Una amiga muy querida siempre me advierte: Nada de drogas naturales, puras drogas sintéticas. Tiene razón. Las contadísimas veces que he fumado mariguana todo termina mal: me convierto en un asqueroso riachuelo de paranoia que irriga mi entorno, y mi metro y medio de humanidad acaba guacareado en el suelo de cualquier fiesta a las 12 de la noche. Y no es divertido. No es como dormir vomitada de borracha en la banqueta de mi casa porque olvidé mis llaves y estoy perfectamente consciente de mi invalidez (o validez de verga, como prefieran). Tampoco es como palidearme en el baño más inhóspito del universo porque me chingué una tacha con rivotril cuando ya andaba muy peda, ni trae la luminosidad de la eminente locura por un pasoncito de ice.
Con la mota es diferente: siento que todo el mal en el mundo es personal. Contra mí. Me siento como un meco embarrado en la pared, como una pacha con cátsup, como si cualquier conversación que suceda a mi alrededor es mi sentencia de muerte y yo soy un guiñapo en el patíbulo. Odio estar obligada a recibir la buena vibra inherente a la mariguana. Ni tampoco me gusta ver a la gente estarse echando gotitas en los ojos, como si incrustar un cuerpo extraño en el globo ocular es lo más refrescante y sanador.
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Sé que son prejuicios. Al igual que millones de niños crecí caminando por debajo de la banqueta, tomada del brazo de mi madre, porque en la esquina había “mariguanos” (que en realidad eran indefensos borrachitos que se empinaban caguamas en las tiendas de la esquina). Chemos, heroinómanos, cocainómanos, robacoches, robaniños, piedrosos, camioneros, prostitutas, viejitos del parque, perros callejeros, niños que se hacían la pinta… a los ojos de mi madre todos eran mariguanos.
Por lo tanto, el mariguano era la figura de autoridad que representa al mal: el Viejo del Costal, el Coco, la Monjita sin Cabeza y el Babadook de los prepúberes.
La primera vez que probé la mota fue en la Feria Internacional del Libro (FIL). Me comí un brownie que una chica de la escuela había comprado en el Tianguis Cultural. Otra amiga y yo nos comimos un pedacito y nos fuimos caminando hasta nuestras lejanas y paternales casas. En la hora y media que caminé a lo largo de Niños Héroes y Alcalde, en Guadalajara, no recuerdo haber sentido nada más que el cosquilleo eufórico que relaciono con todos mis recuerdos de juventud.
Llegué a casa y pasó algo terrorífico: mi mamá habló a cenar. No sabría cuáles serían los efectos de la droga, así que no quería hablar demasiado ni mucho menos hablar demasiado poco.
Todavía no entiendo cómo es que no me ahogué con el bolo alimenticio que giraba, gordito y feliz, en mi boca cuando vino la primera carcajada. Creo que mi mamá estaba algo divertida, o intrigada, pero ni me dijo nada. Me fui a dormir y soñé que andaba bien puesta. No pasó de ahí.
Luego intenté fumarla. Su olor dulzón me recordó al del vómito, así que sí me dio asquilín, la verdad, pero aguanté vara. Y ahí sí valió verga. Me dio muchísimo sueño y me quedé dormida en los jardines de la facultad. Todavía tengo pasto en los cachetes y otras incrustaciones biológicas de ese baño maría en el zacate regado con aguas residuales y un solazo que caía sobre mí como la operación Plomo Fundido sobre Gaza. No pasó nada feo, ni peligroso, ni memorable. No me reventé la nariz con una botella que lancé a la pared y me rebotó en la jeta, ni salté de un tren en movimiento (cosa que sí hice una vez que andaba bien trepada en metanfetaminas y cloruro de etilo).
Ni siquiera terminé repitiendo una frase epifánica (“Yo, zanahoria”) durante dos horas, como sí lo hizo un gran amigo mío.
Siempre he querido fumar cannabis ocasionalmente y divertirme sanamente con mis amigos pachecos. Reírme porque dijeron algo chistoso y disfrutar el potenciado sabor del mango con el cannabis (qué puto asco, también odio el mango, pero eso es otra historia). Me encantaría fumar mota para contemplar la carretera con un verde tridimensional, ver los colores cobrizos de las tardes citadinas y disfrutar del hermoso paisaje de un bote de nutella con doritos o cualquiera de las porquerías impresentables que muchos pachecos adoran. Pero no me gusta el olor de la mariguana, ni sus efectos en mí. No me gusta toser como perro y ahogar las arcadas. Prefiero freírme el cerebro con algo más efímero y maltratador que se fume en un botecito de Yakult, ser feliz por tres segundos y luego volver a odiar al mundo por las sobrias razones de siempre.
Quizá a los ojos de algunas mamás siempre seré un mariguano. Lamentablemente, un mariguano que no fuma mota.