Salud

Cómo es crecer siendo una niña gorda



Una de mis primeras fiestas de cumpleaños en McDonalds; mis amigos de tamaño normal al lado mío. Todas las fotos por el autor.

Cuando mi mamá tenía 22 años y llegó a su casa diciendo que estaba embarazada, mi abuela se emocionó. Yo fui el primer bebé que hubo en nuestra familia en décadas, así que cuando llegué a este mundo con unos 2.700 gramos encima, mis abuelos decidieron que iban a hacer lo posible por darme todo lo que pudieran. A mis 8 años yo ya había visitado casi todos los continentes, amaba Broadway y tomaba clases de gimnasia y danza. También tenía acceso ilimitado a la comida. La verdad es que vivía como una reina: comía muy bien, contaba con personas a mi completa disposición y siempre tenía a alguien que me cargara o paseara en coche. Si hacía un berrinche me daban una malteada; si hacía otro, me daban una más.

Comía prácticamente todo lo que un nutricionista rechazaría. Big Macs, papas fritas, pizza de McDonald’s (¿se acuerdan de eso?), perros calientes, malteadas, noodles, chocolate, gomitas, chicles; todo en grandes cantidades, todo el día, todos los días. Cuando no estaba comiendo una deliciosa porción de esta comida, estaba atragantando a mi Tamagotchi o a mis Neopets al punto de la explosión alimenticia.

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Yo fui un una niña gorda en los noventa. La versión femenina y afroamericana de Bruce Bolaños de Matilda. Solía adelantar la película hasta la parte en que mi “doble” salía comiéndose ese perfecto ponqué de chocolate. Soñaba con estar en su lugar. ¿Que si me hubiera comido ese ponqué sin problema aún cuando una señora bigotuda me hubiera dicho que estaba hecho con sangre, sudor y lágrimas? ¡Claro que sí! Pasé toda mi niñez buscando un ponqué igual a ese, hasta que llegue un día al Just Desserts Café. Mi mamá fue testigo de la bestialidad con la que lo devoré. Nunca más me volvió a llevar.

Un estudio de 2015 encontró que la epidemia de la obesidad infantil en Estados Unidos y el Reino Unido comenzó en los noventa. Aproximadamente una quinta parte de los niños y una cuarta parte de las niñas nacidos después de 1990 terminaron siendo obesos antes de cumplir 10 años. De acuerdo con el estudio, quienes nacieron en los noventa son dos a tres veces más propensos a la obesidad que los individuos nacidos entre los cuarenta y los ochenta.

En mi lugar favorito de la casa con pose dramática, cuatro años.

El estudio sugiere que el cambio de vida de los noventa fue uno de los factores de la obesidad infantil: más niños frente al computador y a la televisión, más tiempo haciendo las tareas y más publicidad agresiva para niños enfocada en la comida chatarra.

Las consecuencias del sobrepeso en niños es una cuestión seria. Rebecca Hardy, investigadora del estudio, declaró: “Entre más tiempo pase la gente con sobrepeso u obesidad, mayores son los riesgos de desarrollar condiciones críticas de salud como ataques de corazón, diabetes tipo dos, presión arterial alta y artritis”.

En los noventa no teníamos el conocimiento que hoy en día tenemos sobre la obesidad. La vida seguía para los niños obesos y sus familias.

A mi mamá y a mis abuelos nunca se les ocurrió consultarle a un doctor sobre mi peso y mi médico jamás les comentó nada por su cuenta, así que es difícil decir con certeza si tenía sobrepeso o era obesa. Yo creo que era lo segundo. “Cuando te comparábamos con otros niños o cuando te tomábamos fotos, te veías más grande que los demás niños”, me dijo mi abuelo. “No queríamos que siguieras creciendo”. Me pregunto entonces cómo los papás de una niña del tamaño de un pequeño luchador de sumo no se dan cuenta de que hay un problema. Cuando llamé a mi familia para preguntarle, sonó genuinamente sorprendida.

Mi abuelo cuenta que me enloquecía cuando pasábamos por un McDonald’s (lo cual era bastante frecuente porque vivíamos relativamente cerca de uno). Me dijo que me gustaba entrar por los juegos que había en el lugar, pero que una vez estaba ahí terminaba comiendo.

