Aunque he nacido y me he criado en Suecia, me avergüenza admitir que en mi vida he hecho uno de esos cruceros de borrachera por el Báltico. Estas fiestas increíblemente populares se celebran en un ferry que va de Suecia a Finlandia y en el que se ofrecen productos libres de impuestos y bebida y comida ilimitada durante lo que dura el viaje. Por unos 50 euros, tienes un crucero de un día y una noche.
Por 25 euros, no tienes derecho a barra libre de comida y bebida, pero puedes aprovechar el viaje para hacerte con todo el alcohol libre de impuestos que puedas llevarte. Para los suecos y finlandeses, eso significa mucho, ya que el alcohol en estos países es muy caro y la venta está limitada.
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Según el sitio web de Visit Stockholm, 11 millones de personas viajan por el mar Báltico cada año, muchas de las cuales lo hacen en uno de estos cruceros etílicos. La idea de estar atrapado en un espacio limitado con un grupo de desconocidos borrachos nunca me ha llamado especialmente la atención, a diferencia de todos mis amigos, que parecen obsesionados con este plan.
Para intentar entender la razón, reservé un billete para un ferry que iba de Estocolmo a Turku, en Finlandia y vuelta; un viaje de 23 horas durante el que no iba a abandonar el barco, y mucho menos poner un pie en Finlandia.
Embarco a las siete de la tarde de un viernes, después de salir del trabajo. Mis compañeros de viaje son parejas jóvenes y familias con niños pequeños, pero la mayoría son grupos de amigos que vienen ya medio borrachos. El nexo que los une a todos es su nivel de excitación. Me siento como si hubiera llegado tarde y sobrio a una fiesta y tuviera que darme prisa para ponerme a tono y poder disfrutar de esa sensación de euforia.
Tras un largo paseo por los pasillos del barco, encuentro mi camarote, escasamente decorado y sin ventanas. En un burdo intento por engañar a mi mente para hacerle creer que mi habitación está iluminada por la luz natural, el diseñador colgó un espejo en el lugar en que cualquier ser humano habría esperado encontrar la ventana, y fue más allá poniéndole unas cortinillas al marco del espejo.
Después de haberme instalado, es hora de explorar. Mi primera parada es obvia: el bufé de comida y bebida ilimitada. Sería de tontos no empezar este crucero poniéndome fino de vino y gambas.
La iluminación del amplio comedor es perfecta para provocar una migraña a cualquiera. Me dirijo al bufé, pero antes de poder llegar, me intercepta un trabajador y me pide que me siente en una de las mesas. Me toca un sitio entre dos grupos de tíos, uno de los cuales me queda fuera de la visión, oculto tras un muro impresionante de botellas de cerveza vacías.
Cuando finalmente llego al bufé, me doy cuenta de que no debía haber esperado encontrar ninguna delicatesen sueca o finlandesa: la oferta culinaria se compone de una mezcla extraña de platos internacionales como estofado de ternera o pad thai. Me pongo un montoncito de cada cosa en el plato, me lleno la copa de vino de un grifo y vuelvo a mi sitio.
Mientras intento comer, el tipo que tengo al lado empieza a exhibir su amplio repertorio de canciones de borracho. Las letras son sencillas pero efectivas: básicamente consisten en repetir “Vamos Suecia” unas 20 veces, así que al resto le resulta fácil sumarse, y muchos lo hacen.
Después de destrozar unas cuantas canciones populares suecas, el tipo da concluido el recital haciendo un calvo a todo el mundo, todo orgulloso. Al final se acerca a desgana uno de los del personal y le echa la bronca. Fin de la actuación.
Después de dos horas intentando averiguar exactamente cuánto vino sin identificar soy capaz de beber, veo que hay pasajeros que se dirigen a la parte trasera del barco. Y es que allí, como al poco descubro, se encuentra el alma de este desangelado buque: la discoteca.
La sala es enorme, con dos plantas y un escenario en el que un grupo interpreta varios temas inofensivos. Varios grupos de amigos forman pequeños círculos y bailan, pero la tensión se masca en el ambiente. Están calentando motores.
Pronto se forma una conga improvisada y, mientras el público se arremolina frente al escenario, decido que es hora de que yo también me levante de la silla. Llego justo a tiempo para las estrellas de la noche, el dúo de DJ suecas Rebecca & Fiona. Por los vítores, gritos y las manos al aire sin la petición explícita de las artistas, me queda claro que este es el apogeo de la noche.
La gente está entregada a la fiesta, y de vez en cuando alguien salpica de vino o cerveza a los demás, yo incluido. En un momento dado, oigo algo que hacía mucho que no oía, algo que me trasporta a las discotecas y festivales a los que iba entre 2000 y 2009: un grupo de espontáneos canta a coro el estribillo de “Seven Nation Army” y logran que no me lo saque de la cabeza para lo que queda de viaje.
Cuando la fiesta acaba, varias horas después, la mayoría de los presentes vuelve al restaurante para poner a prueba los límites del bufé. Pido pizza y cuando termino me doy cuenta de que estoy más o menos solo en el comedor. La mayoría se ha ido a su camarote, así que decido hacer lo mismo.
Al cabo de unas horas, me despierto con las sacudidas y el balanceo extremo del barco, hasta el punto de que llego a prepararme mentalmente para mi inminente muerte. Mi camarote parece tambalearse, pero como en este zulo miserable no entra ni un ápice de luz, no soy capaz de averiguar qué está pasando. Salto hacia la puerta, que distingo por el finísimo hilo de luz que se cuela por debajo, y salgo del camarote, tambaleándome. Recupero el equilibrio y sigo avanzando por el pasillo, donde encuentro una puerta que da a un balcón.
Por primera vez desde que subí abordo, puedo respirar aire fresco y tomo consciencia de que estoy en un barco navegando en alta mar. Respiro hondo y me empapo de mar, de las gaviotas surcando el gris cielo nórdico y de varios compatriotas que se aferran a la barandilla con muy mala cara.
Resulta que es por la tarde y que todo ese ajetreo era el barco regresando a Suecia. Siento una punzada de tristeza al saber que no voy a ver nada de Finlandia, aunque soy plenamente consciente de que conocer lo que otro país puede ofrecer no es el objetivo de un crucero de fiesta.
La segunda parte del viaje es bastante lamentable. Todo está tranquilo, y la gente que está despierta parece angustiada o tiene una resaca brutal. Quedan todavía seis horas por delante antes de llegar a Estocolmo. ¿Qué se supone que hay que hacer ahora?
A las 16:00, el personal del barco monta algo que intenta parecerse a otra fiesta con un espectáculo de baile. Sin embargo, en cuanto los bailarines abandonan el escenario, la apatía vuelve a apoderarse de todo. Aun falta unas horas para llegar. Regreso a mi camarote, me meto en la cama y me pongo a contemplar la oscuridad hasta que anuncian por megafonía que hemos llegado a Estocolmo.
Nos amontonamos todos frente a la puerta. La poca euforia que pueda haber en el ambiente ahora es la que provoca el saber que por fin vamos a podernos largar de este ferry.
En el metro de camino a casa, oliendo a cerveza, creo entender por qué hay tanta gente que paga para pillar un pedal en esos barcos. Beber y comer hasta reventar en aguas internacionales es una experiencia gloriosa, pero al día siguiente nadie puede escapar del aburrimiento y la resaca. En ese momento estás literalmente perdido en medio del mar.
Este artículo se publicó originalmente en VICE Suecia