Identidad

Mulas: el cuerpo de las mujeres como envase

Entre las tetas y el corpiño, Sylvia R. escondió las cápsulas de cocaína envueltas en látex. Las pegó a su cuerpo con cinta de embalaje y se subió silenciosa a un taxi con destino al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, Argentina. El objetivo era volver a su país, Eslovaquia. Si todo salía bien, le pagarían lo suficiente para comprar útiles, ropa y comida para su hijo de 7 años al que cría sola. Cuando intentó pasar el control, los agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria la pararon y la revisaron. Entre su ropa interior encontraron las pequeñas cucarachas de color blanco. No sabían que la joven eslovaca de 27 años tenía un kilo más en el estómago. Desde hace un año y medio, Sylvia está detenida junto a otras 72 presas en la Unidad 31 Centro Federal de Detención de Mujeres. Está condenada a cuatro años de prisión y cuando cumpla la mitad de la condena podrá volver a ver a su hijo.

Mulas, envases, valijeras, vagineras, correos humanos, camellos, burros, aguacateras o capsuleras: mujeres que ponen el cuerpo para traficar cocaína como una estrategia de supervivencia y terminan encerradas. A las que llevan cápsulas en sus estómagos, intestinos, anos y vaginas las llaman ‘ingestadas’. Los médicos dicen que son “bombas de tiempo humanas”: si una cápsula se abre es difícil que sobrevivan. Las que pegan los paquetes a sus cuerpos son ‘envainadas’. Otras cargan la droga en sus valijas. La mayoría son extranjeras, madres solteras, pobres y con escasa educación. En Argentina, Brasil y Costa Rica, representan más del 60% de la población carcelaria femenina.

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“Necesitaba dinero porque mi hijo tenía que ir al colegio. Ahora él pregunta por teléfono: ¿Mamá por qué no quiere venir a casa? ¿Tiene otro nene mamá?“, cuenta Sylvia en el pabellón que comparte con otras cuatro extranjeras angloparlantes. Habla un español rudimentario que aprendió en la cárcel. Una colombiana que sabía inglés le enseñó las primeras palabras, después hizo un curso de castellano con el que alcanzó el nivel 2. Para ella, que nunca había estado presa, con el lenguaje vino el aprendizaje de la cultura “tumbera”: Sylvia entendió que los abogados a veces te “chamuyan” y que algunas internas son más “cachivaches” que otras y buscan pelea. “Algunas se enojan por estupideces. Es difícil la convivencia porque somos todas de distintos países, distintas tradiciones. Antes había una chica que se creía la líder de Babylon. Pero yo soy persona que no se asusta”. Como gran parte de la población de su país, Sylvia es gitana. Y también hace respetar sus costumbres tras las rejas.

La historia de la joven eslovaca no es un caso aislado. Más de la mitad de las detenidas en Argentina en el Servicio Penitenciario Federal está por infracción a la ley de estupefacientes. Las mujeres presas en el país en 2014 fueron 2.989, sobre 65.418 hombres, según las últimas estadísticas de la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

En los últimos años el número aumentó de forma desproporcionada en comparación con los varones. Y son más las detenidas por delitos vinculados al narcotráfico que los hombres. Ese incremento sólo se explica a partir de la “guerra global contra las drogas”. En América Latina el encarcelamiento lleva un ritmo de crecimiento alarmante. Supera, junto a Asia, al de cualquier otra región del mundo. Según el Institute for Criminal Policy Research, la población carcelaria femenina total en Latinoamérica ha aumentado en 51,6 % entre el 2000 y el 2015, en comparación con un 20 % para el caso de los hombres. La población de mujeres encarceladas por delitos de drogas aumentó 271 % en Argentina entre 1989 y 2008, y 290 % en Brasil entre 2005 y 2013.