Cuando estaba en el jardín infantil —hay que tener en cuenta que tenía 5 años—, destacaba entre todos mis compañeros por mi peso y volumen. Casi todos los años mi mamá me organizaba la fiesta de cumpleaños en mi lugar favorito: McDonald’s. Si ves mis fotos, dices: ¡Uy el Oso Yogi fue invitado a una fogata infantil! Eso, o que era la versión niña de Biggie.

¿Quién dijo comida? Yo a los 2 años.

Para cuando tenía seis años ya usaba pantalones y sudaderas con elástico y/o cordón en la cintura. Cabía en la ropa de niños, pero siempre era ropa para niños mayores. A lo anterior hay que sumarle que mi mamá y mi abuela, ambas pakistaníes, nunca supieron cómo arreglar mi afro de negra: era un caos capilar, con una camiseta gigante, leggings rosados que me llegaba al pecho y trenzas frizudas adornadas con hebillas de mariposa.

Pero yo quería verme como una niña más femenina. Mi abuela me compraba esos kits que venían con tela para hacer uno mismo los vestidos. Tenía que comprar dos paquetes para hacerme un sólo vestido… Era probablemente la misma cantidad que necesitaba para hacer un mantel.

Con apenas seis años estaba más arriba de los 22 kilos y mis abuelos me inscribieron en un equipo de fútbol para niñas. No lograba pegarle al balón, las demás chicas pensaban que era inútil. Al final de la primera práctica tuvimos que hacer una fila para recibir la camiseta del equipo. Mi entrenador era un adolescente muy guapo, y supe que nada iba a terminar bien cuando vi a las primeras niñas flacas de la fila con sus camisetas ajustadas color esmeralda.

Era gorda, pero no estúpida. Esperé hasta que la fila se acabara para ir por mi camiseta. Nunca fui capaz de ver al entrenador a los ojos. Pero él me miraba, ¿saben? Sólo que nunca de la forma que yo esperaba.

“Ok… Ensayemos esta”, repetía cada vez que buscaba la siguiente talla. Cuando sacó la que era, mi abuela me la puso. Fue como embutir una salchicha. Me tomó 15 minutos de vergüenza encontrar una camiseta que me quedara, y claramente era una talla para las niñas mayores del equipo. Mientras mis compañeras corrían felices con sus camisetas verdes brillantes yo saltaba por ahí con un talego horrible color verde alga.

Le pregunté a mi abuelo si en ese momento se dieron cuenta de mi problema. Dijo que aún no se les había pasado por la cabeza, pero me habló sobre mis habilidades atléticas. “No podías correr tan rápido como las demás”, dijo.

Yo y mis amiga tamaño normal a los 6 años. Teníamos la misma edad.

A mi mamá tampoco se le ocurrió considerar que yo era obesa, pensaba que sólo era rellenita. Me contó que “cuando tu abuela o yo íbamos a Jenny Craig a comprar comida precocida, tú siempre terminabas en la nevera de la casa comiendo mac ‘n’ cheese“. Mi mamá trabajaba hasta tarde cuando yo era chiquita; yo pasaba todo el día con mi abuela, quien me complacía en cualquier antojo. Cuando mi mamá llegaba a la casa, yo esperaba que me alzara pero ella no podía. “Eras demasiado pesada”, me confesó. “Pero igual siempre estuviste alimentada con amor.”

Esta negación viene de una mujer que sabe que yo escogería la comida por encima de los hombres. La última vez que mi mamá se atrevió a compartir comida conmigo fue cuando tenía 6 años y no le quise dar un pedazo de mi pie de arándanos. Terminamos en una gran pelea y no hablamos por varios días.

Todo ese cuento de “te amábamos demasiado y nunca nos dimos cuenta de que eras gorda” salió varias veces cuando le pedí a mi familia que me contara historias sobre mi gordura. Y pues la verdad, no tienen ninguna porque no piensan que fuera gorda. Todos me repitieron lo linda y feliz que era (claramente, sabían muy poco de mi vida escolar, sigan leyendo), incluso cuando a los ocho años había alcanzado un nivel colosal. Hay que tener en mente que vengo de una familia que no maquilla nada. No me dijeron eso para que no me doliera, sino porque realmente jamás se dieron cuenta de que habían criado a un hipopótamo.

