Foto de portada: Sofía Villamil.
En un kiosco de un terreno de Paradero, a 14 kilómetros de Albania, en La Guajira colombiana, hay dos hamacas y en ellas se balancean una mujer de 83 años, Rosa Robles, y su hija, Aura Robles. Hablan despacito. Sus labios rozan la tela sobre la que descansan. La tarde, que está caliente y naranja, las va venciendo hasta que por momentos se pierden en el sopor y el sueño. Junto a ellas está Adelaida Vangrieken, sobrina y prima. Sentada en una silla plástica saborea el tinto de la tarde que ha sido servido en tazas de peltre. Se acompañan en un silencio que solo se detiene ante la conversación, que es intermitente, y la precipitación del molino de viento que se levanta a unos metros, y en el que se lee en azul y amarillo la palabra Cerrejón.
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Adelaida es del clan Apshana, Rosa y Aura del Jusayu, y juntas trabajan por lo que ellas consideran es devolver a los wayuu la soberanía de un territorio que han habitado y heredado de varias generaciones atrás. Mucho antes de la llegada de colonos españoles, y por supuesto de Cerrejón, la gran mina de carbón que opera en sus tierras desde hace treinta y dos años, y que representa más del 50% de la economía departamental.
“Los alijunas dicen que el paraíso está allá”, y Adelaida señala el cielo. “Pero los wayuu decimos que el paraíso está acá, que es donde está la vida, donde está el agua”. Su última batalla, que sigue en disputa, es revertir los permisos que la Corporación Autónoma Regional de La Guajira (Corpoguajira) y la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) otorgaron al Cerrejón para desviar el Arroyo Bruno, un afluente del Río Ranchería. Este es el único río que hay en la Media Guajira, y que además provee de agua a gran parte de las comunidades que habitan la Alta Guajira, la parte más al norte del departamento y del país.
El proyecto, que hace parte del plan de expansión P40, explicado en la edición 65 de la revista Mundo Cerrejón, tiene como objetivo elevar su producción anual de 32 millones de toneladas a 40 millones, con carbón que yace debajo de los últimos tres kilómetros y medio del arroyo.
El territorio guajiro, en el que reside alrededor del 98% del Pueblo Wayuu colombiano ––unas 280 mil personas, según el último censo, la población indígena más numerosa del país–– tiene tradición de sequía y escasez de agua y alimentos. Así lo demuestran testimonios de personas mayores en comunidades de la Media y la Alta Guajira, y documentos escritos y audiovisuales, como el grabado por los antropólogos Gustaf Bolinder y Ottar Gladvet durante un viaje al norte de Colombia en 1920.
Sin embargo, esta condición se ha intensificado en los últimos años por la conjunción de varios elementos. El Fenómeno El Niño, la falta de lluvias y un historial de corrupción en las administraciones públicas que ralentizan la ejecución de planes para contrarrestar la crisis, son algunos. Pero según denuncian Aura y Adelaida, también hay un problema de control y distribución de los pocos recursos hídricos que hay, porque son manejados por Cerrejón.
Su última batalla, que sigue en disputa, es revertir los permisos que la Corporación Autónoma Regional de La Guajira (Corpoguajira) y la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) otorgaron al Cerrejón para desviar el Arroyo Bruno, un afluente del Río Ranchería.
“Invito al presidente Santos a que mire hacia La Guajira, porque depende más de él que del director de la ANLA que se otorguen esas licencias para desviar el arroyo”, dice Adelaida para referirse al caso particular del Arroyo Bruno. Aunque en 2010 se inauguró el mega-proyecto multipropósito del Río Ranchería, que consiste en una represa que debe proporcionar acueducto, riego y energía eléctrica a Albania, Barrancas, Distracción, Fonseca, Hato Nuevo, Maicao, San Juan del Cesar, Manaure y Uribia, la Procuraduría General de la Nación determinó en agosto de 2014 que de esos objetivos solo se había cumplido uno: surtir de agua los distritos de riego.
En febrero de 2014 se declaró calamidad pública por parte de la Alcaldía Municipal de Uribia, entre otras cosas, por el desabastecimiento de agua que resisten sus pobladores. Desde entonces, la región, que había permanecido por largo rato en bajo perfil, volvió a ser parte del debate público de manera cotidiana. “Hablar de un posconflicto en estas condiciones es imposible, porque yo no me imagino dándome golpes con un familiar por un balde de agua. Eso es lo que va a ocurrir, porque es lo que ya está pasando en la Alta Guajira”, cuenta Adelaida.