La exclusión social, la pobreza y la violencia machista son las principales causas que involucran a las mujeres con el tráfico

“Hay una inercia judicial. Se incrementa la tasa carcelaria pero no se investiga a los verdaderos narcotraficantes. Detrás de las mulas que atrapan en los aeropuertos o fronteras después vienen otras personas con grandes cantidades”, explica María Santos, coordinadora del equipo de Género y Diversidad sexual de la Procuración Penitenciaria de la Nación. “Tenemos casos de chicas a las que les retienen el pasaporte, a otras amenazan a sus familias. Muchas son engañadas a través de internet”, agrega sobre los diferentes casos con los que se encuentran desde el organismo.

La división sexual del narcotráfico

Los números demuestran que existe una división sexual del tráfico de drogas. Sobre las mulas, muchas veces se dice que son el “eslabón más débil de narcotráfico”. Sin embargo, Laurana Malacalza, coordinadora del Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo de la provincia de Buenos Aires disiente: “Ni siquiera forman parte de la organización criminal. Son fusibles, no un eslabón”.

“Las detenidas no son grandes narcotraficantes. Transportan muy escasa cantidad. Dentro de las cadenas de tráfico las mujeres ocupan los lugares más vulnerables. Son más fácilmente apresables, la carne de cañón. Porque la lógica de las redes de narcotráfico es igual a las redes de trata: los hombres manejan los niveles más altos y las mujeres se exponen al sistema de Justicia”, explica Silvia Edith Martínez, Defensora Pública Oficial de la Defensoría General de la Nación (DGN) y una de las investigadoras del informe “Mujeres en Prisión en Argentina: Causas, Condiciones y Consecuencias” elaborado por la DGN, Avon Global Center for Women and Justice y las Clínicas de Derecho Internacional de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Cornell y la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.

“A pesar de que llevan la peor parte de las políticas punitivas, estas mujeres rara vez son una verdadera amenaza para la sociedad. Su encarcelamiento poco o nada contribuye a desmantelar los mercados ilegales de drogas y a mejorar la seguridad pública”, analizan expertos de distintos países en el informe “Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento. Una guía para la reforma de políticas en América Latina y el Caribe”, de la organización de derechos humanos WOLA –Washington Office on Latin America–. El reporte apunta a reformar las políticas, reducir la población femenina privada de libertad y a que los delitos de bajo nivel, como el microtráfico, se penalicen con alternativas a la cárcel y/o penas proporcionales a los delitos cometidos. “Necesitamos políticas carcelarias diferenciadas para poblaciones diferenciadas. Hay mejoras, hay más gente atenta pero las mujeres han quedado invisibilizadas todos estos años dentro del sistema penitenciario”, afirma Martínez.

La exclusión social, la pobreza y la violencia machista son las principales causas que involucran a las mujeres con el tráfico. La mayoría de las que caen detenidas tiene poca educación, viven en condiciones de pobreza y son responsables del cuidado de personas dependientes –niños/as, jóvenes, personas de mayor edad o con discapacidad–. Ese contexto hostil se agrava tras la detención para ellas y sus familias. Casi ninguna de estas mujeres que transportaron droga en su cuerpo o en su equipaje había consumido drogas antes de estar en prisión. Una vez allí, algunas caen. Cuando cumplen su condena o salen en libertad los antecedentes penales se convierten en una frontera para conseguir un trabajo.

La situación es aún peor a en el caso de las extranjeras. “Sufren la incomunicación por mucho tiempo. Y no pueden acceder a la prisión domiciliaria, por ejemplo”, señala Santos, de la Procuración Penitenciaria de la Nación. En Argentina, según datos oficiales de 2011, nueve de cada diez extranjeras encarceladas por delitos de drogas a nivel federal lo fueron por ser correos humanos y el 96 % de ellas fueron primo-delincuentes: no habían tenido conflictos con la ley. El caso de Sylvia es un ejemplo: nunca había estado en una cárcel.

El idioma también complejiza la situación de estas mujeres.”Quiero que mi embajada traiga un traductor”, dijo en inglés Sylvia a los operadores judiciales que llevaban adelante su caso. Cuando empezó todo el proceso en su contra, ella no hablaba castellano. Tuvo un traductor con el que interactuaba en inglés, pero ella creía que lo justo era tener uno eslovaco. A través de la Embajada lo consiguió. “Estoy presa pero tengo derechos”, reafirma en diálogo con Broadly.

