Esta historia hace parte de la edición de diciembre de VICE.
«¡Hay tantos genios que se parecen a los tres cerditos del cuento! No siempre logran fabricarse un mito de ladrillo, que resista a todas las embestidas del tiempo, la vejez y la crítica; la mayoría de las veces sucumben, engullidos por las fauces de la miseria y el anonimato… ¡Genios! ¡Si recordara cómo se hace para rezar, rezaría por no haber conocido ninguno…! ¡La gente normal no sabe lo que desperdicia cuando desea sobresalir! ¡Genios! Voluntades débiles. ¡Narcisos multiplicados que se ahogan en lagos de su invención!»
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—Fanny Buitrago, El hostigante verano de los dioses
La primera sorprendida cuando recibió la llamada con el aviso de que su novela iba a ser publicada fue ella. De haber sido más floja no habría resistido la tempestad de acontecimientos que se desencadenaron tras el timbre del teléfono. Quizá hasta habría arrojado su máquina de escribir por la ventana o tenido la precaución de enviar el sobre a la editorial Tercer Mundo bajo algún seudónimo (de preferencia masculino). Pero a sus escasos diecisiete años, cuarenta kilos de carne y esas trenzas que llevaba sostenidas por alambres invisibles los respaldaban unos huesos firmes y la terca convicción de ser escritora.
Con el primero que le costó fue con Luis Buitrago, su padre, quien la acompañó a El escarabajo azul , una galería ubicada en la 90 con 15, aquella tarde del 10 de junio de 1963 en que sería lanzado El hostigante verano de los dioses. Luis había conocido algunos borradores de la novela, pero como buen lector que era comenzó hacer correcciones del tipo “esto lo he leído antes”, “esto me suena a”, “imprime fuerza en”…, así que ella se decidió por no mostrarle más avances. Por eso Luis apenas pudo comprender la letanía indignada que le lanzó la esposa de Luis Ibáñez —uno de los fundadores de la editorial Tercer Mundo— cuando le reprochó por ser un padre permisivo con una muchachita insolente y maleducada, que quién sabía en qué enredos andaba para escribir una novela tan escandalosa. A lo que ella terció en su momento: “La verdad mi papá no tenía ni idea”, me contó ella misma hace cerca de dos años cuando recién la conocí.
Bueno, digo, cuando la conocí en persona, porque a su primera novela me la devoré en tercer semestre de la universidad, cuando había quedado seducido por ese pasaje sobre un cuchillo untado de sangre fresca y enterrado en la nieve como trampa para cazar a un lobo en mitad de la nada, que terminaba por ser una bella y cruda alegoría sobre la amistad. Fue una odisea encontrar el libro en Medellín, logré rescatar un ejemplar en Este lugar de la noche, una librería de viejos frente a la Universidad de Antioquia atendida por Gustavo Zuluaga, el Hamaquero, a quien al preguntarle por el libro y su autora mostró cierta antipatía y me respondió: “A esa señora no la quieren los nadaístas”, y me vendió el libro por siete mil pesos, sin sospechar que con su afirmación lo único que logró fue atizar el cebo del cuchillo que finalmente me llevó hacia la autora.
Comencé a entender lo que me dijo el Hamaquero cuando en 2009 conocí a los neonadaístas, una raza de jóvenes envejecidos prematuramente que eran guiados por antiguos adolescentes nostálgicos, quienes ante el recurso ya agotado de sus antepasados —a los que llamaban sus “poetas sagrados” (¿sus dioses?)— de escribir manifiestos en papel higiénico y pisar hostias para revelarse contra la pacatería nacional, simplemente ocupaban su tiempo en llenar blogs con poemas violentos y desencantados. El caso es que a medida en que avanzaba en mi lectura de El hostigante y conocía más a los neo, comenzaron a aparecer coincidencias entre estos, los antiguos nadaístas y aquel Club de los Auténticos Liberales que protagoniza la novela. Unos y otros se embelesaban redactando sus propios manifiestos para renegar de la sociedad, reafirmar su supuesta supremacía intelectual, su libertad sexual y su obsesión por destruir los valores establecidos.
