Artículo publicado por VICE Argentina
Un pedo empuja, la mierda cae. Se tira la cadena, a limpiarse y a otra cosa. Y en esa liturgia hay un gran perdedor. Un jugador valioso que resulta completamente subestimado. Ahí, en ese instante naturalizado, nadie, nadie, nadie, valora a los benditos inodoros, depositarios de todo lo malo, de los excesos, de lo que casi nadie quiere y de los que todos dicen no hacer. Por caso, y viene a cuento, Buenos Aires es una ciudad que se caracteriza por su versatilidad y su oferta. Todavía sorprende descubrir algunos resquicios de belleza escondidos, vírgenes para el gran público. Entonces, el Museo del Inodoro se erige como uno de los lugares más increíbles e insólitos dentro de toda la superpoblada Capital Federal.
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Así es cómo, una mañana cualquiera, puede encontrarse a un pequeño convoy de curiosos en búsqueda de información del inodoro. Valientes y justos que ponderan al gran héroe de esta batalla. ¿De dónde vienen los inodoros? ¿Quiénes los inventaron? ¿Cómo llegaron al país? ¿Cómo se defecaba antes de antes? ¿Dónde iba todo lo que sobraba? ¿Siempre fuimos pudientes o en un momento a todos nos importaba una mierda? Y, lo más importante, ¿por qué un edificio monstruoso construido a puro lujo alberga tantos inodoros?
El Museo del Inodoro existe y queda dentro del Palacio de las Aguas Corrientes, en Riobamba 750, piso 1°, en uno de los monumentos más importantes de Buenos Aires. Allí, se puede conocer la historia del agua y del saneamiento de nuestro país. Hay incluso visitas guiadas los lunes, miércoles y viernes a las 11 am. Y entre artefactos sanitarios, cañerías, medidores, grifería de distintos materiales y procedencia, el gran apartado al inodoro. “Comúnmente nos conocen como el Museo del Inodoro, pero a nosotros no nos molesta. Todo lo contrario, nos trae prensa y concurrencia”, se sincera el guía de turno. Formalmente, al lugar se lo distingue como el Museo del Agua y de la Historia Sanitaria pero aquello, en efecto, no seduce. No tiene la estridencia de “inodoro”. No está relacionado con la fascinación oculta de la sociedad por la mierda.
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En algún momento de la vieja Buenos Aires, el agua transmitía enfermedades. No era tan limpia como en la colonia, ni estaba tan contaminada como hoy en día. Existía la figura del aguatero. Se tomaba agua como se podía. Y se cagaba de maneras que hoy serían el horror de los fifís. Entretanto, tras la epidemia de fiebre amarilla y cólera y la muerte del 10 por ciento de la población (incluida la de Marcos Paz, en 1868, entonces vicepresidente), el presidente Sarmiento tomó cartas en el asunto: el agua debía convertirse una cuestión de salud pública. De esta manera, en este edificio inaugurado en 1894, Argentina empezó a construir un sistema de red cloacales antes que en, por ejemplo, ciudades de punta como Nueva York y Chicago. Aquí, se utilizaron unos sistemas cloacales modernos inspirados en Inglaterra. De a poco, Argentina empezaría a cagar mejor que en otras grandes capitales del mundo.
El edificio estaba ubicado en un barrio elegante. Hoy no es de los barrios más pudientes de la ciudad pero mantiene cierto nivel. Aún así, no hay manera que este monumento de 300 mil piezas no se distinga entre todos los que pasen por alguno de sus lados. Para 1873, el año en que comenzó a proyectarse, los vecinos lo veían con mala cara, pero el proyecto terminó siendo disruptivo para el barrio. Y, curiosamente, aún en estos días, todavía, el Museo del Inodoro guarda una entrada para los carros de los reyes. Por supuesto que nunca lo visitó ninguno: sólo trabajadores, curiosos y personas con ganas de ir a probar sus inodoros.
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Ahora bien, ¿por qué hay tantos inodoros? porque Obras Sanitarias Nacionales, la entidad que regulaba y manejaba el uso del agua pública, tuvo una metodología de acción interesante: les pedían tres piezas de inodoros a los fabricantes. ¿Fetichistas? no, ¿quisquillosos? tal vez. La primera pieza la cortaban para ver y chequear su resistencia. En este proceso además exigían al inodoro ante algunas pruebas químicas y veían su evolución. La segunda, la guardaban por si algo fallaba. Y la tercera la devolvían con un sello de aprobación o desaprobación. En consecuencia, todo ese material se fue acumulando y hoy se exhibe orgulloso, limpio e inmaculado, sin ningún rastro de mierda.
“No, no toques ahí”, grita desesperada la asistente del guía cuando un señor quiere “tirar la cadena”. Claro: antes de los botones o push, la cadena del inodoro “se tiraba”. De ahí que aún se siga usando esa expresión. Y entre la excitación de señoras mayores que aportan datos de cómo se cagaba, el antecedente al inodoro: la letrina, ese pozo hediondo que todavía persiste en algunos clubes y lugares de concurrencia masiva. Si bien no trae buenos recuerdos a nadie, dicen los médicos y especialistas que al usarlo se adopta la posición más correcta al defecar.
Más allá, un bidet portátil que circulaba en las casas de más recursos para cuidar la higiene individual. Algunos vecinos tiraban sus inmundicias a la vereda al grito de “¡agua va!”. Pero fue entre 1920 y 1930 cuando el baño se convirtió en el espacio que hoy conocemos. Aunque en esa época había un particular uso del mismo: en las familias primero se bañaba el padre, luego el hijo mayor, luego el menor y, por último, la madre. Ya vemos que el machismo viene arrastrado desde hace mucho, mucho tiempo. Al bañarse, las familias reciclaban y reutilizaban el agua. Y, de paso, otro mito a develar: de ahí viene el cuento que las mujeres no pueden bañarse con el período. ¿Por qué? porque la sangre podría “contaminar” o “ensuciar” el agua para futuros usos.
Y con la llegada de los baños y la estandarización de los inodoros, Buenos Aires se fue volviendo más y más pudiente. De tirar la mierda estridentemente a la vereda a sonrojarse por un pedito. Más acá, un inodoro con bidet incorporado, otro inodoro apto para hemorroides y, lo más curioso, un inodoro con lavatorio incorporado. ¿Cómo? Sí, el agua de la bacha se reutiliza en el inodoro. Así las cosas, el Museo del Inodoro, esta oda al detrito, dice más de nuestra historia de lo que siquiera podemos imaginar. Tirá la cadena. Por agua viene y por agua se va.