Fui a una sala a romperlo todo y descargar mi ira

Fotografías por Rodrigo Urdaneta.

“Estamos acostumbrados a que nos digan que no. Aquí, finalmente te damos el sí”. Esas son las palabras de Guido que resuenan en mi cabeza mientras entro a una habitación con un tubo, 15 botellas, un televisor y la autorización para romperlo todo durante 45 minutos de sesión. The Break Club es un lugar en el corazón de Buenos Aires que nació de la necesidad inherente de querer, sencillamente, romperlo todo a veces. Guido es el creador y maestro de ceremonias de este templo a la catarsis. Se ha convertido además, con los años y los clientes, en un conocedor a fondo del comportamiento humano. 

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En los cinco años de creado el lugar ha visto romperlo todo a una abuelita de 78 años que viajó desde otra provincia en invierno para probar la experiencia. Vio al sujeto que llevó a su hijo de cuatro años. Ha visto romper a oficinistas vestidos de traje y corbata, a parejas en primeras citas, a mujeres celebrando el día de las madres. Y ahora, por supuesto, a mí, un periodista venezolano viviendo en Argentina.

Antes que nada, protección. Para ambos. Peto, guantes y casco para mí. Una autorización con mi firma para él. En este último se establece que uno, el rompedor, está consciente de que existe la posibilidad de lastimarse en medio de la experiencia. “Jamás ha pasado nada que lamentar pero mi abogado me lo recomendó”, afirma Guido. Luego, como en un combate en el coliseo romano, toca la elección de las armas. 

En los inicios de The Break Club ofrecían bates y palos de golf, pero con el paso del tiempo, las herramientas se han transformado, concluyendo en los palos con mangos de hachas actuales que garantizan una óptima relación costo beneficio. No es lo único que se ha ido modificando con los años. “Al principio estaba todo muy idealizado” afirma Guido. “Después de ver películas como Fight Club y Office Space pensábamos que sólo vendrían oficinistas frustrados con el sistema. Y la realidad es que descubrimos que la gente viene más a divertirse y a vivir una experiencia. Es como Disney para adultos”. Un Disney en el que la destrucción no sólo es autorizada sino fomentada. Elijo un tubo deforme metálico como arma.

Mi primer acercamiento a la habitación es tímido. Basta que te digan que puedes romperlo todo para sentirte cohibido. La experiencia de Guido lo lleva a ofrecerme un consejo: “Si querés, comenzá lanzando las botellas pequeñas con la mano. Poco a poco irás entrando en calor”. Detrás de la mesa hay un montículo bastante grande de residuos, las huellas de las iras pasadas. Según Guido, ese cúmulo de desperdicio es fundamental para que los clientes se entusiasmen a romper cosas. 

Adicionalmente, apoyado contra la única ventanilla a través de la cual se puede observar lo que ocurre en la habitación, hay un Ipod, conectado a varios altavoces internos y cargado de una amplia gama de canciones para satisfacer todos los estados anímicos. “Lo más común es punk rock y metal. Ramones, AC/DC, Pantera, Rammstein”, explica Guido. “Algunos prefieren dubstep o electrónica. Para mí el más raro es el que rompe con música clásica, aunque una vez vino un americano que rompió con Bob Marley y esa me sorprendió mucho también”. Yo elijo comenzar con un poco de Hendrix para dar inicio al lanzamiento de botellas. Con Purple Haze lanzo la primera, luego la segunda, la tercera y la cuarta. La quinta botella la rompí con Foxy Lady y ya encaminado en un viaje sin retorno. “Después de la tercera botella ya te olvidás de todo y te partes de risa”.

Recuerdo algunas de las historias que me contó Guido e imagino a los protagonistas en mi lugar. Como aquella chica cuyo novio decidió llenar la habitación de globos para ayudarla a vencer su fobia. “Nunca había imaginado el lado nefasto de los globos pero aparentemente lo tienen. Entró con cara de pánico pero gritó más que ninguna otra persona mientras rompía”. O la mujer que asistió a pocas semanas de enviudar y no pudo terminar de romper el combo que había pagado (The Break Club vende distintos combos para estandarizar el esquema de precios). La habitación ha sido testigo de incontables historias, muchas, dignas de terapia. Y en un país famoso por sobreanalizarse, romper cosas es sólo una alternativa más para lidiar con el estilo de vida de la capital argentina.

