Bienvenidos una vez más a nuestra columna Clásicos, en la cual hacemos un pequeño tributo a los restaurantes y bares que son imprescindibles en cualquier ciudad. Aquí hablamos, nada más y nada menos, que de cocinas y barras que rebosan tradición y jamás pasarán de moda.
He estado en varios restaurantes con fama de haber sido contemporáneos, casi, casi, de la creación del universo. En esta zona, que es como la espina dorsal de la CDMX, sí suelen ser muy viejos; no obstante, La Hostería de Santo Domingo es la más.
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Abrió sus puertas como tal en 1860 y (tanto por la sazón de su comida, como por la vibra del lugar) se nota que los años no le han pasado en vano.
Muchos fans de la comida anticuaria del Centro lo ubican por sus chiles en nogada, que venden no solo en temporada, sino durante 365 días. Llegué con cierta incertidumbre pero un poco de ilusión y me llevé una grata sorpresa: todos los platillos eran de porciones generosas, tenían precios bastante razonables y sabían como si hubieran salido de la cocina de cualquier abuela.
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El mismo mesero que me abrió la pesada y vieja puerta, quién me hizo pasar debajo de varias hileras de festones de papel picado y me instaló en una de las mesas forradas con manteles blancos y rojos, me contó que casi todo lo hacen ahí. Desde las tortillas, hasta los almíbares de los postres y la salsa de habanero que enciende y enamora a todo el que la prueba.
Le metí el tenedor a la pechuga ranchera, que lleva salsa de nata con chile guajillo, así como al pollo en mole poblano, que venía con una guarnición deliciosa de arroz rojo con chícharos. Y me gustó.
Sin embargo, a los que me llevé tatuados en el corazón fueron el chile en nogada (no había forma de no probarlo), y el pollo a la poblana, con rajas, calabacita y granos de elote. Confieso que enmudecí.
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Entre plato y plato, fui conociendo la historia. Resulta que la cuadra donde se ubica La Hostería fue inicialmente un convento de dominicos, y el lugar que ocupa el restaurante era su caballeriza.
“Si los muros de este lugar hablaran, seguro nos tendrían escuchándolos por horas.”
Meseros que consagraron su vida allí, administradores y hasta clientes atribuyen a eso las apariciones constantes de un fantasma que de pronto los toca por la espalda, que se pasea en uno de los tres salones de la segunda planta y que, aseguran, es un monje.
Seguí la sazón de este restaurante hasta el postre, y solo entonces comprendí por qué el cantante José Alfredo Jiménez les pedía romeritos a domicilio, por qué personajes como María Félix, Jacobo Zabludovsky, Agustín Lara y recientemente la Sonora Santanera lo han contado alguna vez entre sus favoritos.
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No cualquiera cumple 157 años (después de ser un convento religioso) y sobrevive para contarlo. Si los muros de este lugar hablaran, seguro nos tendrían escuchándolos por horas. La única que en La Hostería tiene voz propia es su comida: con, o sin fantasma, se defiende sola.
Y la verdad, lo hace muy bien.