A los santanderinos de pura cepa se nos conoce popularmente como los STV (Santanderinos de Toda la Vida). Como aquí llueve mucho, tenemos nuestra fisiología adaptada al agua; nacemos —en la Residencia o en la clínica privada Madrazo, algo que ya marca tu futuro— con unas katiuskas y un chubasquero bajo el brazo.
De pequeños pasábamos los fines de semana viendo leones, focas, osos polares y pingüinos en la península de la Magdalena. Recuerdo que mi padre consiguió un taco de invitaciones para montar en el ‘madaleno’ (así es como llamamos al tren turístico que recorre la Magdalena) y nos llevaba a mi hermano y a mí todos los sábados por la mañana, incluso nos aprendimos de memoria lo que decía la grabación.
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Todo STV llamará a cualquier trenecito que vea en cualquier lugar del mundo ‘madaleno’.
También íbamos al parque de Mataleñas, cuando había canguros y ciervos. Entre recién casados que se hacían allí el álbum de fotos y animales, echábamos la mañana. Jugábamos en los Pinares, donde por las noches iban grupos de jóvenes a jugar a la guija, según contaban las leyendas infantiles (categoría en la que también entra lo de “no cojas ese cromo a la puerta del colegio que tiene droga”). Patinábamos y montábamos en bicicleta en el parque Mesones, aunque había una zona reservada a los skaters, que colgaban sus zapatillas viejas en un cable. Subíamos hasta la famosa fuente de Cacho, que años más tarde se agenció el Racing de Santander y reformaron gracias a eso, porque cuando éramos pequeños no había más que mierda y grafitis.Los cumpleaños los celebrábamos en Camelot o Chiquipark. El Eroski para nosotros no es un supermercado, es el centro comercial donde jugábamos a los recreativos y a la bolera. Y cuando el cine era barato, invitábamos a los amiguitos a ir. En verano íbamos a pescar cangrejos a las rocas del Sardinero y devorábamos helados de Regma (bueno, eso lo seguimos haciendo). Con el colegio íbamos de excursión a la neocueva de Altamira, a la fábrica de sobaos de Serafín, al Planetario, a Cabárceno o a la Remonta. A los 11 años nos enamoramos de David Bustamante, porque lloraba con San Vicente de la Barquera y nos puso en el mapa antes de que Revilla fuera al Congreso con anchoas y sobaos.
Al entrar en la adolescencia, las tribus se dividían dependiendo de a qué colegio o instituto fueras: La Salle, Los Agustinos, Los Escolapios, El Pereda, Santa Clara, Torres Quevedo, etc. Con decir en cuál estabas escolarizado, ya se sabía de qué pie cojeabas (esto era un absoluto cliché, claro). Y la división se ampliaba en verano; si ibas a la playa de los Biquinis, a la Primera del Sardinero, a los Peligros o al Camello. Recorríamos la Península gracias a los campamentos de la Consejería de Juventud (todos queríamos ir al de Murcia) y aún tenemos amigos y/o conocidos que salieron de aquellos salvajes 15 días.
Ser adolescente en Santander era duro, sobre todo para las madres por culpa de nuestros gustos. Empezaron a brotar como setas una clase de gente que denominamos entonces kies. El look típico de un kie era la cazadora Columbia o Spyder, el pelo pincho en forma de cenicero, las espais TN (nosotros llamamos así a las playeras), pantalones ajustados de campana de Bershka, las ART para las chicas y diademas de rayas. Los kies iban los fines de semana a una discoteca light llamada D’Manu, en un polígono industrial, pedían un chupito de piruleta (granadina) y procuraban estar siempre metidos en algún lío de faldas o alguna pelea, para tener algo que contar la semana siguiente.
El otro grupo era el de los inscritos en el club de Tenis. Jugaban unas partidas, iban a algún cumpleaños y se bañaban en la piscina en verano. Lo cierto es que estaba sobrevalorado. El resto, que no pertenecíamos ni a una banda ni a otra, celebrábamos nuestros cumpleaños en el Telepizza del Sardinero y solíamos quedar para ir al cine o comer pipas compradas en Lupa.
Por aquella época se inventó la palabra chano, que reconozco sigo utilizando, y describe algo que no molaba, que era cutre, feo. Y cuando alguien decía una parida, corriendo respondíamos: “¡Queemadaaa!”. Seguramente muchas de esas quemadas ahora sean cosas lógicas e inteligentes, pero en Santander era muy difícil y duro ser diferente en algo. Tranquilos, que el tiempo ha puesto a la mayoría en su sitio.
En bachiller, y sin la legalidad aún muy asumida por los empresarios, nos dejaban quedarnos hasta las 12-1 de la madrugada (los que teníamos padres normales) en bares como el Soho o el O’Clock, de los que hoy en día queda muy poco de lo que fueron. Y hubo gente especial que celebró sus 18 (o puesta de largo, como ellos llamaban) con un cóctel en el Casino. Era postureo, aunque entonces no lo sabíamos. Jugábamos al quinito en antros como El Pas, La Reina o El Señor del Tres (siguen todos abiertos) y vivimos el éxito de una discoteca llamada El Divino y a su debacle, tras un incendio. Tomábamos chupitos en La Chupitería (original, eh), el portero del Wendal, en algún momento, también se rio de ti y conocimos el Malaspina antes de que estuviera lleno de puretas y cuando aún sonaba La Fuga y Platero y tú.
A los STV nos encanta ir de casetas en las fiestas de Santiago, jugar al bingo en las ferias que han vuelto al lugar del que nunca debieron irse (El Sardinero), y todos hemos comprado golosinas donde Charo. Tenemos amigos surferos, hablamos cantando y nos acordamos de Valdenoja cuando no había nada excepto una casa llena de okupas. Desayunamos sobaos, pedimos rabas, porque ese es el verdadero nombre de los calamares, odiamos a los de Torrelavega (no tiene explicación, es algo que pasa de generación en generación), muchos tienen una casa en Comillas, San Vicente, Laredo, Reinosa o Potes (eso es ir al pueblo) y sobre todo, se nos hincha el pecho, vayamos donde vayamos, diciendo que somos de Santander (la ciudad más bonita de España).
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