La guerra. Posiblemente, una de las cosas más odiadas de nuestro mundo. A menos que seas Gengis Khan o José María Aznar, si alguien te preguntara si te apetece librar una guerra, seguramente dirías “Nah”, y pondrías cara de haber tocado un chicle pegado debajo de la mesa.
Luego está el pasado. A la gente le flipa el pasado. A la gente mayor, obviamente, porque se dirigen a su final a la velocidad de la luz y encuentran consuelo en el pasado. Pero también a los jóvenes, esos que se dejan crecer bigotes imperiales y van las fiestas Blitz del Reino Unido (unas fiestas cuya temática son los años 30 y 40), olvidando al parecer que Blitz fue el nombre con el que se bautizó a la implacable campaña de bombardeos nada divertida llevada a cabo por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
Videos by VICE
¿Qué pasa cuando juntas estos dos elementos la guerra y el pasado en un recinto enorme en el condado de Kent? Pues que aparece el The War and Peace Revival, un festival de cinco días dedicado a la temática militar vintage.
Tiene todo lo que cabría esperar de un festival música, cerveza, barro y gente disfrazada con indumentarias ridículas de elaboración propia, solo que los temas de las canciones tratan del lindy hop y las relaciones estables, y no de pillar ciegos y de infidelidades.
Muchas veces me pregunto por qué hay tanta gente obsesionada con la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Vale, sí, fue la última vez que medio mundo se unió para derrotar a un auténtico mal y hemos aprendido muchas lecciones que han cambiado drásticamente el curso de la historia moderna, pero joder, es que nos gusta machacar el tema hasta la saciedad. Da la sensación de que cada día, desde hace sesenta años, se publica un libro, una película o un documental nuevo sobre los dos conflictos mundiales.
Decidí darme una vuelta para el festival y ver si podía entender de dónde venía esa fascinación por revivir uno de los periodos históricos con las mayores pérdidas de vidas humanas.
Lo primero que me llamó la atención fue la magnitud del evento. Después de un breve paseo, calculé que el recinto tendría dos tercios de las dimensiones del de Glastonbury, y por todas partes había tanques, uniformes del ejército y, en lugar de tiendas de campaña, barracas improvisadas en las que se alojaban los asistentes.
La estampa parecía sacada de una escena de La chaqueta metálica, con carteles que decían “Dios es mi escopeta” o “Tú grita, que nosotros te bombardeamos a saco”. Incluso usaban ese horrible sistema de identificar su zona de acampada con banderas, solo que en vez de estandartes de Bob Esponja o con una cara sonriente de acid house, habían puesto enormes banderas estadounidenses, británicas y, en algunos casos, nazis.
Empecé a charlar con un tipo llamado Marcus, de la sección de Vietnam, vestido de agente secreto de la CIA y que estaba bebiendo lo que parecía un JD con cola, pese a que eran las 10 de la mañana. Le pregunté por qué le gustaba tanto acudir a ese festival disfrazado.
“Antes estaba en el ejército”, contestó. “Esto es lo más parecido a la camaradería que había en el ejército. Por eso atrae a tanta gente”.
Entre sorbos de la bebida, me contó que en su tiempo libre daba clases de historia y que este no era el único evento del estilo al que acudía. Su favorito era una recreación de la Guerra de las Dos Rosas, en el que hacía de comerciante italiano.
“Soy una gente de alto rango de la CIA”, continuó. “Básicamente, estoy al mismo nivel que un coronel, por lo que, si quisiera, podría pedirle a cualquiera que me dejara usar su helicóptero o su tanque y no podrían negarse”.
No estaba seguro de si hablaba por su personaje o si realmente se creía lo que me estaba diciendo, pero bueno, el caso es que me dejó probarme su máscara de gas.
En el recito, había varias secciones dedicadas a distintos aspectos de la guerra. En algunas simplemente se exhibían tanques y otros vehículos. En otras, había tanques, vehículos y recreaciones de escenas de batallas con un montón de tíos (el 99 por ciento eran tíos) vestidos de uniforme y cara de no saber qué pasaba.
Entablé conversación con el propietario de un trasto parecido a un tanque y que servía para transportar personas. Me contó de dónde había sacado hasta la más diminuta de las piezas de su vehículo, desde las luces laterales hasta la licorera que había en el interior, una pieza auténtica de factura alemana.
Un rasgo común a todos los asistentes era su predisposición a hablar. Uno de ellos había venido desde Letonia para exhibir su Batmóvil antiguo y no me dejó ir sin antes explicarme la historia de cada una de las tuercas y tornillos que lo componían. Había algo de entrañable en ver a un tío ya maduro hablando de su tesoro con la misma ilusión que un chaval habla de su última captura en Pokémon Go.
Seguí paseando por el recinto para ver más uniformes con un increíble nivel de detalle, la mayoría de ellos ocupados por tipos con algo de sobrepeso que aunque no pude constatarlo uno por uno probablemente no hayan estado nunca en el ejército.
Estuve charlando con un tipo encantador que pese al terrible calor que amenazaba con quemarme la calva, por fidelidad a su disfraz de secuaz de la Corporación Umbrella, de Resident Evil, en ningún momento se quitó la máscara para hablar conmigo.