Volvamos al lanzamiento del libro. El segundo totazo que recibió la debutante escritora vino por parte de Agustín Rodríguez Garavito, antiguo director de la Biblioteca Nacional, quien con palabras de clérigo curioso escribió una de las primeras reseñas del libro en el Boletín cultural y bibliográfico, la publicación oficial de la Biblioteca Luis Ángel Arango: “Novela esta que retrata amoralidades, excesos, frustramientos. Lectura nociva para quienes crean aún en la belleza de muchas cosas y las defiendan con hermoso coraje. Pero rica en valores novelísticos y de una técnica muy bien lograda en una muchacha de 18 años” (sic).
El comentario fue benévolo, casi un piropo, en comparación a otros que vinieron: la lectora que recibió el manuscrito en Tercer Mundo, de quien Fanny se niega a recordar su nombre, le dijo que si quería republicarlo debía volverlo a escribir (aunque en 1977 la terminó buscando cuando la editorial española Plaza y Janés mostró interés en reeditar la novela). Según contó Pilar Tafur en las páginas de El Colombiano de 1976, la novela de Buitrago “puso a persignarse y recitar avemarías a las beatas de entonces”, escandalizadas por las escenas de sexo, marihuana y los insolentes apuntes de sus personajes, que se revelaban, como muchos de los jóvenes de su generación, ante la hostia y el barniz de los antiguos valores. Aun así, a Isaías Peña Gutiérrez, fundador de la Unión Nacional de Escritores y ensamblador de genios en el Taller de Escritores de la Universidad Central, no le pareció gran cosa la novela, porque para él —según se lee en sus libros sobre la literatura del Frente Nacional—, la “evolución intelectual” de la autora era “escasa”, y hasta le lanzó una flecha envenenada al revelar que la jovencita tan sólo había cursado hasta cuarto año de bachillerato.
“Fue una carga muy grande. Hasta un señor que no sabía que se trataba de mi papá, le dijo que yo era una niña que quién sabía con quién me había acostado y qué había hecho, que era una muchacha terrible”, me contó la autora. “Todavía la gente no diferencia la literatura de la realidad. Cada vez que yo escribo algo en primera persona, dan por hecho que soy la protagonista. Hasta críticos de renombre internacional, te advierto”.
A este punto, al parecer, tras de insolente e inmoral, la joven autora no pasaba de ser una tonta aparecida de la nada a quien por suerte le había sonado la flauta con su debut en el mundo literario para incomodar a los cenáculos intelectuales de la capital. Si era una iletrada salida de un huevo o un animal intelectual sin riendas y arrojado al ruedo, eso lo dirían los años y el trabajo. Tal vez se definiría el día en que quedó finalista del Premio Seix Barral del 68 por su novela Cola de zorro, lectura exigida para entender el Frente Nacional, según el crítico Raymond Williams, o cuando viajó a Alemania a representar a Colombia en el festival Horizontes 82, en el que Juan Rulfo comentó que ella era la mejor escritora latinoamericana —que porque escribía como los hombres, dijo—, o en el preciso momento en el que decidió mandar al traste el mundo editorial y refugiarse en la periferia para no convertirse en una escritora amargada.
Lejos estaban los críticos de acertar un perfil exacto sobre la joven escritora, que no venía de una casta intelectual capitalina pero tampoco había salido de un huevo. Para tratarse de una adolescente, la narrativa de El hostigante era casi de relojero suizo. En realidad, tras la novela había alguien con ojeras por los desvelos ante la máquina de escribir, además de una devoradora insaciable de libros. Alguien con muchos kilómetros recorridos había logrado una obra que, lejos de ser “apolítica” y de responder a los gustos “pacifistas” del Frente Nacional —como la describiera Peña Gutiérrez—, retrataba la violencia oscilante entre las ciudades y el campo y lograba una caricatura tanto de las clases políticas y económicas aisladas en sus grandes mansiones desde las que gobernaban la ciudad como del grupo de intelectuales inertes y existenciales que se endiosaban en el Café de la 27; mientras del otro lado del río los trabajadores son explotados en el eterno infierno de la fiebre bananera y mueren de inasistencia. Apenas un año antes había sido lanzada La casa grande, de Cepeda Samudio, y aún faltarían cuatro años más para que apareciera la sombra de Cien años de soledad sobre toda una generación de escritores jóvenes, y ya esa tal Fanny Buitrago andaba dando lecciones de un país condenado a vivir en círculos.
