Como por intervención divina, los rayos de luz se cuelan en el interior de los abarrotados almacenes de las afueras de Bombay. Para la mayoría de los autóctonos, estos edificios abandonados, resquicios de la época colonial del Imperio británico, sirven como letrinas. Para Kali (nombre ficticio), en cambio, que debe caminar con cautela entre montones de excrementos, son su lugar de trabajo.
Kali es una hijra, término panindio con el que se define a los travestis, las personas intersexuales o a las mujeres transgénero. Si bien no existen muchas estadísticas sobre las hijras, se calcula que son cerca de 6 millones. La palabra tiene su origen en la raíz semita hjr, que significa ‘abandonar la tribu’. Una etimología muy apropiada, ya que las hijras viven al margen de la sociedad, repudiados por los suyos.
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“Soy un fantasma”, se lamenta Kali. “No puedo formar parte de mi familia. Lo que soy ahora dañaría su reputación”.
El despertar de su género empezó cuando tenía nueve años, pero vivió como hombre durante mucho tiempo para proteger a sus cuatro hermanas. “Si me hubiera convertido en una hijra”, explica, “les habría costado mucho recibir peticiones de matrimonio interesantes. Por eso tardé tanto en abrirme”.
La única persona con la que mantiene contacto regular es su madre. “Quizá una vez al mes me visto como un hombre y paso la noche con ella”, cuenta Kali. “Me marcho por la mañana. Los vecinos preguntan por mí, por qué llevo el pelo largo y por qué mi aspecto es diferente últimamente”.
Le expliqué a Kali que estaba trabajando en un proyecto consistente en recopilar sueños por todo el mundo y le pregunté por el suyo.
“A menudo sueño que estoy en una celebración familiar. Llevo un sari y todos me aceptan tal como soy. Están felices conmigo y compartimos las alegrías de la vida. Pero cuando despierto, estoy sola”.
Paradójicamente, para hijras como Kali, la misma ambigüedad de género que las convierte en parias les otorga un estatus sagrado entre algunos hindúes, para quienes las hijras están relacionadas con Shiva, dios de la destrucción, a menudo representado como un lingam, una fusión estilizada de los genitales masculinos y femeninos. Esta unión de lo viril y lo femenino simboliza la unidad cósmica inseparable. También se asocia a las hijras con la diosa madre Yellamma. Su condición intersexual a menudo se atribuye a una posesión espiritual, rasgo que dota a las hijras de la capacidad de conceder bendiciones a cambio de dinero u otros bienes.
Las bendiciones más lucrativas -en bodas, bautizos y ceremonias inaugurales de empresas- las llevan a cabo un reducido grupo de hijras muy conocidas (y generalmente de avanzada edad), también llamadas gurús, quienes a menudo cobran cientos de euros por sus servicios. El resto, como Kali, suele trabajar para otras gurús y ganan mucho menos dinero. Me dijo que suele cobrar entre 10 y 20 rupias por bendición, el equivalente a entre 14 y 28 céntimos de euro. La mayoría de lo que cobra va a parar a manos de su gurú, que exige a cada una de sus 80 hijras un pago de entre 5.000 y 6.000 rupias.
Kali vive en la penumbra de los desvencijados almacenes. De día se mueve despacio, confundiéndose entre las sombras. Además de ofrecer bendiciones, trabaja como prostituta para complementar sus exiguos ingresos. Cuando se le acerca un hombre desde la carretera, nunca sabe si ha venido por una bendición o por sexo.
A veces le pide ambas cosas.
“Antes trabajaba en un centro de atención al cliente de AT&T”, recuerda. Tenía un sueldo decente, 21.000 rupias entregadas en mano. Pero siempre tenía la sensación de no ser yo misma, de estar fingiendo ser uno de ellos, atrapada en un cuerpo falso”.
“No me gusta este trabajo”, prosigue, refiriéndose a la prostitución, “pero me atrae el estilo de vida. Puedo vestirme como quiera y llevar todo el maquillaje y todas las joyas que me apetezca”.
Esa libertad hace que hijras como Kali vivan, al menos en parte, un tanto al margen de la ley. Asegura que la policía evita cualquier contacto con las de su comunidad y las disputas suelen ser arbitradas por las gurús. Pese a ello, el año pasado la Corte Suprema reconoció a las hijras como un “tercer género” y una clase protegida.
“Las autoridades saben que somos desvergonzadas”, explica Kali. “La gente tiene miedo de hablar con nosotros porque no venimos de un buen entorno. Saben que no les hablamos con respeto. Ni siquiera pagamos peaje al cruzar un puente. Simplemente damos una palmada y nos dejan pasar”.
En un concurrido cruce del centro de Bombay, un grupo de hijras pulula con elegancia por entre las hileras de coches parados, tocando las ventanillas con los nudillos. Lakshmi, Kamla y Anita trabajan para una gurú llamada Shamila. De tanto en tanto, alguien baja su ventanilla para recibir una rápida bendición a cambio de una propina.
“Cada una ofrecemos unas 300 o 400 bendiciones al día”, explica Anita.
A diferencia de Kali, ni Anita ni sus amigas se identificaron como mujeres al crecer.
“Nos hicimos transexuales por la pobreza”, me dijo Anita. “A los 14 o 15 años, casi no teníamos qué comer ni tampoco amigos y familiares, así que vinimos aquí y nos unimos a esta comunidad. No lo elegimos nosotras. Pero después de un tiempo aquí, empezamos a sentirnos transexuales. La mayoría de las personas que ves deambulando bajo los semáforos te contará la misma historia”.
Les pedí una bendición y ellas pronunciaron unas pocas palabras y me rozaron con el borde de sus saris.
Kali me había hecho lo mismo horas antes.
“¿Funciona la bendición?”, pregunté.
“No estoy segura”, contestó. “Siempre he creído que Dios ha concedido un poder a cada ser humano. No es que hayamos nacido siendo especiales. Comemos lo mismo que tú, así que no podemos ser tan diferentes”.
Sigue a Roc en su aventura recopilando sueños de todo el mundo en World Dream Atlas.
Traducción por Mario Abad.