Sexo

Gatos cogiendo

Scot Sothern es un fotógrafo con base en Los Ángeles y es gran fan de las prostitutas. Ha interactuado con ellas y las ha fotografiado desde 1960. Ha logrando exhibir sus imágenes en galerías de Estados Unidos, Canadá y Europa. Las fotos de Scot provocan una reacción visceral entre el público y genera muchas preguntas, por esto decidimos darle a Scot una columna regular para conocer las historias detrás de algunas de sus fotos. La idea es simple: presentamos una imagen del archivo de Scot junto a su explicación sobre lo que estaba pasando en el momento en el que la tomó. Bienvenidos.

Es 1988. Estoy en la Avenida Central como a un kilómetro de tomar decisiones correctas. Un viento tibio sopla por el desierto en el que se convirtió Los Ángeles. Son las 4AM cuando veo unas ruinas en tacones, con unos shorts y una playera miniatura. Me guiña el ojo, la saludo y me estaciono. La Virgen María o una de sus amigas está pintada en la pared de ladrillo del edificio de enfrente. La puta camina hacia el coche, abre la puerta y se sube.

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«A mi departamento», me dice. «Dale para allá». Me mira fijamente y me lleva a un callejón que parece un carnaval abandonado. «Párate aquí. Sígueme». Me estaciono a lado de unos botes de basura, tomo mi cámara y miro alrededor. No es un lugar bonito. Por algún lado se escuchan gatos cogiendo, la hembra aúlla mientras el macho gime como violador.

Camino a la puerta a través del patio de los departamentos, que parecen sólo existir de noche. El equilibrio de la puta es terrible; parece que se va a caer, pero nunca lo hace. Unos adolescentes pachecos están en el garaje sin hacer nada. Me miran feo. Entramos a un departamento oscuro. El cuarto lo alumbra una televisión en blanco y negro. Un padrote/esposo con calzones amarillos está en una mecedora tomando una botella de alcohol barato y viendo la tele como si hubiera algo que ver. Me mira y luego vuelve a la televisión.

La puta me toma de la mano y me jala a otro cuarto. «Vamos»; dice. «¿Quieres coger?»

Puedo ver el cuarto. Basura y juguetes de segunda mano están por todo el piso, y hay dos niños en la cama sin cobija. Uno duerme mientras el otro tiene un consolador en la boca y mira a su mamá.

«No vamos a entrar ahí», le dije.

«Sólo son niños», me dice. «¿Quieres coger?, vamos».

Mi pito se encoge de pronto. «No quiero coger. Quiero tomarte unas fotos».

El hombre de la tele se levanta y me mira. «¿Para qué quieres fotos?» Su boca huele a asilo de ancianos. En el piso: aluminio, un encendedor y parafernalia de drogas.

Este tipo me irrita, así que le digo: «No te estoy hablando a ti».

La puta me toma del brazo, me dice baby y quiere saber que la voy a tratar bien.

Saco 20 dólares de mi cartera, le digo que son los ahorros de mi vida, y que son suyos, lo único que tiene que hacer es posar como modelo.

«¿Desnuda?»

«Sí, claro. Pero vamos a cerrar la puerta». El niño de la cama nos ve y me asusta.

La puta toma el billete, camina al sillón y se encuera. El padrote se levanta y camina hacia mí. Me lleva una cabeza.

«¿Que hay de mí?» Sus ojos no enfocan bien y huele horrible. La puerta sigue abierta, el niño está viendo un programa chafa.

«¿Qué hay de ti?»

«Veinte dólares».

«Ya le di 20 a ella».

«¿Qué hay de mí?»

«Vete a la verga».

El padrote cierra el puño. Yo faroleo como si fuera un tipo rudo. Si me moviera como él, pareceríamos dos boxeadores de los paralímpicos en crack. Yo veo al padrote pero sigo sintiendo la mirada del niño.

El padrote me dice hijo de puta y se va con la puta, que ahora está desnuda en el sillón. La toma del brazo y la levanta. «¿Qué hay de mí?» Toma los 20 dólares de su bolsillo y se los da. Se regresa a su mecedora en la tele y me escupe los pies en el camino. Saludo al niño y cierro la puerta.

La puta posa en el sillón mientras le tomo fotos y la aliento a ser creativa. «Eso es bueno, excelente, mira a la cámara, haz eso de nuevo, es hermoso, genial».

Cuando termino, guardo mis cosas y la puerta se abre. El niño que había estado viéndonos entra. Ella se queda inmóvil. Tomo mi mochila y me voy sin despedirme.

Lee más en nuestra columna Historias nocturnas.