Quizá la suerte de Fanny Buitrago derivó del accidente que tuvo a los dos años, que terminó por opacarle la vista del ojo izquierdo y que, paradójicamente, por la quietud impuesta, la convirtió en una especie de espía del mundo circundante. O quizá consistió en algún karma de vida pasada que la ubicó entre dos familias de lectores voraces: los Buitrago y los González. Lo único indiscutible es que la infancia de Fanny Buitrago fue una constante deriva por el país porque el trabajo de su padre, organizar sectores de venta para una compañía petrolera, los obligaba a trasladarse de Barranquilla a Bogotá, de Medellín a Cali. “Uno era una especie de transeúnte que no podía tener verdaderas raíces”, me dijo.
Aunque los episodios más luminosos de su infancia están plasmados en sus libros infantiles La casa del abuelo, La casa del arco íris y La casa del verde doncel , los años oscuros prefiere evitarlos. A pocas personas les abrirá la puerta de sus años de internado, que padeció junto a su hermana Letty en un lugar que prefiere no mencionar, días que la condenaban al tedio y que terminaron por agotarla del colegio: “Siempre me sentí prisionera, extraña, era una niña al margen. Todo era marcado por el asunto religioso y ese sentido de religiosidad no permitía leer muchas cosas. Había una cantidad de autores que les enseñaban a los estudiantes pero sólo los títulos de las obras, no se los dejaban leer. Una enseñanza completamente falsa”. Aun así, fue por las prohibiciones de las monjas que le quedó la costumbre de leer rápido, a escondidas y compulsivamente. De tres a cinco libros en una buena semana.
Pero a diferencia del mundo exterior, en las casas de la familia Buitrago y González la orden era que las niñas no debían estar haciendo otra cosa que leer o conversar. La temporada alegre del año llegaba en diciembre, con la visita a la casa grande de su abuelo, Tomás González, —alguna vez alcalde— en Soledad, Atlántico, en donde Fanny se perdía entre los chismes de las empleadas en la cocina, los rifirrafes políticos de la sala, la música del piano y el retrato alumbrado perpetuamente de la tía Ana, quien le heredó algunos cuentos de terror y murió joven mirando por la ventana desde la que —cuenta Fanny en La otra gente— la saludaba esa que maneja la guadaña. Y la biblioteca, por su puesto, en la que Fanny continuaba su deriva por ciudades legendarias: Shangri-La, Troya y Shambala, las islas del Cisne, la tierra de El Dorado, el país del Preste Juan, la fuente de la eterna juventud, Liliput, Utopía, La Atlántida, el Continente de Mu, Iram de las Columnas.
Para los 11 años ya había pasado por los poemas homéricos y el teatro grecolatino , con intervalos en los que se adentraba en aventuras del tipo La isla misteriosa, El vizconde demediado, Los tres mosqueteros y Los papeles póstumos del Club Pickwick.
Y si leer era lo mejor del mundo, escribir debía ser igual, quizá mejor. Según me cuenta Letty Buitrago, su hermana aprendió rápidamente a sobornar a los otros niños de la familia con las historias que se inventaba. Solía parar los cuentos en el momento exacto para intentar obtener algún beneficio. Según cuenta en su relato El verso aquel y el sexo aquel: “Mientras atesoraba historias de otros, me fui convirtiendo en escritora. Naturalmente. Nunca me planteé la idea de ‘si otros pueden, ¿por qué yo no?’. No. Fui escritora desde que tuve uso de razón. Quise ser otras cosas, por supuesto. Siempre y cuando esas otras actividades me permitiesen escribir. Jamás tuve dudas al abandonar empresas que resta ban tiempo a mi tarea: contar historias”.
Con las clases cada vez más pesadas tras las vacaciones y las monjas cada día más tiranas, la Fanny adolescente comenzó a adentrarse en el universo de Sartre y Beauvoir, Durrell y su Cuarteto de Alejandría . ¿Por qué su padre le permitió leer Quo Vadis? Se lo preguntó en los últimos años de vida a Luis Buitrago, quien, siempre simple y lúcido, le respondió: “Porque ibas a entender lo que tenías que entender”. De repente y graduándose de su infancia, la adolescente Fanny Buitrago se encontró entre las calles de la nausea y el hostigamiento, un tanto aislada de su generación por el constante derivar de su familia.
El año que cayó Rojas Pinilla, me precisa Letty, los Buitrago González fueron a parar a Cali, en donde Fanny publicó sus primeros artículos y relatos cortos en El País y El Occidente. Sería en aquella ciudad en la que comenzarían aparecer los personajes de El hostigante verano de los dioses . Entre las damas de la alta clase caleña, abandonadas por sus maridos y refugiadas en el alcohol, comenzó a perfilarse una Dalia Arce, la dueña de las 13 casas grandes y la Compañía Frutera que gobiernan la Ciudad de B. Y sus hijos, los gemelos que batallan contra ellos mismos por no parecerse el uno al otro.
