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El 27 de enero de 1994 ocurrió algo que dejó claro que el fútbol no puede dejarse en manos de burócratas sin criterio. Corría el minuto 87 del partido de clasificación para la Copa del Caribe entre Barbados y Granada en la ciudad de Saint Michael. Los locales, Barbados, ganaban por 2-1, lo cual no les servía para nada porque necesitaban una victoria por dos goles para superar a sus oponentes y conseguir el último pase a la finales que se iban a disputar en Trinidad y Tobago.
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La selección de Barbados ataca sin pausa, como un martillo pilón, hasta que de repente ocurre algo aparentemente incomprensible: el defensa Marc Sealy recibe el balón y en vez de mandarlo hacia adelante se lo pasa a su portero, Horace Stoute. Éste se lo devuelve, pero Sealy insiste. La jugada se repite varias veces. Finalmente, el zaguero controla y dispara a la escuadra… ¡de su propia portería!
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Claramente, algo no anda bien. El marcador refleja un 2-2, con lo que el partido deberá irse a la prórroga.
Aunque pueda parecerlo, a Sealy no se le había ido la cabeza por completo. Los organizadores del torneo habían sido pioneros en proponer a la FIFA una nueva regla: el Gol de Oro. La norma pretendía que todos los encuentros de fase de grupos empatados en 90 minutos se resolvieran mediante por un gol en tiempo extra. Hasta aquí, normal: la novedad era que dicho gol valdría doble y sería el último del encuentro. Si alguno de los dos equipos lograba marcar, se llevaría el partido. Una especie de ‘muerte súbita’ futbolística.
Lo que hizo Sealy ese día en Saint Michael, pues, no fue más que forzar la prórroga para que su equipo pudiera intentar conseguir ese ‘gol doble’ que necesitaban para pasar a la siguiente fase. Seguidamente, sin embargo, se produjo una situación absolutamente absurda: Barbados se dedicó a defender ambas porterías durante tres minutos para evitar que su rival decidiera repetir la estrategia: para evitar la prórroga, Granada podía haber marcado tanto en el arco contrario como en el suyo propio, y eso Barbados no podía permitirlo.
Desgraciadamente, no existen demasiadas imágenes del partido entre Barbados y Granada de 1994. Aquí está uno de los pocos vídeos que se puede encontrar en Youtube.
Reiteramos que este partido en el que un equipo estuvo intentando marcar en ambas porterías fue un encuentro internacional oficial aprobado por la FIFA.
Aunque las cosas jamás volvieron a ser tan absurdas durante el breve coqueteo del fútbol con el gol de oro, el partido de Saint Michael es el ejemplo más patético de cómo la integridad de este deporte se ve comprometida cuando alguien decide alterar su ADN tradicional.
Pongámonos en situación. A principios de los años 90, el fútbol tenía varias cuestiones por resolver. Amén de la cuestión de la cesión a los porteros —que tanta polémica levantó en el insulso Mundial de Italia’90—, había un problema que atenazaba la disciplina: la resolución de partidos (¡y campeonatos!) mediante las tandas de penaltis. Este sistema es antiguo y venerable, pero a la vez deja de lado la filosofía del fútbol como deporte colectivo.
Hasta la fecha ha habido 26 tandas de penaltis en las finales de la Copa Mundial desde su expansión a 16 equipos en 1996. También se han visto 10 tandas en Eurocopas. Es una forma devastadora de ser eliminado en un torneo importante: al fin y al cabo, convierte cuatro años de entrenamiento en una lotería en la que normalmente solo participan el portero y cuatro o cinco jugadores del equipo. 36 veces los sueños se han esfumado desde los malditos once metros.
La Euro de 1996 fue particularmente interesante. La nueva norma del gol de oro se aplicó por primera vez: se suponía, de buena fe, que sería un mecanismo capaz de limitar el número de partidos que se decidirían desde el punto de penalti. No obstante, cuatro de los siete partidos de eliminatorias que se disputaron en Inglaterra ese verano alcanzaron la tanda; solo uno de los duelos se decidió mediante el mecanismo de muerte súbita.
Hubo un momento en la prórroga de los cuartos de final entre Francia y Holanda que definió perfectamente los problemas que causaba el gol de oro. Al delantero neerlandés Youri Mulder le dieron espacio para disparar desde fuera del área; su tiro salió flojo, defectuoso y mal dirigido y terminó mansamente en las manos del portero francés Bernand Lama. El cancerbero galo, normalmente sereno, se indignó sobremanera con sus compañeros y les pegó una bronca histórica.
Precisamente estos eran los efectos del gol de oro: los delanteros se convertían en especuladores mediocres, que disparaban a puerta sin demasiado criterio con la esperanza de que la suerte les amparara, y los defensas se transformaban en manojos de nervios.
Francia terminó ganando en la tanda de penaltis ese día.
No cuesta demasiado darse cuenta de cómo el nuevo sistema aumentó, en lugar de mitigar, la probabilidad de que los partidos tuvieran que decidirse desde los once pasos. El gol de oro transformó el tiempo extra en un ataque al corazón constante hasta el punto de que los penaltis terminaron convirtiéndose en una opción más deseable.
