Cursé toda mi escuela primaria en una clase de solo mujeres en un colegio católico en Buenos Aires, Argentina. Treinta nenas, creciendo juntas todos los días desde los seis hasta los 12 años, aprendiendo entre mujeres, jugando entre mujeres, peleando entre mujeres, descubriendo cada una su lugar en el mundo entre mujeres. Dos décadas después de ese primer día de escuela de “señoritas”, me topé con esta afirmación en un libro feminista publicado en 2020 (Freijo, María Florencia, (Mal)Educadas, Editorial Planeta): “Cuando éramos chicas, no corríamos con pistolitas de balas de goma espuma, no luchábamos con espadas ni andábamos en monopatín. Tomábamos el té sentadas, armábamos casitas, vestíamos a nuestras muñecas, paseábamos bebés en carrito”. La autora que la escribió, también argentina, tiene apenas seis años más que yo, pero pareciera que nos separara un siglo. ¿Cómo puede ser que su generación difiera tanto de la mía? ¿Acaso habernos educado en un aula solo de nenas lo cambió todo?
Los recuerdos enemistándonos por una vuelta más en el monopatín y jugando al Mortal Kombat en el SEGA y al GTA San Andreas en la computadora me reconfortaron a medida que iban prendiéndose como flashes en cada rincón de mi mente. Haber crecido sin varones a nuestro lado, sin nenes que ocuparan el rol de todo aquello a lo que se le otorga la propiedad de “masculino”, sin una presencia que, de manera tácita o expresa, nos discriminara, burlara, restringiera o tratara de regresarnos al papel que históricamente “nos corresponde” –ser bellas para su goce, jugar a la mamá, a la cocinera, hacer cosas culturalmente “de nenas” que se replican en la adultez- nos permitió a mí y a mis amigas explorar nuestro total potencial creativo infantil, sin etiquetas de género.
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Así, en primer grado en 1999, sonaba el timbre del recreo y salíamos corriendo desaforadas al parque de juegos, en una carrera tras los toboganes más altos y las mejores hamacas, que empujábamos con toda la fuerza y brutalidad que teníamos. En segundo grado nos juntábamos a leer revistas de Pokémon y Dragon Ball Z -dibujos animados de lucha y estrategia, y por tanto “de niños”- y entrábamos a las patadas con los varones de otro curso que intentaban sacárnoslas. En tercer grado, interpretábamos juegos de rol de dinosaurios, nos sabíamos todas las especies, desde el Cretácico al Triásico, como pequeñas paleontólogas y usábamos herramientas para excavar e investigar fósiles. En cuarto grado jugábamos con el Game Boy argentino: la consola portátil Brick Game, y en quinto lo dábamos todo en partidos de fútbol acalorados contra un equipo de varones con un sacapuntas de metal improvisado como pelota -nosotras en el uniforme escolar de vestido, ellos en pantalón-, encuentros que terminaron tan de repente como empezaron: éramos niñas y como tales “no era correcto” jugar a la pelota con chicos (aunque nunca nos terminó de convencer ese argumento débil y sin sentido). En sexto grado, coleccionábamos cartas de Yu-Gi-Oh! (manga japonesa de mitología, monstruos y secretos ancestrales, en consecuencia, parte de la esfera de intereses “de nenes”) y en séptimo grado, nos sentábamos con las piernas abiertas de “par en par” -como lo hacen los hombres a toda edad-, y andábamos en shortcitos sin depilarnos -aunque internamente ya empezaba a pesarnos el mandato social de no deber tener pelos en ninguna parte del cuerpo. Después de todo, a los 12 ya éramos casi adolescentes, y al año siguiente sí entraríamos en la escuela secundaria mixta.