Finalmente, con las botellas más grandes, logro un avance. Consigo mi estrategia ideal para romper. Consiste en lanzar las botellas al aire con una mano y batearlas antes de que caigan al suelo, cual jugador de béisbol. Decido, además,  cambiar la música, recurriendo a un playlist de artistas que marcaron mi adolescencia: Limp Bizkit, Korn, Papa Roach. La combinación entre esta música y el deporte que practiqué en mi infancia han logrado su cometido: vivo una regresión. Romper ha pasado a cobrar otro sentido. Las siguientes siete botellas las rompo en un ritmo trepidante, bailando en el proceso como si estuviese en un concierto a mis 14 años. En uno de mis swings aplico tanto impulso que casi pierdo el equilibrio, pero logro sostenerme contra la pared.

“Yo lo veo como una experiencia que te entretiene y te llevás además un poco de introspección”, me comentó Guido en algún momento. Él recuerda claramente cómo fue su primera vez. Recién comprado el local decidió probar el servicio por su cuenta, una especie de test drive de la habitación. “Había un gato acá antes en este espacio que alquilamos y aparentemente lo limpiaban poco porque había pelo por todos lados. Cuando me mudé, me puse a limpiar y no sabes la cantidad de pelos que había. En cada rincón había pelos. No terminaban nunca de salir y se me retrasaban los días de apertura. En medio de la limpieza conseguí la caja del gato. En mi primera sesión, me filmé y la hice mierda”.

Finalizadas las botellas, me acerco finalmente al premio mayor: el televisor. Y no es uno de esos nuevos con pantallas planas que se rompen en una sola caída. No, no. El último nivel en este juego es un televisor de esos viejos, gordos, pesados y poco prácticos. Ya para este momento entiendo mucho mejor mis límites y la capacidad destructiva del tubo de metal. Así que para el acto final, decido cambiar el soundtrack, hacer un pequeño viraje en la intencionalidad. 

Y es así como comienza a sonar Sinatra, por algún motivo que aún no comprendo, el compañero más idóneo para la destrucción de televisores que pude haber encontrado. A partir de ahí todo se vuelve un poco borroso. Para cuando se acaba la sesión, ya han corrido tres canciones del disco de duetos de Frank y las entrañas del televisor están tapizando el suelo. La respiración permanecerá acelerada por un rato más, así como el temblor en ambas manos. Pero la sensación de haber liberado las malas energías es sin duda lo que más persiste.

Ya más relajado, viene el momento en el que, según Guido, muchos terminan de entender el poder de la experiencia. Sentado en el salón adyacente a la habitación, tomamos cervezas y conversamos. Es en esta etapa en la que Guido más se asemeja a un psicólogo o un cura en un confesionario. Deslastrados de la tensión inicial, los clientes dejan fluir las cosas más íntimas. “En una ocasión”, cuenta, “vino una chica que le quería hacer una sorpresa a su novio. Le decoró la habitación y lo citó a cierta hora. Cuando llegó a la parte de afuera de la casa, tenía una actitud muy prevenida, sospechosa. Bajé a abrirle pero él no entendía nada y se puso agresivo, hasta el punto en que casi nos vamos a las manos. Por suerte logré convencerlo y explicarle que, si subía, iba a entender de qué iba la sorpresa. El chico subió, rompió todo lo que podía romper en la habitación y al final… Me dio un abrazo y me lo agradeció”. 

Como este, hay miles de agradecimientos escritos a mano en varios cuadernos que yacen sobre una mesa del living. Algunos eligieron expresarlo con dibujos, otros con poemas y otros con chistes. Pero todos concuerdan en que una experiencia como The Break Club es necesaria de vez en cuando en la vida acelerada de hoy en día. Yo por lo menos pretendo volver a romper cada cierto tiempo. Eso sí, para la próxima, creo que ya sé la técnica ideal: batear botellas con Sinatra desde el comienzo.