El gol de oro fue un acercamiento al ‘matar o morir’ para decidir un deporte que tradicionalmente incita a los equipos a sentarse y reservarse a medida que el riesgo aumenta. ¿Qué entrenador responsable pondría a su equipo a atacar conociendo las consecuencias del fracaso? Esto convirtió a los futbolistas en cobardes, directamente.
El gol de oro, de hecho, reflejaba mucho de lo que iba mal en el mundo del fútbol al final del siglo pasado —que mayoritariamente sigue igual en nuestros días, por cierto—. La nueva norma, concebida con buena intención, terminó siendo una absurda dramatización del juego, un gesto pomposo que al fin y al cabo solo lograba reducir la calidad de los partidos.
Antes de la llegada de los penaltis en 1970 —1974, en términos de Copas del Mundo— se solían jugar 71 partidos de eliminación en las fases finales de las Copas del Mundo (incluyendo las repeticiones, el método preferido para desempatar). Hasta entonces, solo cuatro encuentros tuvieron que ser repetidos; ninguno de esos partidos de desempate terminó con un nuevo empate.
Así que después de producir cuatro empates en sus primeros 40 años, la Copa del Mundo nos dio 26 en los siguientes 40. Sí, el torneo se expandió, pero los números apuntan hacia algo más significativo y sugieren que la forma en que se juega al fútbol ha cambiado radicalmente.
Es difícil decir hasta qué punto contribuyó la tanda de penaltis a dicho cambio. Es posible que equipos más débiles alteraran su forma de jugar frente a equipos más técnicos al saber que si aguantaban los 90 minutos y la prórroga tendrían la posibilidad de decidir el partido en la lotería de los once metros.
El deporte sin duda ha cambiado. Las tácticas se han refinado enormemente y los jugadores son cada vez más técnicos, lo cual se traduce en menos errores… y menos goles. También significa que casi nada se deja a la suerte como se habría hecho en 1950, donde los observadores astutos del juego podían sacar grandes ventajas de fallos que hoy no se cometerían en ningún caso.
Las reglas de desempate necesitaban ser alteradas para reflejar dichos cambios, pero es difícil quitarse de la cabeza que los penaltis son lo mejor —o al menos lo menos malo— a lo que hemos llegado. Al menos, así lo ve la FIFA, que terminó cancelando la normal del gol de oro y regresando a las tandas de penaltis habituales.
El razonamiento oficial detrás de la derogación del nuevo sistema fue la imprevisibilidad que causaba: los organizadores de los partidos —incluyendo las fuerzas de seguridad— no podían estar seguros del momento en el que terminaría un partido, así que no les era posible hacer planes.
Una posible solución a este problema fue el gol de plata, que culminaba el partido después del primer tiempo extra a favor del equipo que hubiese logrado marcar. Solo se marcó uno en torneos mayores: el tanto con el que Grecia se deshizo de la República Checa en la semifinal de la Euro 2004. La solución a medias no funcionó: en 2006 pasó a la historia.
Este tanto del griego Traianos Dellas a la República Checa fue el último gol de plata que se marcó en una competición internacional. Los helenos aún lo celebran hoy.
No todo en el gol de oro fue negativo, no obstante. Una de las razones por las que durante un tiempo fue popular fueron las reacciones de los jugadores que marcaron —y sus rivales. Cuando Laurent Blanc marcó para Francia en el minuto 114 para eliminar a Paraguay en el Mundial de 1998, la BBC enfocó al portero contrario, el extrovertido José Luis Chilavert, cuya expresión demostraba que apenas podía creerse lo que había ocurrido.
Incluso Chilavert, cuya fe era prácticamente inquebrantable y que después animó a sus compañeros tras la derrota, se vio en shock mientras su cerebro trataba de procesar la sensación de pérdida. ¿Cuánta angustia podemos concentrar dentro de un portero mientras nos repantingamos en el sillón y miramos las prórrogas con actitud voyeurista?
Tal vez no haya una solución realmente justa para desempatar partidos. Probablemente el problema sea que el fútbol es víctima de un calendario densísimo que no deja espacio para las repeticiones y de unos gobernantes que necesitan resultados inmediatos y soluciones sencillas.
Curiosamente, el rugby también adoptó su propia versión del gol de oro, al igual que la tanda de penaltis para juegos de eliminación directa en competiciones internacionales. En 2003, de hecho, Inglaterra estuvo a segundos de la muerte súbita en tiempo extra cuando Jonny Wilkinson cobró el tiro de la victoria para obtener la Copa Mundial.
Tal vez la obsesión del fútbol con el drama siempre lo llevará a explorar caminos sin salida como la solución del gol de oro. A lo mejor los fans sencillamente deseamos la tensión que conlleva el castigo. Pero mientras el formato permanezca así, al menos el mundo estará a salvo de un caso como el de Saint Michael en 1994.
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