No es que durante aquellos siete años de primaria no bailáramos al ritmo de las canciones pop girl de Bandana, no nos pintáramos la cara con flores y arcoíris, no jugáramos al elástico ni le diéramos la mamadera a nuestros bebés de plástico. Lo hacíamos también, al mismo tiempo de intercambiar figuritas de Jurassic Park, lanzarnos hechizos de Harry Potter, escuchar Eminem, jugar con autitos y coleccionar Pokebolas. Habernos criado en un microcosmos/aula de solo mujeres, sin estar bajo la mirada e influencia cotidiana de pares varones, nos dio la posibilidad de hacerlo TODO, de desarrollarnos de niñas a preadolescentes sin distinciones de género y de abrazar lo que para otras personas conformaba una dicotomía (como las autoridades del colegio, que insistían en imponernos y demarcar las actividades de mujeres y de hombres). Y es que para nosotras no existían los juegos o juguetes para “nena” o “nene”, eran simplemente juegos. No había nada extraordinario en pasar de cambiarle la ropita a las Barbies a dispararnos con pistolas de agua, de peinar muñecas Bratz a jugar Crash en la PlayStation, de coleccionar Polly Pocket a hacer combates de monstruos, de leer cuentos de princesas a devorarnos revistas con un tiburón blanco en la portada, y en mirar tanto películas de Disney como Star Wars. El mundo era nuestro para explorar y disfrutar.
Con el varón como figura secundaria (introducido de forma tardía en otros cursos cuando mi colegio pasó a ser mixto) fueron pocas las ocasiones en las que experimentamos la autocensura por estar haciendo algo que “no se espera de señoritas”, y algunas otras en las que incurrimos en una primitiva e inocente competencia entre nosotras por ganar su atención. Así es como en los últimos dos años de primaria, con 11 y 12 años, les pedíamos a los chicos de otras clases un “Top 10” de las más lindas del grado, y leíamos el veredicto en papel juntas y entre risas durante el recreo. Habrá sido por la edad, por el hecho de habernos criado a la par o por aún no conocer en carne propia los artilugios del machismo, porque, aunque en el fondo estábamos rivalizando, lo hacíamos sin malicia, unidas, como una aventura en grupo: conquistar a aquellos seres novedosos, los varones. Quizás uno de los últimos vestigios de un temprano feminismo, a punto de ser abatido. El gran cambio ocurrió a los 13 años, cuando pasamos de estar protegidas y contenidas en ese pequeño universo de solo mujeres a exponernos al mundo real: el de los hombres.
Alerta, “señoritas”: llegan los varones a la adolescencia
Mi primer crush fue a los cinco años, un compañerito del jardín de infantes, Matías. Mi segundo, un chico del club, Maximiliano; mi tercero, Juan Cruz, un nene de otro grado en el colegio. No recuerdo haber querido llamar la atención de un varón modificando mis actitudes o acentuando mi apariencia física jamás antes del secundario, sino que recurría a actividades deportivas, que probaran destreza, fuerza y habilidad. Para llamar la atención de Matías bailaba como una bailarina de ballet en la salita del preescolar, para la de Maxi, andaba en bicicleta y hacía piruetas de gimnasia artística, y para la de Juan Cruz saltaba en el elástico y hacía “truquitos” con la pelota. Pero al entrar a la escuela secundaria me encontré en un curso con adolescentes sobreexcitados, en pleno inicio de la pubertad, que nos impusieron (o culturalmente recordaron) cuál era su lugar y cuál era el nuestro. Nuestros cuerpos ya no eran nuestros, sino de ellos. De ellos para toquetear en el recreo, para manosear en una fiesta. De ellos para glorificar o denostar, para aprobar o descalificar. Nosotras, anonadadas por una conducta violenta desconocida hacia nuestra dignidad y persona, reaccionábamos como podíamos: nos callábamos y sufríamos en silencio la acusación de “putas” por “dejarnos”, nos defendíamos, etiquetadas también de “putas” pero por “hacernos las difíciles”, exclamábamos “NO” con contundencia y con suerte lográbamos poner un freno, y otras veces sin tanta dureza, y los varones lo tomaban como un “SÍ” implícito.
