La crisis del coronavirus ha demostrado, por enésima vez, que la historia no acaba nunca y que todo lo que damos por sentado en este mundo (lo malo y lo menos malo, porque lo bueno nunca lo damos por sentado), se sostiene sobre un hilo muy, muy fino. El mundo globalizado ha vivido su primera pandemia globalizada y la respuesta ha sido el sálvese quien pueda de los estados, en el que unos paran aviones cargados de respiradores en Turquía, otros bloquean un millón de mascarillas en Francia y los de siempre ponemos la vida mientras los que mandan desde siempre nos dicen que, a pesar de todo, “no se podía saber”.
Una de esas cosas que dábamos por sentado era la inevitable decadencia del sector industrial: “contamina”, “se va a automatizar”, “no quiero trabajar ahí porque es aburrido y no me puedo realizar”, “nuestros hijos tienen que aspirar a algo más”… En un mundo globalizado, además, el outsourcing se había ocupado de conseguir que no nos falte de nada sin tener que lidiar con el inconveniente de tener que pagar la producción local a su precio real y en condiciones dignas.
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A pesar de todo, son el sector primario y el secundario, olvidados política y socialmente desde hace décadas, los que hacen posible que esto, por el momento, no sea un sindios digno de una película postapocalíptica en el que por no haber no haya ni el más mínimo abastecimiento ni los productos necesarios para seguir atendiendo a los pacientes, etc.
Si buscas en Google “fábricas españa producen respiradores” encontrarás rápidamente que mientras la fábrica de SEAT está produciendo 100 respiradores al día, las empresas multinacionales que normalmente los fabrican y que tienen sede comercial en nuestro país no llevan a cabo la misma labor porque tienen sus centros de producción fuera de nuestras fronteras. Es decir, tener una fábrica en tu país, aunque sea de coches, es más útil durante una crisis que tener el mejor equipo comercial o de marketing, a los mejores publicistas y a los críticos culturales más agudos, ¿sorprendente verdad?
Dejando de lado lo referente a la terrible gestión de la crisis, podríamos habernos ahorrado cosas como el comprar dos veces test defectuosos o que países supuestamente aliados nos bloqueen, aunque sea solo temporalmente, material de primera necesidad si fuésemos nosotros quienes lo produjeramos, pero para eso hay que tener una industria fuerte. Sin embargo, titulares sobre el estado del sector industrial en nuestro país nos dicen que en 2019 se habían cerrado 1100 empresas en un año, que la industria española es la que más producción ha destruido desde 2007 o que el año pasado tuvo su peor cierre desde 2013 -cuando, recordemos, estábamos en plena crisis-.
Los anuncios no se comen, los artículos como este no se pueden convertir en líneas de producción de respiradores y los hoteles no pueden transformarse en hospitales equipados con todo lo que hace falta para atender a miles de personas.
Mientras tanto, salvando las obvias y honrosísimas excepciones, que van desde sanitarios a reponedores -y entre las que se encuentran curiosamente algunas de las profesiones socialmente más despreciadas gracias a los profetas de la pedagogía y otras luminarias-, el sector terciario es una gran burbuja -tan grande que acapara casi un 80% de los empleos españoles– sustentada sobre la dependencia del exterior y de que a los que sí producen, a los que sí tienen fábricas y esas cosas que ya están pasadas, les vaya bien. Solo hace falta que pensemos en el turismo. En el fondo no es muy diferente al ladrillo, lo que pasa es que la circunferencia de esta burbuja es tan grande que no atinamos a verla entera.
Convertirnos en un país de servicios fue, junto a la drástica reducción de la industria y de otros sectores productivos, uno de los precios a pagar por entrar en la Unión Europea, la misma que ahora no quiere emitir eurobonos para que afrontemos un problema que se extendió por Europa desde los centros financieros de la misma y no desde la periferia. Trajo comodidades de las que solo han disfrutado un par de generaciones mientras el resto teníamos el futuro hipotecado sin siquiera saberlo. El mismo futuro que ahora Pedro Sánchez admite estar hipotecando a través de “detraer recursos a las generaciones futuras”.
No descubro la sopa de ajo señalando que hemos pasado de sociedades productivas (sociedades que se caracterizan por hacer cosas) a sociedades de consumo (sociedades que se caracterizan por comprar cosas), ni tampoco soy el primero que señala que ese cambio nos debilita y, como no, tampoco soy el primero en decir que la crisis del coronavirus ha demostrado que todos nuestros maravillosos trabajos creativos que tan realizados, diferentes y únicos nos hacen sentir, no importan en absoluto cuando una pandemia mundial (o una guerra o una catástrofe natural o lo que sea) nos pega una bofetada en la cara.
Podemos debatir sobre si “la revolución industrial y sus consecuencias han sido un desastre para la raza humana”, el decrecimiento o la necesidad de armonizar la producción y el consumo con las necesidades reales, pero en un mundo interconectado, en el que los recursos son limitados y en el que la desigualdad y el conflicto son las únicas constantes históricas, no se puede relegar la seguridad de millones de personas en nombre de un supuesto progreso global.
En los años 70, mi abuelo trabajaba en un fábrica de Barcelona llamada La Maquinista Terrestre y Marítima, donde unos años después trabajaría también mi padre. Como su nombre indica, hacían máquinas para cosas que van por tierra y cosas que van por mar, trenes y barcos para ser exactos, aunque también hacían bastantes otras cosas. Hoy, como si de una suerte de matrioshka hiperconsumista se tratase, La Maquinista es el centro comercial más grande de esta ciudad a la que un amigable eslogan socialista llamaba “la tienda más grande del mundo”. Todo grande. Todo se vende. Todo se vende a lo grande. Quizás nos hubiese ido mejor a todos si hubiésemos seguido haciendo trenes.