en donde naufragios y muertes
son pretextos de ceremonias adorables
Alejandra Pizanik
Los integrantes del pueblo yanomami que han muerto no yacen bajo tierra. Esta tribu amazónica tiene un ritual fúnebre que debe cumplirse con precisión, de lo contrario quien murió no podrá permanecer en el mundo de los humanos y esto va en contravía a sus creencias. Cuando un yanomami muere, primero se crema y las cenizas que resultan son guardadas. Tiempo después quienes lo quisieron se reúnen a recordarlo, para dejar ir cada pedazo de su existencia, y se comen las cenizas para que así ese ser habite en el cuerpo de la tribu. Los vikingos tampoco solían enterrar a sus muertos, como sí lo hacen algunos católicos o lo hacían en la antigua Atenas. Quienes podían disponer de un barco eran incinerados en él sobre aguas mansas rodeados de ofrendas que —según su cultura— disfrutaban en la vida que había después de esa muerte. Hoy en Nueva Orleans se ofrecen servicios fúnebres acompañados por jazz, donde los ritmos cambian de dolorosos y solemnes a jubilosos una vez el cuerpo es enterrado. Quienes están conmemorando la vida del difunto, bailan. En México aún hay mujeres plañideras que se pasan los días en velorios de muertos ajenos llorando, sumiéndose en lamentos.
Desde el paleolítico, nuestros antepasados han hecho de la muerte un ritual. Cualquiera que sea el credo o incluso ante la ausencia de uno, el ser humano se ha hecho a cánticos, oraciones, gestos, modos de preservación y celebraciones duraderas, pensadas para que quien dejó de existir transite o se extinga, y que quien se queda en la Tierra pueda continuar su vida aún con la pérdida. Sin embargo, hoy que el contacto se reduce a lo mínimo, para muchos estos rituales han mutado en sus formas y se han trasladado al celular, al computador, a las redes sociales, a ese lugar sin tacto.
Alejandra (26) logró viajar en enero del 2020 en carro desde una ciudad de Colombia hasta otra, donde su abuela estaba en un delicado estado de salud. Pudo estar cerca, abrazar a su padre y escoger las imágenes para consignar en su memoria cuando ella murió; fue testigo del tránsito. Como muchas personas de su familia no pudieron viajar, una de sus tías hizo las veces de puente y de reportera a través de un grupo de WhatsApp y escogió los pedazos de información que sus seres queridos recibieron a través de la pantalla. Para ellos fue la única forma de estar ahí, de acompañar, de asimilar el deceso.
“Mami se está poniendo muy mal”.
“Mami está agonizando”.
“Mami falleció”.
Estos mensajes estuvieron seguidos de imágenes, de una especie de crónica gráfica del rito fúnebre: hubo registro en fotografía y video de la salida del cuerpo del hospital, videollamadas durante la velación para mostrar el cuerpo inerte, se catalogó cada una de las coronas de flores que mandaron los amigos, hubo videos del ataúd siendo cargado por los hijos, del ataúd introduciéndose en la tierra, del ataúd siendo cubierto, de la lápida, de los hijos rodeando la lápida.
Capturar en imágenes a los muertos no es una práctica nueva, los retratos del luto fueron muy populares en la época victoriana cuando la tasa de mortalidad era alta debido a epidemias como tifus y cólera. Algunas familias tomaron retratos en compañía de sus muertos —muchas veces niños— antes de ser enterrados o incluso únicamente del cuerpo. En Guanajuato, México, Romualdo García se dedicó a fotografiar muertos entre el siglo XIX y el siglo XX; y en Colombia Benjamín de la Calle y Melitón Rodríguez, ambos fotógrafos afincados en la ciudad de Medellín a inicios del siglo XX, hicieron retratos de niños que fallecieron y que contaron con familias que tenían el afán de inmortalizarlos de algún modo.
Luego del entierro de la abuela de Alejandra vinieron momentos en los que sus familiares se unieron en oración a través de Meet. También un tío hizo una serie de videos para WhatsApp en los que leía la “biblia de la abuela” y todo lo que estaba allí: fotos, cartas y detalles. “Quien no estaba en la biblia de la abuela no estaba en su corazón”, cuenta Alejandra. Este fue un rito del duelo, a través de una pantalla y por entregas cada noche como si se tratase de un videoblog. Lo que normalmente harían de frente, reunidos y en contacto para tramitar la pérdida, lo hicieron tecleando, mirando de frente una cámara.
Alejandra describió todo el ritual como extraño.
Videos by VICE
La usuaria de Twitter @SilviaJulianaa escribió hace poco en su cuenta: “Nunca creí que mi rol en el entierro de mi abuela iba a ser quedarme como una imbécil admitiendo a la gente que se estaba conectando a la misa virtual”.
La invitación a un funeral enviado por una casa funeraria de Medellín, Colombia reza así: “Será transmitida con cuerpo presente por Facebook a las 2:00 p.m., el link del envío se enviará en el transcurso de la mañana”.
Para la candidata a doctora en psicología clínica Daniela Zuluaga, el hecho de que hoy las invitaciones a ritos fúnebres sean un link y que no pueda haber un llanto colectivo en presencia, no reduce el efecto del ritual. “El duelo es un proceso cognitivo y afectivo que supone afrontar o reestructurar el pensamiento y las emociones sobre el objeto de la pérdida. Este duelo suele estar acompañado de rituales; que este sea digital, que se haga a través de imágenes, videos, conversaciones no presenciales, que no se esté en contacto directo con lo real, no le quita validez. Lo importante es reconocer el carácter ritual mortuorio, que supone afrontar o reestructurar pensamientos y emociones sobre la experiencia de la pérdida”, dice.