A continuación, recuerda que en otras épocas, cuando había sequía en el norte, los de la Media y la Baja Guajira recibían a sus familiares. “Por eso dicen que somos semi nómadas. Pero cuando empiezan a caer las lluvias, ellos vuelven a sus territorios de origen porque va a haber buen pasto y agua para los animales. Esas prácticas no se van a poder hacer sin esta agua”. Y por esta agua habla de la que mantiene vivo el terreno en el que estamos. Las lluvias recientes han verdeado el suelo, pero yendo más hacia el norte el paisaje es cada vez más seco a medida que se avanza. En la Alta no llueve hace meses.
En la ranchería Jirtú, Manaure, municipio donde también se declaró Calamidad Pública en enero de 2015, nos mostraron cómo funciona el sistema de pozos o casimbas. Cada familia cuida lo suyo con candado. Dicen que es para proteger a los niños de no caer cuando llegan a jugar ahí y para que no se contamine el agua. Pero también cuentan que es un tema de seguridad con los vecinos, para que nadie, aparte de sus familiares, pueda sacar algo de ahí.
Desde que comenzó la operación de la mina, y específicamente la de la represa, hay una versión común entre las comunidades que habla de 26 fuentes de agua desaparecidas, pero la gente solo puede hablar sobre sus propios pozos y jagüeyes, y los de sus vecinos. Secos, salobres. Y aunque para las Püshaina la responsabilidad de la crisis radica en los gobernantes y la gente que los vota, creen firmemente que una tajada grande y jugosa se la lleva el Consorcio Cerrejón Norte, integrado las multinacionales Anglo American (Sudáfrica), BHP Billinton (Autralia) y Glencore International AG (Suiza). Esta última entró a Colombia en el año 2000 cuando le compró su participación a Carbocol y en 2002 compró la de Intercor, filial de Exxon Mobil Corp. “Hace treinta años no había la desnutrición que hay en las tierras concesionadas por Cerrejón. Antes esa tierra era trabajada y habitada por el Pueblo Wayuu”, reclama Aura.
Cerrejón ve el asunto desde otra perspectiva. Raúl Roys, director ejecutivo de la Fundación Cerrejón para el Fortalecimiento Institucional, Agua y Progreso, se hace una pregunta fundamental: “¿cómo va a sobrevivir La Guajira sin su principal actividad económica, si nunca hemos tenido otro desarrollo en el departamento que nos permita sostenernos de manera distinta. El Cerrejón da 12 mil empleos en La Guajira, eso le genera el 53% del PIB del departamento, contra el 11% que representa el sector agrícola”.
Según su informe de sostenibilidad de 2014, el Cerrejón hizo parte activa de la ejecución del Plan de Atención de Emergencia que se llevó a cabo para hacer frente a la situación de calamidad pública. “Nosotros constituimos un comité multidisciplinario dentro de la compañía para que se dedicara exclusivamente al trabajo de atender la crisis, y hemos adelantando acciones orientadas a la rehabilitación de los viejos molinos de viento: transportamos dos ferrotanques con 82 mil litros de agua cada uno, y los colocamos en comunidades equidistantes de la línea férrea de Cerrejón”. Eso cuenta Roys desde las oficinas del complejo minero ubicado en Albania, Guajira. Para él, el proyecto de desviación es fundamental para la sostenibilidad de la mina. “¿Por qué desviar el arroyo?”. “Porque ahí está el carbón”, dice.
A la contribución de Cerrejón se suman otras iniciativas como la ayuda ofrecida por la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgos de Desastres, que ha instalado tanques de agua de 10 mil litros alrededor de la zona más afectada, los cuales son rellenados cada 15 días. Sin embargo, gran parte de la población wayuu rechaza la gestión del Estado y la presencia de la minera. “La primera vez que entramos en contacto con ellos (con el Cerrejón) dijeron que querían ser buenos vecinos porque las empresas Intercor y Carbocol no habían tenido contacto con nosotros”, cuenta Adelaida, y suelta carcajadas que contagian a su tía y prima. El asunto es que, según cuentan, no se les habló de los proyectos de desvío del Río Ranchería, ni el del Arroyo Bruno.
