Fui un farsante entre los farsantes de ARCO


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El negocio del arte contemporáneo sigue generando controversia, sorpresa y burla entre los que no tenéis dinero. Cómo se pueden pagan pastizales por piezas (maravillosas, bonicas o mojones, pero piezas) y de qué manera se consigue dar el salto cualitativo para que una propuesta pase de ser algo que cualquiera tiraría a la basura sin miramientos a cotizar fuerte en el mercado son las grandes preguntas que sobrevuelan la trama. Al final éste no es más que otro escenario para que la gente con pasta, con mucha pasta, pueda exhibirla añadiendo ínfulas de buen gusto a su costumbre de pulirse billetes sin miramientos. De qué sirven cuentas con muchos ceros, sociedades interpuestas y viajes a Suiza sin esquíes sino puedes darte un capricho exclusivo de vez en cuando para lucir ante las visitas. Y quien dice uno dice crear tu propia colección, porque una sola obra como que no, resulta ordinario, aburrido y muy forzado.

Visité ARCO con la intención de saber por qué uno termina llevándose a casa, para alguna de sus casas, un determinado pedazo de hierro, de tela o similares, pagando el sueldo de un año de una persona común. Cómo te lían a ese nivel para que sea esa cosa y no otra. Quería presenciar cómo hacen magia unos profesionales que son capaces de ponerle el precio de un coche a un ladrillo metido en una mochila con una coartada irrefutable.

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Pensé que si iba a tratar con hacedores de lluvia debería presentarme de alguna manera para tener credibilidad. Era imposible que consiguiera de repente ese aura de rezumar dinero (mucho más en ambiente casual, que es cuando más imponen los potentados) así que opté por el rol de intermediario “de una persona importante”. Educación distante, elegancia informal y un jersey de cuello vuelto eran mis argumentos.

Así comenzó el recorrido por los dos pabellones de la Feria entre tiracuartos, vendehúmos, amantes del arte, artistas interesados por el trabajo de compañeros o en busca de la fórmula mágica para estar en catálogo, algún que otro mamarracho (aunque en este contexto se conocen como excéntricos), currantes del sector y muchos curiosos.

Instituto de Visión. Bogotá.

“Tengo una persona que está interesada en invertir. Tiene una villa en Ibiza y le gustaría algo especial. Creo que le gustaría lo que tenéis aquí”. Por supuesto la persona amabilísima que me atendió no tuvo ninguna duda de que lo que estaba buscando era esa especie de trozos de acera con charcos que ocupaban un espacio exagerado y obvió todo lo demás. Yo ya había llamado su atención haciendo fotos a todo lo que tenían por allí colgado o en el suelo y casi cayéndome encima de una pieza. Lo normal. “La verdad es que me parece espectacular pero ¿cómo se lo explico a mi cliente?”. Un largo discurso acompañado de láminas sobre el artista, sus motivaciones y como aquellos fragmentos de calzada portuguesa los puedes ensamblar como quieras porque tienen ruedas que simbolizan las migraciones y que cada bolsa de agua es de una planta determinada ilustraron la respuesta. Precioso todo. “¿En qué precio nos moveríamos?”. Consideré esta la fórmula más elegante por encima de “¿y esto cómo se llama?” y aún más que frotar la yema del pulgar con las de índice y corazón. “Las piezas se venden bien por pares, que son 12.000 euros o si quisiera tres saldrían por 15.000”. Vaya, pues al final algo de oferta sí que hay. Sale a cuenta llevarse tres. “Gracias por su ayuda. Creo que le va a fascinar” “Por favor no dude en ponerse en contacto para cualquier consulta”.

Travesía Cuatro. México/Madrid.

El siguiente fue un puesto de jarrones. A ver, con muchos matices, pero jarrones. Quizá llamó mi atención la modestia de la puesta en escena. Jarrones en podios, nada especialmente llamativo de lejos ni de cerca. Por qué demonios estaba allí aquello. “Una casa en Ibiza, oh, Ibitza”. Mi interlocutora no era muy ducha con el español pero enseguida me indicó la pieza que iría fantástica con la magia de la isla blanca. Yo no alcancé a comprender el motivo pero si ella estaba tan segura sería por algo. Si me llega a decir que era algo zodiacal me hubiese parecido estupendo, o por algo de la piel o de la luz, también. Estuvimos un rato observando el trabajo que llevaba la cerámica y las distintas texturas que se combinaban. “¿De qué cantidad estaríamos hablando?” (de nuevo sutileza, nada de venga estírate o cómo si fuese para a ti). “8.000 euros”. Toma ya. “La artista antes era músico. Ella considera esto una performance”.

Galerie Näscht St Stephan. Viena.

Ya tenía mis dos cositas para la villa ibicenca pero me faltaba algo para el despacho de Madrid. Paseo arriba, paseo abajo di con una galería que no podía dejar pasar por alto. Da igual lo que tuviesen en las paredes. En el suelo lucían serenos y desafiantes dos buenos trozos de hormigón. Esto es exactamente lo que mi cliente estaba buscando. La responsable (de nuevo, sí, son mujeres encantadoras en su enorme mayoría) celebró mi buen criterio: “Son idóneos para cualquier tipo de oficina”. Me contó el proceso creativo del artista, lo difícil que es trabajar este material porque, claro, si no lo pillas en el momento adecuado se pone duro y ya no vale. Me advirtió que el más grande requería de una superficie adecuada porque era muy pesado y que el pequeño tenía en su forma marcados los cadenazos del artista… 16.000 y 8.000, respectivamente. En ese instante pasó algo. Nos miramos a los ojos en silencio apenas un par de segundos, ella sabía, yo sabía. Sonreímos levemente y no hizo falta más. Nos habíamos visto los hilos. “Qué bochorno ¿verdad?, estoy flipando tanto o más que tú”, hubiese sido lo lógico verbalizar, pero no era el momento ni el lugar. Le pedí su tarjeta y algo más de info para mi representado, que me proporcionó con diligencia. Nos despedimos con un ten buen día.