Lo que el terapeuta recomienda, afirma Zuluaga, es que cuando no puede haber una cercanía en el momento del fallecimiento, la persona esté lo más enterada posible de lo que está ocurriendo. En ese sentido, el funeral por Meet y la imagen del cuerpo en quietud cumplen el propósito de entregarle al cerebro información para que entienda que el otro ya no está, no de la misma manera.
Gran parte de los videos e imágenes que se compartieron cuando la abuela de Alejandra murió permanecieron en la intimidad de la familia —un grupo de WhatsApp—, pero otra parte fue compartida en distintas redes sociales por los hijos y los nietos con mensajes como “Vuela alto, estás con Dios, estás en el reino de Dios, te amé con toda mi vida”. Alejandra cree que el acto de hacerlo público da la sensación de que la persona que murió sabrá que es recordada, amada.
¿Pero de dónde nace este impulso?, ¿por qué hacer público lo que aparenta tanta intimidad como el ritual de la muerte o retratos en vida de ese ser que falleció?, ¿ayudan las fotografías y los recuerdos en imagen a tramitar la pérdida?, ¿o por el contrario la complejizan?
Para Laura Victoria Londoño, psicóloga y estudiante del doctorado en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana en Medellín, Colombia, este impulso viene de una necesidad de “mostrar el vínculo, hacer homenaje. Que se vea que esa existencia sí tuvo sentido, que no era uno más. Que sepan que se murió alguien especial”. Sin embargo, no es solo uno el motivo para compartir en redes sociales la imagen viva de alguien que ya no está.
Cuando Diego Santa (37) y Sebastián Montaño (33) se dieron cuenta de la muerte de su amiga Daniela tuvieron la reacción de ir a esculcar en sus celulares las fotos y videos que tenían con ella y las publicaron en sus cuentas de Instagram. “Yo puse la imagen por la sonrisa, para recordarla así sonriendo, porque ella era eso”, cuenta Diego. Para Sebastián fue distinto, “Publicar es una forma de mitigar el dolor, a mí me sirve mucho hablar cuando estoy atravesando un duelo y compartir en redes es una forma de hablar. Para mí es una terapia de realidad, referirse a esa persona en presente y pasar al tiempo pasado paulatinamente. Yo creo que las salas de velación para nuestra generación ya no funcionan, prefiero ver videos de Daniela bailando y feliz y recordarla así, por ejemplo, que verla en una caja”.
El duelo tiene mucho de desescombrar. De buscar en la memoria los recuerdos que se fabricaron con esa persona. La cabeza tiene que hacer un recuento, dice Adriana Villa, especialista en psicoterapia y orientación psicoanalítica que ha trabajado profusamente el tema del trauma: “Cuando no se hace esa revisión, cuando se busca no recordar mucho y pasar rápido por ahí, el duelo puede no quedar bien hecho. Cuando se permite el recuerdo, eso trae consigo una emoción que debe ser expresada o tramitada y cuando este ciclo tiene lugar hay bienestar psicológico; de otra forma las emociones van a seguir estando ahí”.
No hay que olvidar, además, que las redes sociales son lugares a los que se asiste en la búsqueda de afinidades e interacción; cuando se está asimilando la muerte de un ser querido también puede convertirse en ese lugar de acompañamiento. La mayoría de emociones se tramitan, se gestionan, se manejan con ayuda de los otros, afirma Adriana, y eso es fundamental: “Tú puedes encontrar estrategias para hacerlo tú solo, pero los otros ayudan a contener, te dan estrategias, te ayudan a suavizar. Y en este caso las redes se pueden convertir en ese lugar para recibir ese apoyo”. Mostrar un recuerdo de quien murió es también un llamado a la atención.
Camila Vanegas (28) a veces publica imágenes de un amigo que falleció hace algunos años. Dice que las fotografías la ayuda a recordarlo y hacerlo visible. “Es un intento de manifestar que lo extraño. Tengo ganas de comunicar que lo tengo presente por mí, que le hago un homenaje a nuestro coincidir y a su existencia”, dice. La fotografía siempre ha estado predispuesta a convertirse en recuerdo, a que queden en ella las estampas de un pasado que no regresa. Ahora se tiene, además, el poder repetir con gran facilidad los gestos, reproducir las voces, de alguna manera volver.
El investigador Raymundo Mier, en el texto “El retrato y la metamorfosis” publicado en la revista Historia y grafía, apunta que la fotografía —aunque bien podrían ser también videos o gifs o cualquiera de estas cápsulas de la memoria— “inventó una nueva fisonomía para el olvido, un olvido encubierto, mitigado alrededor de la imagen emanada de los muertos; ella le ha impuesto a la narración de la memoria una fascinación y una serenidad, una exaltación y un terror del que carecía”. Hoy las pérdidas se tramitan por una pantalla, se hacen duelos de principio a fin sin el tacto de los otros, con los abrazos restringidos a lo mínimo y recordamos con estampas que traen toda esa esquizofrenia de la que habla Raymundo: a veces con una nostalgia reposada y a veces con zozobra.