Para las mujeres en prisión siempre hay un “doble castigo”, según “Punición y Maternidad”, un informe de la Defensoría General de la Nación. En el caso de las que son madres, la destrucción del vínculo materno-filial constituye una “pena” anticipada para aquellas que esperan su juicio detenidas de modo preventivo y una forma de “punición” añadida para las condenadas; penalidad que las trasciende y alcanza a sus hijos e hijas. Lo único que quiere Sylvia es volver a estar con su hijo que ahora está siendo criado por su abuela, una mujer que se crió sola y que también tiene otros chicos a cargo. Viven junto a muchos familiares de ella en una casa en un pueblo cerca de Bratislava. “Mi hijo necesita a su mamá porque no tiene a su papá”, señala la eslovaca.

Bombas de tiempo humanas

Antes de ir al penal, las mulas que son detenidas en Ezeiza –como Sylvia– pasan por el Hospital Interzonal Dr. Alberto Antranik Eurnekian para expulsar las cápsulas. Se trata de un centro médico que cuenta con una unidad especial para tratar a esos pasajeros. La experiencia que llevan adelante en la Unidad de Terapia Intensiva es inédita en el país. Una mujer, Graciela Sorrentino, fue la encargada de convertir este Hospital en pionero en estas prácticas a fines de la década del ´90. Ahora su lugar en la Unidad lo ocupa Luis Taco Zea. “Antes no se tenía conocimiento de este medio de tráfico. El Hospital, por la cercanía que tiene con el aeropuerto de Ezeiza, empezó a tratar los primeros casos en el país de esta población particular”, explica.

Una placa radiográfica para detectar la cantidad de cápsulas y el lugar donde están alojadas es lo primero que hacen los médicos del Eurnekian. Tienen el récord de haber encontrado 298 cápsulas en una sola persona. En general, las mulas consumen un promedio de 100 cápsulas. Cada una pesa entre 10 y 11 gramos. En peso equivale a un kilo en total. En dinero, las mulas llevan en sus cuerpos un promedio de 400.000 dólares en cocaína para el mercado europeo. La cápsulas son preservativos anudados que cargan cocaína disuelta en alcohol etílico y levasimol, un antiparasitario.

En el Hospital gestionan la ‘evacuación’. “Es un trabajo muy sensible. Se trata de un procedimiento intensivo con laxantes muy fuertes. Procuramos no llegar a hacer la intervención quirúrgica”, desarrolló Taco Zea. En el caso de Sylvia, estuvo dos días para expulsar las cápsulas que había “comido”.

Los médicos trabajan rodeados del fantasma del riesgo mortal. “Cuando se rompe el envoltorio, la posibilidad de mortalidad es inmediata. Por eso intentamos trabajar en el menor tiempo posible”, dice el especialista. Cuando la evacuación termina, los médicos dan el alta a los capsuleros que pasan de ser pacientes a detenidos en un penal federal.

La cantidad de capsuleros que ingresan al Hospital es erráticas. La mayoría son varones de edad media. Y en el caso de las mujeres algunas están embarazadas, como estrategia para esconder aún más las cápsulas. Uno de los casos que más impactó a Taco Zea fue el de una chica sudafricana de 19 años que pedía comunicarse con su familia. Nunca había hecho un viaje transatlántico. “No tienen idea de los riesgos físicos ni penales a los que se exponen. Son bombas de tiempo humanas”, dice el médico.

“Quiero volver a mi país y usar todo lo que aprendí”, asegura Sylvia. Mientras espera cumplir su condena, no se queda quieta. Acumula una serie de diplomas, que “por suerte no tienen ningún sello de la cárcel”. Manicuría, castellano, panadería, murga. También participa de un taller con perros en el que le enseñan a entrenarlos para ayudar a personas con discapacidades: los animales le alcanzan objetos, abren puertas y los acompañan. Trabaja en el penal durante todas las mañanas con tareas de panadería. Y en los ratos libres, trata de estudiar, una oportunidad que no tuvo en su país natal en libertad. Sylvia tiene una certeza: a ella, no la “chamuyan” más.