Al tiempo que le daba forma a la novela, Fanny se inscribiría en el Instituto Departamental de Bellas Artes, donde Bernardino Labrada, discípulo del muralista Jesús María Espinosa, le auguraba una gran carrera como pintora. También comenzó a interesarse por el teatro, que por esos tiempos era un campo fértil en Cali cultivado por la figura de Enrique Buenaventura a la cabeza del Teatro Experimental.
Sin decidirse por una disciplina en particular, luego se verían fusionadas todas en sus más de 20 obras publicadas —entre novelas, libros de relatos, cuentos infantiles y teatro—, Fanny se levantó una mañana con la certeza que bien describió su amigo Henry Laguado, director del Festival de Cine de Bogotá, en el manuscrito que encontré en el archivo de Letty: “Se decía que ese no sería el día más importante de su vida pero sí el único en donde empezaría a caer la tiranía de la educación, el plato preferido de los domingos, los feos vestidos nuevos; terminarían las levantadas temprano, las conversaciones tontas con sus compañeras de bachillerato. Ella, sin consultar con su madre, sin atreverse a preguntar a su padre, con la cara deshecha por el trasnocho dado por los libros metidos en los ojos, en la cabeza, hasta bien entrada la madrugada, había decidido salirse de su casa”.
Cuenta Laguado que ese mismo día Cali ardía y Fanny se enteró que habría una conferencia de un grupo de muchachos autoproclamados nadaístas, encabezados por un tal Gonzalo Arango. “Fui a una conferencia y no abrí la boca, nunca la abro en una conferencia”, me dijo al fin luego de darle muchas vueltas; odia que le toquen el tema de los nadaístas”. “En ese momento era muy famoso Gonzalo Arango y listo. Yo era amiga de Jotamario, él sabía que yo escribía y todo, pero de ahí salieron montones de historias. Siempre me importó un pito, pero bastante daño me hizo”.
Los diarios caleños se encargaron de reparar en la única mujer entre el público ese día, y cuando el chisme llegó a Luis Buitrago, me cuenta Fanny, su padre tembló al decirle: “¡No quiero una nadaísta en la familia!”.
Pero de nada sirvieron las amenazas de castigo, me contó un día su hermana Letty, la decisión de salirse de casa y probar suerte de escritora en la capital estaba tomada. Con el infierno no había forma de engañarla, estaba harta del colegio y de las monjas, de pensar en un futuro de oficinas y compromisos adquiridos. Tras la pataleta, a Luis Buitrago no le quedó otra salida que sacarse doscientos pesos del bolsillo, darle un beso y decirle: “Regresa cuando se te acaben”.
No se iba Fanny Buitrago a Bogotá para ser nadaísta. Iba a encerrarse días enteros en una pensión en La Candelaria gobernada por las pulgas, los gatos y las solteronas que exigían horario de entrada, para comenzar a darle forma a una idea que venía dándole vueltas en la cabeza.
Como es costumbre aún en ella, cada vez que la fatigaba un texto, se refugiaba en otro. Así comenzó a publicar sus cuentos en las Lecturas Dominicales de El Tiempo y el Magazine Cultural de El Espectador, dirigidos por Eduardo Mendoza Varela y Gonzalo “Gog” González, respectivamente. Nunca ha sido una escritora imaginativa, dice. Los temas le llegan en sus derivas citadinas, de las conversaciones cotidianas, los sueños y de su cualidad de espía urbana.
Aunque me niegue que sus caminatas por Bogotá en ese tiempo incluían visitas obligadas al bar El Cisne —algo que me confesaría su hermana Letty—, no me es posible obviar este detalle. Tal vez allí, en ese bar obligado para la bohemia capitalina de los sesentas y, por supuesto, para los nadaístas, cuyo esqueleto reposa bajo lo que hoy es la Torre Colpatria, sobre la calle 26, pudo haber sido fácilmente aquel “Café de la 27” en el que se reunía el club de los auténticos liberales. Ellos son los personajes principales de El hostigante verano de los dioses, una raza de jóvenes rebeldes, aburridos, hostigados, que creen estar “tatuados” y ser geniales, esa clase de “seres que no diferencian el bien del mal y que luchan desesperadamente por no exterminarse entre sí… Todos tan indefensos como dañinos. Aparentemente libres y enredados en sus propias trampas”, como los describe en la novela.