Así, comenzó un derrotero de rozarnos, tocarnos y agarrarnos los pechos, la cola y la vagina por encima de la remera y el pantalón, pues el uniforme con vestido ya era cosa del pasado. En un intento de las autoridades del colegio por coartar la “femineidad”, tapar las piernas “provocativas” y no despertar los instintos sexuales de los varones -como si esa fuera la solución-, las faldas de la escuela primaria fueron reemplazadas por pantalones azules amplios que las mujeres mandábamos a la sastrería a entallar. Y es que a los 14 años ya empezábamos a sentir las exigencias del estereotipo de belleza femenina en la sociedad argentina: las medidas 90-60-90, mujeres flacas, con abdomen chato, senos grandes y parados como “globos” -como de cirugía plástica-, y cola redonda y firme. “Qué chata que sos”, “El culo lo dejaste en casa”, “Unos añitos más y estás”, “Ni curvas tenés por eso salgo con minas de 20”. Los varones nos recordaban de forma constante lo púber e inmaduro de nuestros cuerpos aún en pleno desarrollo, y lo peor es que frente a tanto detrimento ya normalizado, nosotras buscábamos gustarles: nos delineábamos los ojos para parecer más grandes, nos poníamos corpiños con push-up y relleno, nos ceñíamos los pantalones a la cadera y acortábamos las remeras por la cintura. Después de todo, era nuestra primera vez conviviendo con hombres, y las hormonas de la adolescencia no mermaban su ímpetu de conquista frente al bullying sexista.
En la segunda mitad del 2000 tampoco teníamos herramientas para ponerle nombre a lo que nos sucedía: acoso sexual.
Su fetiche por la intimidación siempre hallaba nuevas maneras de incomodarnos: nos mostraban sus penes erectos en plena clase. Nunca se nos ocurrió denunciarlo a los profesores o las autoridades, después de todo, una compañera pionera lo había hecho años atrás y la sanción del varón por bajarse el pantalón y exhibirle los genitales fue de “no asistir al colegio durante dos días”. No solo salió indemne de recibir lecciones morales y de educación sexual, sino que cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “Porque puedo”.
Toda esa libertad de género con la que habíamos sido criadas hasta séptimo grado de la escuela primaria se chocó con una pirámide impenetrable, construida e instalada culturalmente por personas privilegiadas que le sacan el jugo a esta desigualdad de género desde mucho antes de que nosotras naciéramos, y que nos pone a las mujeres y a las personas LGBTIQ+ por debajo de todo, y al mismo tiempo bien en lo alto para ser blanco fácil de insultos, prejuicios y vejaciones.
Si éramos buenas alumnas y abanderadas no era porque fuésemos inteligentes, sino nerds o “tragas”, porque los varones reprobaban todo el año y, justo al límite de repetir el curso, aprobaban todas las asignaturas juntas. Como si eso constituyera un logro superior a ser responsable y estudiar durante el semestre. La “traga libros” era apartada por “rara” o “virgen”, la antítesis de la mujer atractiva que todos los varones deseaban. Era una cosa o la otra. Pero al fin de cuentas, cuando necesitaban de ayuda para completar tareas o preparar una prueba, volvían sin pudor a quienes antes descalificaban.
El uso de la palabra “virgen” como insulto, al igual que la palabra “puta” se perpetuó durante los cinco años de secundaria: la mujer como objeto de crítica frente a cualquier situación. Todo lo que hiciéramos: usar un escote, no usar un escote, salir a bailar, no salir a bailar, tomar alcohol, no tomar alcohol, ser seductoras, no ser seductoras, besarnos con uno, con muchos o con ninguno está mal (por el contrario, al varón se le festeja cada “victoria”), y era potestad de los hombres señalarlo y remarcarlo. Aquellos prejuicios, estereotipos y denominaciones que iban cayendo desde la cima de la pirámide contaminaban no solo la opinión y percepción de varones sino también de mujeres que se convertían en cómplices del machismo masculino y perpetuaban la mirada sexista hacia sus propias compañeras.
