La adicción a la tristeza: Søren Kierkegaard y Regine Olsen

Existe una diferencia entre estar triste y serlo, ambas muy distintas de la depresión. Radica en que aquellos pertenecientes al segundo grupo son obsesivos, mientras que en los primeros es un estado transitorio. Porque sí, la tristeza causa adicción. Descripciones del por qué y cómo se comporta un toxicómano hay muchas; algunos culpan a los genes, otros al ambiente, muchos a la debilidad de carácter. Sea cual sea la razón, queda claro que el mundo está plagado de personas coloreadas de tristeza, cuya obsesión por ella resulta tal, que oscurece las cosas más valoradas. Aquí no hago un juicio moral, eso hay que tenerlo en cuenta, sino describir la línea axial de una historia, como tantas, de amor malogrado.

Cantidades extensas de comentadores y biógrafos de Søren Kierkegaard dicen que su filosofía no sería la misma o sería inexistente sin la presencia de Regine Olsen. Sería lo mismo decir que Kierkegaard no sería filósofo si no hubiera tenido el corazón roto. El detalle aquí es que su mal de amores fue autoinflingido. Habría que añadir que el filósofo danés tenía una adicción fortísima a la tristeza, que se expresó en su pensamiento y su relación con Regine. Es más, es imposible leer a secas la filosofía kierkergaardiana: en el buró se necesita una biografía.

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La historia de amor comienza antes del nacimiento del filósofo. Un día, su padre reclamó a Dios y en retorno, lo castigó con la muerte de todos sus hijos menos dos: Peter y Søren. Entonces el pensador creció creyendo que su familia estaba maldita; la sombra informe de la tristeza adquirió la forma de una huella de nacimiento y se enraizó como adicción. Sin embargo, en la primavera de 1837 hubo un espacio de sol que removió la tierra inerte y dio paso a un breve momento de felicidad: Kierkegaard conoció a Regine.

Regine Olsen.

El filósofo elaboró un plan para conquistarla. Primero, habían de ser amigos y luego habían de ser esposos. Así durante dos años, hasta que finalmente se armó de valor y le confesó sus verdaderos sentimientos. Kierkegaard escribe, nueve años después, que el ocho de septiembre salió de su casa con la firme intención de manifestarse como amante. Encontró a Regine afuera de su casa y ella le dijo que no había nadie. Él sabía que era el momento perfecto. Lo invitó a pasar y los dos estaban incómodamente parados en la sala. Para aliviar la situación, Kierkegaard le pidió que tocara el piano, como ya era costumbre cada que se veían. El filósofo se congela y se frustra: este es el instante y lo estaba desperdiciando. De pronto, se levanta y azotando la partitura sobre el piano, le dice que no le importa la música, que es ella a quien quiere y que ha sido así por dos años. Ella guarda silencio. Y con razón, pues el pensador poco había usado la galantería, incluso había lanzado una advertencia contra él por su melancolía.

Regine, porque a veces los seres humanos poco hacemos caso a las advertencias, aceptó casarse con él. Todo iba de acuerdo al plan. Pero Kierkegaard pasó por alto que su adicción intrigaba por su parte. Parecía que entristecerse por la maldición familiar ya no bastaba para satisfacerla. Entonces dirigió su vista a aquello que más podría alimentarla: Regine Olsen. La artimaña tomó un año de elaboración, 365 días de sembrar dudas. El filósofo sabía su vocación de escritor, comenzó a parecerle demencial creer que podía casarse y cumplir con su destino. La idea de que ambos estilos de vida eran irreconciliables lo obsesionó y decidió romper su compromiso: “Supongamos, pues, que me hubiese casado con ella. ¡Qué habría sucedido? Al cabo de seis meses, o aún antes, ella habría llegado a la exasperación. Hay en mí –y esto es lo que tengo tanto de bueno como de malo- algo de carácter fantasmal, algo intolerable para cualquiera que tenga que verme a diario y tener conmigo una relación real. […] Yo había estado comprometido con ella durante un año y, sin embargo, ella no me conocía realmente. En efecto, se habría visto destrozada.” El once de agosto de 1841, envió una carta y su anillo de compromiso, rompiendo el corazón de Regine.

Ella creía firmemente que amaba a ese corazón triste y también fue invadida por la sombra. Germinó una adicción que se expresó amenazando con suicidarse. Kierkegaard intentó disuadirla por medio de la indiferencia. Le envió cartas donde, con todas las letras, declaraba que ya no la amaba. Según él, si Regine se daba cuenta de lo malvado que era, si pensaba que no valía su tristeza, podría olvidarlo fácilmente. Ella estaba tan mal que él se vio en la necesidad de visitarla personalmente con una actitud cínica bajo el brazo. Regine le pregunta angustiada si se casaría con alguien más, el respondió que sí, de viejo se casaría con una joven lujuriosa para que lo rejuveneciera. “Una crueldad necesaria”, describe Kierkegaard. Pero más que eso, una forma de alimentar su adicción.

Escultura de Søren Kierkegaard en Dinamarca.

El filósofo se marcha luego a Berlín. Se pensaría que ahí termina por completo la relación, sin embargo, la personalidad obsesiva de Kierkegaard sigue a Regine por todas las vías posibles. Una de ellas, la epistolar. Los antes amantes mantuvieron un intercambio de cartas fructífero, del que sólo tenemos las de él porque ella quemó las suyas. El otro modo fue mantenerla vigilada por medio de sus amigos. Cuando regresó a Copenhague, se enteró de que Regine iba a casarse. Escuché por ahí que el día de la boda, Kierkegaard la vio saliendo de la iglesia. Ella le dirigió una mirada y un discreto saludo. O más bien despedida.

En ese momento, Regine Olsen se convirtió en una canción que Kierkegaard entonaría incesantemente en cada obra; se transformó en el nombre que repetía cada que su adicción se lo pedía. El filósofo había encontrado su destino cara a cara: la soledad. Destino que suena más a creación que imposición divina. El marido de Regine prohibió al pensador hablar más con ella, supongo por la tristeza que la invadía con la infalible carta de los miércoles o miedo a que ella nunca lo olvidara. Cuando éste fue nombrado gobernador de las Indias Occidentales Danesas, los encuentros casuales por la calle con Regine terminaron. Lo que quedó fue una obsesión vacía de carne pero hambrienta de contenido. Kierkegaard se dedicó a escribir de manera compulsiva; en cada página de cada obra puede encontrarse un rasgo de su alguna vez amante.

Tumba de Kierkegaard.

Sin embargo, parece que ni todos los esfuerzos del autor fueron suficientes para hacerle justicia a Regine:

“Acerca de ella no hay nada que decir, ni una palabra, ni una sola que no sea para su honra y alabanza. Era una criatura encantadora, un ser amable, como si hubiese sido ideado para que un carácter melancólico como el mio, pudiese, al conquistarla, hallar su única alegría. […] Ella era la amada. Mi existencia ha de exaltar su vida de una manera incondicional, mi obra de escritor podría considerarse asimismo como un monumento dedicado a su honra y alabanza.”

De Regine quedó la inimaginable de pena de regresar a Copenhague y enterarse de que él estaba muerto.

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