Yo, mi tío y mis shorts de banda elástica. Tenía 4 años.

Lo que hace falta en la ecuación de la obesidad infantil es la responsabilidad familiar. En 2015, investigadores del Centro Langone Médico de NYU estudiaron dos grupos de niños: un grupo conformado por 3.839 niños nacidos entre 1988 y 1994, y un segundo grupo de 3.151 niños nacidos entre 2007 y 2012. En el primero, el 97% de los padres de niños con sobrepeso y el 88% de padres de niñas también con sobrepeso dijeron que sus hijos tenían “el peso ideal”. Los números son similares para el grupo más reciente, y el estudio realizado el año anterior tiene resultados similares.

Cuando le pregunté a mi tía si alguna vez se dio cuenta de lo grande que era, se quedó muda. “Nosotros solíamos pensar que los niños que eran amados y mimados eran saludables, por lo que asumimos que tú eras así porque siempre estábamos abrazándote y consintiéndote. Eras la más feliz.”

No realmente. En el colegio fue el lugar en el que me di cuenta que era más gorda de lo que pensaba. La única razón por la que no me escogían de última en quemados era porque yo era el mejor escudo humano para esconderse. Y en voleibol los del otro equipo siempre salían dispersos como hormigas cuando era mi turno de servir.

Cuando los niños hacían ese estúpido juego de calificar a las niñas del salón, yo siempre estaba al final de la lista. Mis amigas trataban de emparejarme con un niño del colegio, pero cuando me veía se arrepentía. Me convertía en el hazmerreír del recreo cuando a algún niño de mierda se le ocurría robarme el almuerzo y me tocaba correr detrás de él.

Todo esto es muy chistoso, pero la verdad es que acabó con mi autoestima. Incluso me cuesta hasta el día de hoy. Tenía 16 cuando le hablé a un hombre por primera vez, y 19 cuando pude hacer contacto visual con la gente sin sentirme incómoda. Todavía soy extremadamente tímida en público, y siempre asumo que la gente se está riendo de mí cuando probablemente ni se da cuenta de que estoy ahí. A veces incluso calculo la forma en la que voy a almorzar porque pienso que voy a hacer el ridículo al coger mi sánduche de una u otra manera. O intento no pasar por espacios angostos por el miedo de no caber, aun cuando sé que paso sin problema. El peso es una batalla constante.

Hasta el loro estaba preocupado. Tenía 4 años.

Algunos expertos dicen que es reduccionista relacionar el autoestima y la depresión con la obesidad infantil, pero varios análisis han encontrado que sí existe una correlación. Un reporte de 2009 realizado por investigadores de la Universidad de Alberta utilizó información de mediados y finales de los noventa del Centro Estadístico de Canadá para medir el autoestima de niños entre los 10 y 11 años. Encuestaron a los mismos niños después de dos y cuatro años, y encontraron que los niños que sufrían de obesidad tenían el doble de posibilidad de reportar bajos niveles de autoestima en comparación con niños con peso normal.

La epidemia tuvo que comenzar en algún lugar; desafortunadamente, inició con los niños de los noventa (¿Acaso no era suficiente con las chiveras y Limp Bizkit?). Ahora tenemos innumerables opciones de comida para niños y valoramos la importancia de una dieta balanceada y un estilo de vida saludable para estos pequeños humanos. Hoy somos capaces de reconocer que hemos participado en el engorde de nuestros niños.

La gente se paraliza cuando le digo que no permitiré que mis futuros hijos coman lo que quieran, cuando quieran, pero estas son personas flacas que en el pasado me la hubieran montado por mi condición. Una vez clasificado como un niño gordo, siempre serás un niño gordo. No importa si bajas de peso. Me rehuso a tener hijos que pasen toda su pubertad llorando en sus cuartos o hasta cortándose porque los usen como una pared humana en quemados, porque yo les dejé tratar su estómago como una caneca.

Cuando le pregunté a mi mamá por qué me había dejado engordar tanto, pareció convencida de que había sido yo la culpable de mi gordura. En el fondo las dos sabemos que eso no es verdad, pero la dejaré creer lo que quiera. Creo que todavía está molesta por el asunto del pie de arándanos.