Como adolescentes también deseosas de explorar nuestra sexualidad y nuestro “valor atractivo”, competíamos, nos juzgábamos y criticábamos entre nosotras, en vez de apoyarnos y unirnos en un frente contra tanta misoginia. Nos fuimos haciendo copartícipes de un patriarcado del cual ni sabíamos de su existencia. Y es que un mundo en el que los hombres mantuvieran el poder, el control y el privilegio social, y predominaran en roles de liderazgo, era el “normal”. Al final y al cabo, habíamos nacido en él.
Del “una señorita no se comporta así” al “qué puta que sos”
Según el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe de la ONU, en 2019, Argentina era el país con más femicidios cometidos por la pareja o expareja de la víctima de toda la región, y el cuarto país, detrás de Brasil, México y Honduras, en la mayor cantidad de femicidios.
Pisándole los talones a la década del 2010, educadas en un colegio religioso y creciendo en uno de los países más machistas de Latinoamérica, estábamos a años luz de conocer el término feminismo y mucho menos sororidad. Así, en un claro contexto de discriminación sexista, era común entre mujeres repetir el lenguaje con el que hablaban los varones, y maltratarnos entre nosotras: “Mirá cómo vino vestida, qué puta”, “Fulanita se besó con dos chicos, es una trola”. Lo decíamos sin ser conscientes de estar fomentando y replicando un ciclo de violencia hacia nosotras mismas como objetos de cosificación, humillación y denostación.
La palabra “puta” ha tratado de ser reinterpretada por ciertos colectivos feministas en el último tiempo, como una referencia a las mujeres que vivimos libremente nuestra sexualidad y autonomía, lo cual es digno de ser celebrado y de tener su propia denominación que nos empodere, en vez de reivindicar y perpetuar el uso de una palabra emblema del odio y la violencia sexista con el único fin de denigrar, estigmatizar, cosificar y vapulear a la mujer. No es casualidad que sea un término clave en casos de violencia de género, articulado por hombres que perpetran abusos, violaciones y femicidios alegando: “Sale de noche como una puta”, “Se viste como puta”, “Bailaba como una puta”, “Se lo estaba buscando, si es una puta”. La mujer como propiedad de todos, un objeto sexual a disposición de la dominación masculina, indigna de ser tratada con respeto.
Leí al filósofo alemán Ludwig Wittgenstein decir que “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”, y para combatir las conductas sexistas que empoderan al machismo y la misoginia hay que atacar todos los elementos que las impulsan y estimulan, en especial, su componente lingüístico.
Rebelión interrumpida: las “señoritas” al ataque
A punto de egresar de la escuela secundaria, con 17 y 18 años, no teníamos la misma ingenuidad que al comenzarla, con solo 13 y 14 años, y aunque el ejercicio sistemático de intimidación hacia nosotras continuaba, solíamos “contraatacar”.
Una mañana, en plena guerra de sexos, pusimos toallitas femeninas pintadas con labial rojo entre las carpetas y los libros de nuestros compañeros. El asunto llegó hasta las autoridades del colegio, quienes nos convocaron a una reunión de urgencia y advirtieron que podíamos quedarnos sin viaje de graduación. Y es que los varones estaban INDIGNADOS, horrorizados de haber sido víctimas de una burla que involucrara algo símil a sangre femenina y artículos de higiene para la menstruación. Y es que del ciclo menstrual no se podía hablar. Si estábamos de mal humor, los hombres nos humillaban públicamente apuntando que “nos había venido Andrés, el que viene una vez por mes”. Ante sus ojos, impulsados por las convenciones de género asimiladas en familia, entre amigos o a través de los medios de comunicación, éramos incapaces de simplemente tener un mal día, estar tristes o enojadas por razones equis. Si lo estábamos era porque estábamos indispuestas, porque el resto de los días la mujer tiene que sonreír, ser amable y tener buena predisposición para complacerlos.