En lo que a mí respecta, no puedo abandonar mi perversa idea de que allí Fanny Buitrago encontró a los personajes geniales y estúpidos, maravillosos y hostiles que poblaron su primera novela. Pero es entendible que no lo acepte, porque hacerlo sería reforzar el karma que ha quemado al ser relacionada con los nadaístas.
La trama de la novela comienza con Marina, una periodista del interior del país que llega a las tierras bajas y calientes de la ciudad de B. para descubrir al autor de una enigmática novela que perturba a los habitantes de la ciudad, pues es “demasiado real; describe minuciosamente lo que se pretendía oculto y no se detiene ante fortunas o reputaciones”. El anónimo autor de la “profética” novela ha rechazado el premio de la “Sociedad Literaria de Naciones Americanas”, con una nota que dice: “Lamento declinar tal distinción. En realidad me fastidia la literatura y al enviarles dicho trabajo, sólo intenté jugar una broma a mis amigos intelectuales, retratar sus defectos y ridiculeces y divertirme a costa de ellos. Robé sus personalidades, las exageré, imaginé cómo se comportarían sintiéndose vendidos al papel y lo dicté, a mi modo… —sin disculparme tampoco”.
Broma, invento o exceso de casualidad, lo cierto es que el club de los auténticos liberales también reniega de su sociedad y persiste en la idea de crear un movimiento artístico que destruya los principios establecidos para darle al mundo una nueva cultura. “Ya no son necesarios los dioses. Nosotros somos los dioses”, dicen mientras redactan manifiestos. Como aquel que en el 58 redactó Gonzalo Arango para darle vida a su movimiento, en el que se lee que “no hay nadie sobre quién triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos”.
Atar cabos y malpensar hipótesis en este caso no precisa de una gran cantidad de perversidad. Aun así, cuando lo hice mientras escribía mi tesis de pregrado, me castigué por pensar que por fruto de las coincidencias o de una mala pasada de sus continuos insomnios —como lo advertía al inicio de la novela—, Fanny Buitrago, al igual que el anónimo autor del libro dentro de su libro, hubiese jugado una broma a sus “amigos intelectuales”. Quizá a esos de “las tardes de café” a quien estaba dedicado El hostigante verano de los dioses , y a quienes les agradecía por haberle enseñado a “confundir el amor con el aburrimiento y el aburrimiento con el ocio creador”.
Quizá las palabras del Hamaquero aquel día que encontré el libro en su librería encuadraban algún resentimiento de décadas hacia una niña insolente y ociosa que, por jugar a la ficción, había terminado por deformar en papel a les enfants terribles de la intelectualidad criolla de los años sesenta. Quizá había robado sus personalidades para fundar el mito cíclico de unos dioses frágiles y frívolos, estancados en la eternidad y envanecidos por sus vicios.
El hostigante verano de los dioses es un libro que se cierra en círculo, como el uróboros, confinando a sus personajes a un infierno de eterno retorno, castigados por una historia “que ya sucedió”. Y en aquellas puntadas finales, donde apenas si nos hemos enterado del auténtico autor de la novela, y entre una madeja de hechos y paradojas que vuelcan la ficción sobre sí misma (lo que los estudiosos llaman autoconciencia), nos espera la autora: Fanny Buitrago, quien termina por disculparse ante su olvido del resto de la historia.
El libro concluye, el lector vuelve sobre las últimas páginas buscando el rastro de alguna hoja arrancada, y se pregunta si no es aquella que lleva entre sus manos la novela que andaba buscando la periodista que llegó a la ciudad de B. al inicio del libro.
“Ni una fe intacta”, solían decir los nadaístas, “ni un ídolo en su sitio”; ni siquiera ellos mismos.
“Yo nunca pertenecí al grupo de nadaístas”, afirmó y reafirmó en las entrevistas subsiguientes, hasta que en una aceptó el pecado: “Lo que ocurre es que era muy amiga de los nadaístas, pero nunca firmé manifiestos con ellos. Era la gente más abierta y viva de entonces. Y fue sólo una coincidencia que apareciéramos por la misma época”, le confesó a Pilar Tafur en las páginas de El Colombiano de 1976. A mí lo que sí me dijo es que los nadaístas eran “unos tipos que siempre se estaban burlando de las mujeres, que escribían siempre ridiculizando”, y que ella, ante todo, “era una persona absolutamente independiente”, que nunca tuvo nada que ver ni con grupos literarios ni talleres, ni nada. “Sólo era la curiosidad del momento en que sonaba el nadaísmo. Y yo de estúpida fui a dos conferencias y me metí en un lío que no tenía nada que ver conmigo”.
