Fotos por Joey Prince.
Cuando iba en la universidad, una amiga que no se rasuraba las axilas me prestó una copia del tratado feminista de Inga Musico Cunt: A Declaration of Independence (Coño: una declaración de independencia). Mientras lo hojeaba, instantáneamente tuve muchas buenas ideas, como apoyar los negocios hechos por mujeres, los derechos LGBT y observar mi vagina con un espejito. Después hubo cosas que no me creí de inmediato, como el aborto por medio de la reflexología y más específicamente, usar sangre menstrual para fertilizar mis plantas.
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La referencia al fertilizante de sangre menstrual está enterrada dentro de descripciones de productos de cuidado femenino alternos: “Puedes echar la sangre dentro de un frasco, rellenarla con agua y dársela de comer a tus plantas caseras, las cuales… [una amiga] me dijo ‘adoran eso’”. Googleé la perturbadora tendencia, y claro que me encontré un par de páginas de internet de cómo alcanzar una vida sustentable y prepararse para el apocalipsis que apoyaban la idea de hacer jardinería con una ola carmesí.
La sangre contiene tres de los macronutrientes primarios de las plantas: nitrógeno, fósforo y potasio. Las plantas exigen estos componentes en grandes cantidades para que puedan sobrevivir, o algo así. Aunque el bisabuelo de los nutrientes sangrientos es el nitrógeno, que ayuda a impulsar el brillo y el crecimiento de las plantas. Entonces — como jardinera pobre y una entusiasta de los vasitos con sangre menstrual— decidí guardar mi siguiente ciclo para ayudar a las plantas a crecer.
Los vasitos menstruales, en el caso de que sigas siendo esclava del tapón de algodón y estés algo fuera de onda, son unas cositas de silicón flexibles que doblas y te metes en tu hoyito más bendito para captar la sangre. La mayoría de las personas tiran su ciclo por el escusado, pero para mi Shark Week personal, vacié mis vasitos dentro de un frasco. Al final del ciclo le agregué nueve tantos de agua por cada tanto de sangre, para hacer un balance. Decidí hacer el experimento durante una semana con una planta de sombra y con una de sol. El plan era regar sábila (la de interior) y lechuga romana (la de sol) cada semana con té de sangre.
Invité a mi amigo Joey a fotografiar el primer día y me sorprendí de lo fácil que fue convencerlo. Se percató del frasco pegajoso a un lado de mi buró: “¿Cómo crees que los hombres vayan a manejar eso?” me preguntó. “¿No los va a sacar de pedo?” Ni había pensado en la posibilidad de asustar a probables conquistas sexuales. Equis.
Llegó el segundo día con el nutriente femenino. No pasó nada de inmediato, ni bueno ni malo. Lo mismo con el tercer día, pero llovió esa noche, me pregunté si el diluvio había acabado con las vitaminas vaginales de la lechuga. Le puse un poquito más en la noche, por si acaso. La sábila obviamente estaba sana y salva a un lado de mi buró.
Esa noche le demostré a Joey que estaba equivocado ya que un hombre se quedó a dormir. El chico me preguntó por el frasco lleno de lo que parecía ser un asqueroso jabón vaginal café, pero en cuanto le conté del experimento lo aceptó y hasta me siguió mandando mensajes toda la semana. Después de eso guardaba el té afuera de mi ventana junto a la lechuga. Aunque el Chico de la Tercera Noche no estaba asustado, me preocupó pasar días en mi pequeño y caluroso cuarto rodeada de plantas ensangrentadas y frascos de mucosidad. Mi papá me preguntó si estaba bien. No estaba segura, pero la lechuga estaba brotando afuera de mi ventana. La sábila se veía prácticamente igual. Para el quinto día cancelé el tratamiento sangriento de la sábila. La poción se había cocido bajo el sol y olía feo, ya no lo podía tolerar.
En una de las páginas hippies vi un comentario que estaba desde el 2004, que decía que la sangre menstrual atraía a las hormigas. Así que creí que los insectos atacarían la lechuga a partir del sexto día, pero se veía bien, de hecho se veía muy bien y alegre. Hay quien diría que hasta estaba floreciente.
Al séptimo día Joey regresó a nuestra cita especial. Con algo de esfuerzo lavé la lechuga ensangrentada y preparé una ensaladita de verano con fresas. Finalmente era hora de probarla. Sabía a… a lechuga. Llevo creciendo este tipo de lechuga en un par de estados sin usar sangre, y siempre es casi igual.
A pesar de la obvia diferencia en sabores, la tierra estaba llena de nutrientes. Cuando hice la ensalada corté la cabeza al límite del tallo, una semana después la cabeza de la lechuga había vuelto a crecer al menos siete centímetros. El resultado fue increíble, pero no podía seguirlo haciendo. Se supone que me mudo en unas semanas, entonces he estado sacando muchas pertenencias que no me puedo llevar al sur. Una roomie se quedó con la mayor parte de mis plantas pero no podía manejar el tema del nutriente Andrés que le daba fuerza a la lechuga. Terminé dándosela al Chico de la Tercera Noche, quien la aceptó con empatía y ahora hay una lechuga de sangre creciendo en Bed-Stuy.
El saber que cultivé e hice crecer algo con mi cuerpo sigue siendo emocionante. Nunca vas a ver a un hombre haciendo eso. Algunos comentarios en internet promueven el fertilizante menstrual como una forma de fortificar el crecimiento de “hierbas rituales”, y me encantan esas mamadas de brujas.