Lejos de tomar tal envergadura quedaban los “chistes” en los que los varones envolvían el borrador del pizarrón en un preservativo. El tabú residía en todo lo vinculado a la esfera de la mujer. Por eso nos pasábamos un tampón a escondidas, haciendo malabares y hablando en código para que ningún varón se enterara, como si estuviésemos traficando petróleo.
La doble vara también aplicaba al cumplimiento del uniforme escolar. Mientras que nos obligaban a dar vueltas alrededor del patio del colegio como reprimenda por vestir una remera de otro color que no fuera el reglamentario, los varones llevaban camisetas de fútbol en estridente celeste, amarillo, verde y rojo sin apercibimiento alguno. Era la desobediencia femenina la substancia a enmendar.
Cuando volvieron las faldas, gracias a la iniciativa e impulso de las alumnas mayores que se graduaban, las exigencias en cuanto a su largo dejaron en evidencia aún más la desigualdad de género: mientras que era considerado obvio que el pantalón del varón estuviera ajustado o corto como resultado de su crecimiento, la pollera por arriba de la rodilla de la mujer era vista como una demostración de erotismo y provocación, y, en consecuencia, sancionada y corregida. Una estela minúscula en una historia milenaria en la que las mujeres que se salen de los mandatos a ellas impuestos son castigadas. ¿El varón que se rebela? Innovador, ambicioso, creativo, original, descubridor, explorador, revolucionario. ¿La mujer que se rebela? Mala, desobediente, loca, problemática, imprudente, peligrosa, complicada.
Con un incipiente Facebook, sin Instagram ni WhatsApp, años antes del “Ni Una Menos” y el “Me Too”, inmersas en una escuela conservadora y absorbiendo el machismo propagado con impunidad en revistas, medios y programas de televisión, transcurrimos nuestra adolescencia sin información, desprovistas de poder, tolerando y naturalizando el comportamiento abusivo de hombres, desestimado como “típico de varones”, “culpa de las hormonas”, “porque los varones son así”, cuando en verdad estaban iniciando y sometiéndonos a un ciclo de violencia y abuso emocional y físico que nos acompañaría en las siguientes etapas de nuestras vidas, persuadidas que debíamos soportarlo porque era parte de nuestro rol y condición desigual como mujeres, o por lo menos hasta que el movimiento feminista post “Ni Una Menos” y “Me Too” nos sacudiera todo nuestro sistema de creencias.
Del 2000 al 2020: el grupo de “señoritas” hoy
Quienes vivimos aquellos siete años de escuela primaria solo entre mujeres somos hoy profesionales universitarias: ingenieras industriales, traductoras públicas, diseñadoras gráficas y audiovisuales, psicólogas, periodistas, fotógrafas, directoras de arte, nutricionistas, abogadas, escritoras. Sin matrimonios ni hijos, emancipadas de los mandatos de mujer y familia que cumplieron nuestras madres y abuelas. En gran parte es generacional, la última camada de millennials casi centennials que le escapa al compromiso y al estilo de vida de nuestros padres, casados y establecidos en un hogar familiar apenas entrados sus veinte años, mientras nosotras perseguimos la aventura de viajar, de estudiar y profesionalizarnos cada vez más, de romances que duren lo que tienen que durar, de gastarnos nuestros ahorros en festivales de música, de hacer deportes extremos, de respetar nuestros tiempos, y por sobre todo, conquistar y ocupar lugares antes implícita o explícitamente vedados a mujeres.