“Me encanta cómo queda el uniforme completo y la sensación de llevarlo puesto”, me confesó. “Yo me dedico más bien a coleccionar las distintas piezas y a diseñar el disfraz por mi cuenta. Estoy muy orgulloso de cómo ha quedado”.
Luego paseé por una especie de mercadillo de ropa vintage lleno de rockabillies y telas con topos que no pegaban nada con las gabardinas que había visto unos metros más atrás. Allí conocí a Natalie, que vendía ropa antigua en su caravana cincuentera, de nombre Twiggy.
“Yo vengo porque me parece que esta estética tiene mucha clase”, fue su respuesta a mi pregunta de por qué vestía así. “Creo que a la sociedad moderna le falta ese elemento. En aquella época la gente tenía más tiempo para arreglarse y cuidar su aspecto. Hoy día las chicas se recogen el pelo con una pinza y salen tal cual”.
Ni que decir tienen que muchos de los asistentes al festival estaban enamorados con “los viejos tiempos”, esa época de tonos sepia en la que los niños respetaban a los adultos y nadie se indignaba por las carnicerías halal porque ni siquiera existían. Mi visita a War and Peace me dejó con la sensación de que muchos de sus participantes se sentían orgullosos de su espíritu nacionalista. No digo que no hubiera partidarios de la permanencia en la UE, pero me pareció que la mayoría de ellos simpatizaba con el Brexit. Tal era su obsesión por su visión idealizada del pasado que estaban dispuestos a ignorar “hechos” y “consejos de expertos” si con ello podían revivir una época en la que el término patrioterismo no tenía connotaciones negativas.
Cómo no, en la feria también había gran cantidad de armas. Pistolas de aire comprimido extremadamente realistas, pistolas de bolas de pintura, campos de tiro, armas antiguas, armas nuevas, incluso un AK-47 dorado valorado en 3.000 euros y que estoy seguro que en algún momento perteneció a Gaddafi. Su propietario me contó la historia: “Fue hallada en Oriente Próximo”, afirmó, “cubierta de sangre y vísceras. ¿Ves el agujero de bala que tiene en la parte de atrás?”.
En efecto, en el otro extremo del arma había un agujero de bala.
“Pues por ahí seguramente fue por donde entró el disparo que mató al tipo”.
Es un alivio saber que todavía queda gente tan dispuesta a parecer un dictador loco y ebrio de poder que se gaste miles de euros en armas doradas.
Vi que detrás del mostrador del tipo colgaba una bandera negra de las SS, la policía racial de los nazis. De hecho, no era el primero objeto de la ideología nacionalsocialista que veía en el recinto del festival: había gente uniformada, banderas con la esvástica, parches con la calavera y las tibias cruzadas, cosas por el estilo. Así que en la siguiente parada, le pregunté al encargado, Tony que también exhibía una enorme bandera nazi, por qué nadie veía mal que se mostrara una iconografía que resulta ofensiva para cientos de miles de personas.
“Mi especialidad son los detonadores de bombas. Me gustan mucho, y los alemanes los hacían muy bien”, dijo Tony. “Creo que a la mayoría simplemente le gusta la estética. Todo lo que fabricaron los nazis estaba increíblemente bien hecho: los cuchillos fueron fabricados a mano, por ejemplo, y las máquinas siguen siendo un gran ejemplo desde el punto de vista técnico”, añadió.
Y ¿qué hay de las connotaciones horribles inherentes a esa estética?
“Una persona que esté muy sensibilizada con ese tema no va a venir a un sitio como este. Quizá haya gente que comparta esa ideología, pero la mayoría está aquí por coleccionismo y para la compra-venta”.
En honor a la verdad, la bandera no era de Tony, sino del dueño del puesto, y efectivamente, la auténtica pasión de Tony parecían ser los detonadores. Al ser objetos de gran calidad y difíciles de encontrar, las piezas de la Alemania nazi están más cotizadas y predominan en el mercado desde un punto de vista meramente crematístico.
Eso no quería decir que no hubiera zonas del festival bastante controvertidas. Así, por ejemplo, no vi en el recito a nadie que no fuera blanco, a excepción de un japonés vestido con un uniforme de la Segunda Guerra Mundial que no paraba de gritar “¡Banzai!”. Obviamente, para mí no suponía un problema, pero no quiero imaginarme lo que supondría para un judío pasearse por el recinto de War and Peace, a la vista de lo que a veces parecía una reunión informal de nazis en el sureste de Inglaterra.
Hacia el final de la jornada, decidí descansar un poco en el interior de este tanque. Su propietario, John, me contó cómo llegó esa bestia mecánica a su poder. “Lo construí entero en tres años y medio”, dijo orgulloso. “Me ha costado mucho esfuerzo fabricarlo, y ahora que estoy jubilado, ya puedo centrarme en mis vehículos”.
John me pareció un tipo agradable, y su fascinación por los “vehículos” me ayudó a entender mejor el concepto del festival. Al margen de sus aspectos más delicados, no deja de ser una especie de extensión de la afición por las maquetas de aviones, solo que con modelos a escala real y con un coste 40 veces mayor. Y en lugar de haber soldados de juguete, hay personas disfrazadas con uniformes emborrachándose y dispuestos a soltarle el rollo a cualquiera que quiera escucharles.
@williamwasteman / alexandermcbridewilson.com
Traducción por Mario Abad.