente me empujaba como loca para conseguir el papel! Hay gente que ha firmado el papel que se ha quedado fuera. Ha sido una locura“, nos explica Mayca Benlloch, productora de Intramurs.
Son las casi las tres de la madrugada, bueno las dos, porque cambió la hora. Llevamos mas de seis horas metidas en “La Guerra”. Nos da apuro pero el local tiene que cerrar, así que encendemos la luz. “Venga, chicos, vamos desalojando“, grita Mayca con un tono cansado. Las cinco personas que habían empezado a tener sexo en la cama se visten rápidamente y responden de manera educada: “claro, claro“. Todos van saliendo arreglándose la ropa y el último en salir nos da una jeringuilla abierta. “Tomad, chicas, eso estaba por el suelo“.