Artículo publicado por VICE México.
El mundo de la moda guarda un día de silencio después de que uno de sus más grandes exponentes, al menos en términos de fama mundial, falleciera el 19 de febrero a los 85 años. Karl Lagerfeld, director creativo de Chanel y Fendi, entre otros, desde 1984 hasta su muerte, fue un ícono bajo sus propios términos: un gurú de la moda y un progresista de la evolución estética de la moda que influencia, de manera directa o indirecta, a millones de personas y un talento creativo difícil de comparar.
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El diseñador murió y su nombre ya está escrito en los anales de la historia: “Gracias a su genio creativo, generosidad e intuición excepcional, Karl Lagerfeld estuvo adelantado a su tiempo, mismo que contribuyó enormemente al éxito mundial de la Casa Chanel”, declaró Alain Wertheimer, CEO de Chanel. “Hoy, no sólo perdí un amigo, sino que todos perdimos una extraordinaria mente creativa a quien le di carte blanche en el comienzo de los 80 para reinventar la marca”.
El mundo de la moda se lamenta. Las grandes marcas tiran sus pañuelos, estrellas de cine, filántropos, atletas y miles de personas, aficionados, profesionistas o aspirantes a acceder a la industria se arrancan las vestiduras. Y, entre el mar de todas esas lágrimas, en un bote flotan todos los demás. Los demás que solamente ven a Lagerfeld como un cliché estereotípico, esperable, de la época del narcisismo. Un hombre que resalta las características esenciales detrás de la glorificación de alguien clasista, misógino y superficial que, por sus propias palabras, resaltó una visión del mundo que no sólo no convive con la realidad social en la que vivimos y vivió, sino que señala profusamente el déficit de empatía detrás del sueño contemporáneo de conseguir el culto a la personalidad.
El éxito comercial, como es usual, añadió cada vez más fuego a la mítica figura que encarnó, los zapatos que debía llenar para seguir con el legado de Coco Chanel. La extravagante representación de su persona debió jugar un papel importante para llenar, según la crítica y editora de moda Robin Givhan, lo que con talento no podía. Y eso es lo que se llora, la figura pública, el actor profeta de las intuiciones que encaran las marcas de alta costura. Una filosofía de suerte “transgresora” que usa motivos completamente desconcertantes para causar furor en orden de vender más ropa —esto, sobra decirlo, fuera del gigantezco valor artístico y social que tiene el diseño de moda en nuestras vidas—. Pensando en ejemplos concretos e insuperablemente irónicos como la línea de Gucci inspirada en el movimiento estudiantil francés del 68 o la apropiación del movimiento feminista, mismo del cual en reiteradas ocasiones hizo burla, para presentar una línea en París diseñada por el mismo Lagerfeld.
La ironía es clara, pero no debe de ser sorprendente. Todo es parte del juego al culto, al levantamiento de los ídolos públicos que son necesarios para que el engranaje metódico de ciertas industrias siga girando. Lagerfeld es un tipo que declaró que Coco Chanel no era lo suficientemente fea para ser feminista, que Adele estaba muy gorda pero bonita de la cara, que Pippa Middleton solo debería mostrar su culo porque su cara no le gustaba, que nadie quiere ver a las mujeres gordas, que no podría con tener una hija fea y la lista, literalmente hay listas, de insultos, críticas y burlas hacia figuras públicas o generalizaciones perniciosas contra las mujeres continúa. Pero ese no es el problema. Él siempre tuvo derecho a ser una basura. El problema es que por su titánica posición comercial, se le permitió hasta la ridiculez de hacer su serie “feminista”. Inclusive después de ser profuso exponente de negar los evidentes problemas de alimentación que se sufren en su industria.
Lagerfeld, como para este punto tampoco debe de sorprender, era abiertamente islamófobo y se burló de Angela Merkel por abrir más espacio de refugiados de medio este en Alemania. El epítome de su ironía y ridiculez, no obstante, se muestra con impactante cinismo con el final de su vida. Después de haber estado en incontables galas, beneficencias y cualquier evento similar de orden filantrópico característicos de su industria, Lagerfeld mostró con un último acto, tristemente celebrado y tomado como un gesto divertido por diversos medios, que su persona, obra y creación nunca estuvo enfocado a otra cosa más que la mitificación de su leyenda y la extravagancia de su personaje. Según se estimó, el valor de su fortuna era de $200 millones de dólares, los cuales terminarían en “posesión” de un animal: su gata Choupette, a la cual, dicen, amaba con devoción.
Una persona de una deplorable calidad humana que retrata con asquerosa frialdad la frivolidad de cómo actúa el culto a la personalidad sobre las personas, tanto como individuos como a nivel social. Un gato millonario es tan sólo la punta del iceberg con el que chocamos, a ver si no nos hundimos los que tan sólo estamos flotando sobre el mar de lágrimas por el difunto diseñador de modas, Karl Lagerfeld.