Este artículo fue publicado originalmente en VICE Australia
Suelen pasar dos cosas cuando eres joven y viajas. La primera es que te lo pasas increíblemente bien, y la segunda es que vas escaso de dinero, lo que a mí me llevó a alojarme en el peor albergue de todo Japón y a comer, o ramen hecho al momento, o nada. Así que están siendo unos días geniales pero también jodidos.
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De todas formas, no hay mal que por bien no venga: aunque esté en el peor albergue de Japón, lo mejor que me ha podido pasar es tener un KFC al lado, lo cual puede ser la solución a mis problemas económicos.
Verás, como sabrás todos los bufés libres sirven infinidad de comida, y con “infinidad de comida” me refiero a que tienen más comida incluso que los supermercados, y eso los convierte en auténticas minas de oro si eres capaz de llevarte la suficiente comida.
Así que fui al bufé libre de KFC con mi novia para comer hasta reventar y llevarnos toda la comida que pudiésemos.
Día 1
Por supuesto, 24 horas antes del Día 1 estuve a base de agua, como siempre he hecho antes de ir a un bufé desde que tengo uso de razón. Entonces, lo que sucedió es que una vez estuve en el bufé, introduje el pin de la tarjeta como un loco mientras la camarera explicaba el procedimiento a cámara lenta. Finalmente, nos indicó cuáles eran nuestros asientos y nos dejó a nuestro aire. Yo ni si quiera me senté.
No podía haber imaginado todo lo que mis ojos verían al pasearme por el mostrador. Cruasanes, lasaña, espagueti, OCHO SABORES DISTINTOS DE HELADO, y un montón de complementos para ensalada que nunca antes había visto en KFC, ahí colocados, esperándome.
¿Quién coño come ensalada en el bufé libre KFC?
Conclusión: la calidad de la comida no era excelente. La pasta estaba demasiado hecha, las patatas estaban sosas y frías, y la calidad del pollo era sospechosa. Pero aún así, mi misión seguía en pié.
Llevaba la mochila llena de bolsas de plástico, las cuales me habían dado gratis en el Centro de Pokémon al que había ido antes. Empecé a llenar las bolsas, las cuales estaban llenas de tiques de compra. Lo hice con cuidado, una por una, y solo cuando no había nadie a la vista. Cuando salimos del restaurante, nos costaba respirar por la cantidad de comida que habíamos ingerido y además por el olor inconfundible de KFC que emanaba de nuestras mochilas.
El problema ahora era que el olor nos estaba dando mucho asco. Estábamos tan llenos…¿y para qué coño necesitábamos toda esa comida de KFC? En cuanto dejamos el restaurante, empecé a ofrecer lo que había conseguido en mi conquista a las personas con quien me cruzaba por las calles de Osaka. Para mi sorpresa, a nadie le apetecía comerse el pollo de mi mochila.
Supuse que quizás la forma de acercarme no era la correcta. Mi nivel de japonés era patético, así que pensé que las nuevas tecnologías podrían echarme un cable. Escribí “Hola, ¿te apetece un poco de pollo frito del que llevo en la mochila?” en Traductor Google y se lo enseñé a la gente, pero nadie me prestaba atención. Entonces, decidimos llevarnos todo el pollo a casa.
Día 2
Al día siguiente nos levantamos con hambre y nos comimos el pollo frío. Y, curiosamente, cuando me lo acabé, quería más, pero no habíamos cogido suficiente, y tampoco podíamos permitirnos ir dos veces en dos días, así que empecé a preguntarme: ¿por qué no existe ningún contenedor de KFC donde meterme?
No había caído en lo limpio que es Japón. Ni en broma dejarían un contenedor lleno de cajas de pollo delicioso, accesible al público. Todo lo que les sobraba se lo transportaban los funcionarios, o quizás los mismos empleados, a otros lugares al cruzar esas puertas metálicas tan misteriosas.
Cerrado. Vaya mierda.
La única opción que tenía para conseguir lo que quería eran las pequeñas papeleras que había fuera del establecimiento y que utilizaban los clientes que pedían comida para llevar. Rebusqué a fondo pero no encontré nada que mereciese la pena. La gente había limpiado los huesos casi a un nivel profesional.
Al final me quedé con los restos de carne que había en los huesos del pollo de vete tú a saber qué japonés. ¿Por qué estaba haciendo esto? No lo sé, pero a principios de este año escribí una historia sobre el ibis blanco australiano, al cual se hace referencia normalmente como el pollo basurero, por sus hábitos alimenticios. Ahora el destino se había vengado de mí y me había convertido en la criatura que siempre había intentado comprender. Ahora era el pollo basurero.
Día 3
Me senté en el salón del albergue la mañana del día 3, observando a mis pobres amigos mochileros tomar café asqueroso. Tenía hambre. Todos teníamos hambre, y pensé para mí mismo, “voy a hacer lo que tenía que haber hecho hace dos días”.
Así que, con la ayuda de mi novia, me hice un traje de Robin Hood y me dispuse a quitar a los ricos para dar a los pobres.
Por cierto, creo que es el momento de recordar que los bufés libres de KFC ofrecen barra libe de cerveza por ocho euros extra. Vaya gula soy. Lo malo fue que el alcohol me dio falsa autoconfianza y casi me pillan metiendo pollo en la mochila, o a lo mejor me había entrado la paranoia, o quizás me miraban porque iba vestido de Robin Hood. Supongo que nunca lo llegaré a saber.
En ese momento ya había acabado con el pollo. Creo que me comí tres porciones en total, y el resto fue directo a mi mochila. Me acabé de llenar con el curry, sorprendentemente de muy buena calidad. Estaba muy bueno, joder.
Horas después de habernos marchado del KFC por última vez, entré orgulloso en el albergue, con una sonrisa engreída, y pensando “va, palurdos, que tengo una mochila llena de pollo, ya frío y pasado, cocinado hace horas. Por favor, uno por uno”.
Y también, “no me des las gracias, amigo, tu mirada de aprecio lo dice todo”.
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