Hubo también factores culturales, sociales y económicos a nivel país y mundo desde la década del 90 que permitieron que el porcentaje de mujeres graduadas universitarias en Argentina sea hoy del 61%, frente al 32% en 1963 y 44% en 1983, la época de nuestras abuelas y madres. La realidad de clase media de las familias de mi colegio privado y las oportunidades que eso conlleva también entra en juego. Pero es innegable que el habernos desarrollado de niñas a adolescentes sin estar bajo la mirada e influencia cotidiana de pares masculinos diversificó nuestros intereses, ampliándolos a aquellos otorgados históricamente a varones (deportes, videojuegos, ciencias naturales, dibujos animados de lucha, experimentos, máquinas) por el simple hecho de que no había quien nos limitara a examinar y descubrir nuestros gustos, habilidades y placeres a tan temprana edad y de una forma tan libre de convenciones como pudimos.
También es indiscutible cómo la presencia de varones culturalmente “seteados” para el sexismo trastocó nuestra adolescencia, enredándonos en el tejido cultural del patriarcado, y que durante aquellos años de secundaria, dentro y fuera de la escuela (en los medios, la publicidad, la familia, la calle) absorbimos de forma inconsciente los estereotipos de la mujer, y su consecuente reduccionismo y sojuzgamiento. Así interiorizamos a las putas, las ambiciosas, las trepadoras, las locas, las rubias tontas, las bombas sexuales, las “Susanitas”, las “tortilleras”, las derrochadoras, las “gatos”. Pero el machismo no solo encasilla, generaliza y discrimina a las mujeres adjudicándoles roles, rasgos y cualidades, sino que también reprime y margina a los varones. Por ello también internalizamos estereotipos de hombres: los que demuestran “vulnerabilidad” -como llorar- reciben el nombre de maricones, los que se denominan feministas son “dominados”, los que manifiestan en público su amor por sus parejas son “pollerudos”, y los que se niegan a cometer actos peligrosos son “cagones”.
Siempre estaré agradecida por aquellos siete años creciendo entre mujeres, que no solo nos enseñaron a nivel inconsciente que los estereotipos de género no tienen por qué aplicarse sino que el mundo funciona mejor sin ellos, y que una nena puede vestir tanto rosa como azul, jugar a la rayuela y practicar Taekwondo, hacer manualidades y pegarle a un punching ball, fantasear con ser princesa y la dueña de su propia empresa; sino que también nos protegieron de la misoginia que envenena a la sociedad y que comprobamos al salir al mundo real, “el de los hombres”. Pero el camino no es segregar sexos, la solución no es separar varones por un lado y mujeres por el otro, sino unirlos en una convivencia justa e igualitaria, después de todo, la vida es mixta.
Para lograrlo, es nuestra responsabilidad como adultos impartir una educación desde el minuto cero que, tanto en la escuela como en el hogar, sea con perspectiva de género, para así eliminar la cultura sexista que a nosotros mismos se nos inculcó desde pequeños. Criar a todos los nenes y nenas en igualdad de derechos y de acceso a las mismas oportunidades en todos los ámbitos de la sociedad, públicos y privados, sin importar su sexo, identidad de género u orientación sexual. Enseñarles a compartir los mismos roles y espacios sin discriminación, a distribuirse las tareas domésticas de manera igualitaria, a tratarse con dignidad y respeto, a relacionarse con amor y no con odio -ni simbólico ni explícito-, a empoderarse mutuamente en vez de destruirse.
Es nuestro deber para con ellos luchar por la igualdad de género, reeducarnos y deshacernos de viejas tradiciones, hábitos y atributos machistas que se nos asignan desde niñas y niños, meras construcciones socioculturales reproducidas de generación en generación para mantener cierto status quo y privilegio de unos sobre otros.
La evolución y el progreso son demandas ineludibles. La sociedad en la que transcurrimos nuestra adolescencia como centro de estigmas, violencia y acoso por nuestra condición de mujer no es igual a la de hoy. Y tal como lo comprueban los logros y las olas de cambio del último tiempo en Argentina, Latinoamérica y el mundo, impulsadas principalmente por mujeres unidas, y con el apoyo de varones aliados, la igualdad entre el hombre y la mujer -el feminismo- será un hecho.