Pero aclaremos el lío: no es que Fanny Buitrago se haya declarado nadaísta en algún momento, fueron ellos los que intentaron apropiarse de su imagen de niña terrible. Cuenta Henry Laguado en el manuscrito que, por la época de El hostigante, Fanny efectivamente visitaba El Cisne y asistía a algunas fiestas nadaístas: “Con el tiempo, Fanny declaró que no era nadaísta, que nunca había pertenecido a esa sexta decadente, que sus ideas no estaban supeditadas al orden preestablecido de Gonzalo”. Incluso, un día antes del lanzamiento de la novela, le había concedido una entrevista a Álvaro Monroy Caicedo para El Espectador , en la que negaba su adhesión al grupo al decir que mientras los nadaístas subestimaban todo, para ella “todo es importante: la vida, las cosas, el amor. A todo le doy características de montaña”.
“Nunca me invitaron a participar”, me explicó un día. A pesar de lo dicho por Buitrago, Gonzalo Arango no dudó una vez más en atizar el avispero y en 1966 la hizo parte de su libro De la nada al nadaísmo , también de la editorial Tercer Mundo. En el libro, con esa costumbre ególatra de los nadaístas, Arango sembró un árbol “geniológico” en cuyas ramas aparecía Fanny, describiéndola como una “mujer que piensa”, y recordaba el episodio de la conferencia en Cali. Aunque Fanny asegura que no abrió la boca ese día, Arango aseguraba que ella había preguntado: “¿Se puede ser nadaísta y católica al mismo tiempo?”. “No, niña”, le respondieron, a lo que supuestamente Fanny reaccionó quemando su muñequero y cambiándolo por una máquina de escribir.
El tire y afloje llegó a tal punto que en una entrevista que le concedió a Camilo Restrepo en una Cromos de 1968, el entrevistador le haría llegar un mensaje enviado por Gonzalo Arango, quien supuestamente andaba diciendo que Fanny Buitrago había abandonado las filas nadaístas para dedicarse al maquillaje. “Me dedicaré al maquillaje cuando él se dedique a la literatura”, fue la respuesta de Fanny.
Apagado el avispero nadaísta, seguiría el de las feministas, quienes terminaron por aborrecerla ante su negación de entrar en algunas antologías de sólo mujeres. Su justificación, como alguna vez escribió, fue: “Soy fiel al derecho que me asiste de luchar por una total libertad de expresión, y hacer posible que la obra literaria de las mujeres sea, un día, editada sin ninguna restricción. También aceptada ampliamente por el público y la crítica, sin paternalismos, sin prevenciones, sin benevolencia. Ya sea para recibir el rechazo o el aplauso, y con los mismos derechos que asisten a todos los creadores en el mundo”.
Comprenderán en este punto el pavor de Fanny Buitrago a pertenecer e instalarse perpetuamente en la boca de algún grupo. “En los grupos la gente empieza queriéndose y termina con rasquiña. Cuando la gente está en grupo puede ser maravillosa, no digo que no. Se han fundado grupos literarios, de pintores…, pero en cada uno hay el mismo porcentaje de tontos y de genios que en cualquier otro grupo”, me enseñó Fanny un día. Porque se escribe a solas y sin alguien que te socorra. Pertenecer es un compromiso que te puede permitir la misma cantidad de cosas de las que te excluye.
Cincuenta años después de su aparición, El hostigante verano de los dioses está en proceso de ser reeditado gracias a una alianza celebrada entre Ediciones Uniandes y Panamericana, como parte de una biblioteca colombiana que será lanzada en la Fiesta del Libro de Bogotá de 2016 y estará acompañado por los títulos El gran Burundún-Burundá ha muerto, de Jorge Zalamea; Cosme, de José Félix Fuenmayor; Cuentos completos, de Pedro Gómez Valderrama; Girasoles en invierno, de Alba Lucía Ángel; Los laberintos insolados, de Marta Traba; y Nadar contra la corriente, de Hernando Téllez.