A finales de mes de abril de 2016 se presentó una acción de tutela ante el Tribunal Administrativo de la Guajira por parte de Lorenza Pérez Püshaina, propietaria de uno de los terrenos que se vería afectado por la desviación, y por su abogado, Pablo Ojeda.
Lorenza, que accedió a conversar sobre el caso junto al arroyo, también es del clan Püshaina y pasa los 60 años. Es una mujer sencilla y alegre, pero una vez que entra a hablar del caso aprieta su mochila contra el pecho y narra su propia historia con la mirada descompuesta:
“En tierras de la Horqueta teníamos una finquita que daba la yuca y la comida. Allá en la ranchería teníamos lo que eran los chivos. Allá estábamos bien y no necesitábamos de nadie. Ahora no, porque la compañía nos engañó para sacarnos de la tierra. Cuando mi papá falleció, mi mamá quedó con nosotros en la finca. Ella no podía venderla porque no estaba casada con mi papá. Mi hermano sí estaba registrado con los apellidos de él, pero en ese momento él estaba en Venezuela, duró ocho años por allá perdido.
Los de Cerrejón nos pusieron vigilantes, después mandaron a la policía, después al ejército, y después ya no podíamos entrar a la tierrita. Era como obligando a que les vendieramos, o mejor dicho, que se la regaláramos. Total que nos obligaron a aceptar algo llamado Derecho de Posesión. Nosotros recibimos la plata que nos dieron y nos fuimos”.
A través de pruebas se demostró que así como Lorenza, otras familias wayuu de la Horqueta y de otras comunidades dependen del arroyo, no solo desde el punto de vista biológico, sino también cultural, espiritual y económico.
“Ahora ya no se conforman con que le regalamos las tierras, nos quieren quitar el arroyo. Pero eso no se puede hacer, porque de ahí es de donde tomamos el agua, donde los animalitos beben y donde venimos a lavar. En nuestra comunidad hay un molino, pero eso no bota agua. Entonces venimos hasta acá”, dice Lorenza, quien fue una de las voces fundamentales para que el Tribunal ordenara suspender la licencia de la ANLA por un mes ––desde mediados de mayo––, hasta que se hiciera una consulta previa en la Horqueta y las otras 29 comunidades (alrededor de 5.000 personas) que se benefician del arroyo.
El abogado Ojeda confirmó que aparte de las consideraciones sobre el arroyo se solicitó hacer consulta acerca de la afectación que causa el tren de 142 kilómetros que atraviesa la Media y Alta Guajira, desde Albania (donde está la mina) hasta Puerto Bolívar (donde está el puerto que saca el carbón del país). Según algunos líderes de la comunidad, se han presentado enfermedades pulmonares, de visión y auditivas relacionadas con su tránsito, y desde 1987 se han registrado más de 150 muertes de personas wayuu arrolladas por el tren.
A través de pruebas se demostró que así como Lorenza, otras familias wayuu de la Horqueta y de otras comunidades dependen del arroyo, no solo desde el punto de vista biológico, sino también cultural, espiritual y económico.
Cuando se acerca la noche, Adelaida relaja el rostro y se convierte nuevamente en la mujer de campo que disfruta ser. Viste una manta de flores lila muy elegante, pero en la cartera lleva una color turquesa, que es el uniforme que usa todos los días para ir a enseñar en la escuela de la comunidad Patsuarali, donde vive. Como la mayoría de las mujeres wayuus cumple rol de liderazgo en su comunidad, y es la madre de un chico de 15 años que, según ella y para su desgracia, ya no conocerá la nutria, un animal de la fauna tradicional de la zona.
Aunque la desviación incluye plan de reforestación y recreación del cauce original, tal cual está hoy ––”pero 720 metros más allá”––, las mujeres Apshana, Jusayu y Püshaina nos dejan una reflexión: “si a usted le cogen y le sacan un ojo, ya usted no queda completa, aunque fue solo un organito. Si a usted le amarran una vena, ¿cree que le va a circular igual la sangre? ¿Va a funcionar igual?”.
* Esta crónica se realizó durante el Taller Historias del agua: nuevas formas de narrar la escasez, que ofrecieron la FNPI y Chicas poderosas, con el apoyo de Oxfam y CAF, entre el 16 y el 20 de mayo de 2016 en la Guajira, Colombia.