Música

La alternativa a lo alternativo: la invisibilidad de las Riot Grrrl negras

Este artículo fue publicado originalmente en Broadly.

La Colección sobre el movimiento Riot Grrrl de la Universidad de Nueva York, comisariada por Lisa Darms, resulta impresionante en casi todos los sentidos. El archivo, que abarca de 1989 a 1996, contiene fanzines, documentos y otros materiales impresos sobre el movimiento que relatan una parte muy importante de la historia escrita por mujeres —chicas— al alcance de cualquiera que quiera hojearlos. Repasar las páginas cuidadosamente escaneadas de fanzines que pasaban de mano en mano entre las chicas adolescentes y que documentaban sus vidas tal cual las vivían, da la misma sensación que leer las cartas de alguna antigua amiga con la que ya no tienes contacto. Cada “duh” y cada “sk8” te inundan en una profunda ola de nostalgia. Pero este archivo también destaca por un motivo menos inspirador: entre los cientos de documentos solamente hay un ejemplar de un fanzine que explica la historia de un grupo riot grrrl formado por mujeres negras. Existen otros fanzines, como Chop Suey Specs o Bamboo Girl, que critican al movimiento Riot Grrrl desde la perspectiva de las chicas asiático-americanas que formaban parte de la escena, pero resulta chocante buscar entre la documentación y encontrar tan solo un fanzine creado por una chica negra, Ramdasha Bikceem. Era como la prima negra del movimiento Riot Grrrl, y se vio relegada a aquella posición con tanta frecuencia que supe que debía encontrarla.

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Bikceem se unió al movimiento después de que una amiga suya de la infancia se mudara de Nueva Jersey, la ciudad natal de ambas, hasta Olympia, Washington. Su amiga compartió piso con la que no tardaría en convertirse en la baterista de Bikini Kill, Tobi Vail, y es entonces cuando empezó a enviar fanzines por correo a Bikceem. Viviendo en la zona residencial de Nueva Jersey, Bikceem ya estaba bastante metida en el mundo del punk (los miembros de Bouncing Souls fueron al colegio con ella), de modo que no pudo evitar sentirse identificada con las misivas que su amiga le enviaba desde la Costa Oeste. “Me gustaba mucho la música punk, hasta quería montar una banda, y me di cuenta de que aquellas chicas estaban haciendo todo lo que yo quería hacer”, me dijo por teléfono. “Empezaron a escribirme cartas y aquello se convirtió en un intercambio de correspondencia constante con ellas”. Poco después de leer fanzines como Girl Germ y Bikini Kill de sus compañeras de correspondencia, teniendo solo 15 años creó un fanzine propio. “Inicialmente solo contenía fotos de amigas y letras de canciones”, pero así es como nació GUNK.

Cuando nuestra nostalgia por los noventa se vio por fin reflejada en el desarrollo de la Colección Riot Grrrl de la Universidad de Nueva York y en el subsiguiente libro con el mismo nombre (Riot Grrrl Collection) y una película sobre la vida de Kathleen Hanna, el resultado más tangible fue el resurgimiento de la presencia del movimiento Riot Grrrl en los medios de comunicación. Tal y como se recuerda, el movimiento Riot Grrrl —nacido de la frustración hacia una sociedad y un estilo de música que reforzaban la idea de que, como indica el “Manifiesto Riot Grrrl”, “Chica=Tonta, Chica=Mala, Chica=Débil”— fue la culminación de la cultura punk DIY y de la tercera ola del feminismo de principios de la década. El mito de las Riot Grrrls se narra con frecuencia a través de relatos en primera persona de sus creadoras (especialmente de la carismática líder de las Bikini Kill), que deben enfrentarse al reto de definir un movimiento fragmentario que en realidad no se produjo en ningún momento o lugar en concreto. Pero con todo el esfuerzo necesario para destilar lo que es el movimiento Riot Grrrl y lo que nos ha legado, hay una cosa que sí está clara: en algún lugar entre los grafitis que rezan “Revolution Grrrl Now!“, la historia del movimiento Riot Grrrl está inevitablemente escrita desde un punto de vista predominantemente blanco, pasando por alto la contribución de las mujeres negras y otras mujeres de color.

La típica Riot Grrrl —como se definía en el tristemente célebre artículo publicado por Newsweek en 1992 para explicar este movimiento al público mainstream— era “joven, blanca, vivía en un barrio residencial y pertenecía a la clase media”, y en su prólogo para The Riot Grrrl Collection, Johanna Fateman, de Le Tigre, confirma esta descripción. No era un movimiento totalmente blanco, explica, “pero, ¿cómo podían aquellas chicas —procedentes de la demografía predominantemente blanca del punk y que se nutrían de los recursos y la estética de esa escena— forjar una agenda auténticamente inclusiva y revolucionaria?”.

En contraste con esta narración blindada del Riot Grrrl blanco, las mujeres negras sí participaron en el movimiento. Puede que fueran pocas y distanciadas en el tiempo unas de las otras, pero aun así participaron y merecen algo más que ser barridas bajo la alfombra. Además, a pesar de las apologéticas afirmaciones de Fateman sobre que el punk y su estética pertenecen a la cultura blanca, también hubo mujeres negras que se inundaron del espíritu del punk hasta los huesos fuera del movimiento Riot Grrrl. Aquellas mujeres trazaron sus propios senderos feministas a través de la escena hardcore precisamente porque el movimiento Riot Grrrl las ignoraba por completo.

Número 4 del Fanzine de Ramdasha Bikceem GUNK

Muchos ensayos publicados en GUNK trataban de expresar lo que significaba la doble carga de ser una chica negra que debía lidiar con las chicas blancas en aquella escena, además de lidiar con los chicos que dominaban los pogos en los conciertos de punk. Hablando con Bikceem, noté su frustración por tener que ser “el elemento negro”, tanto al soportar el racismo en aquella época como al pensar en ello desde el presente. En determinado punto de nuestra conversación, suspiró y dijo: “Me cuesta mucho hablar así del movimiento Riot Grrrl porque siempre me limito a ser una nota al pie, una referencia”. Pero Bikceem y GUNK son mucho más que un ejemplo obligatorio de “la diversidad dentro de Riot Grrrl”. En su fanzine, Bikceem ilustra la intersección entre la raza y el género en el movimiento Riot Grrrl de forma tan perfecta como solo podría hacerlo una adolescente emputada. Un ensayo titulado Me estoy riendo tan fuerte que ya ni parece que me esté riendo, publicado en el número 4 de GUNK, explica el lado político de ser una grrrl negra, algo que con frecuencia se contemplaba únicamente como un tono de piel.

Los adolescentes blancos en general, independientemente de que sean punk o no, pueden llevar crestas verdes y aretes en la cara sin problema porque no importa cuánto se desvíen de las normas de la sociedad, siempre seguirán siendo blancos. Por ejemplo, si yo salgo por ahí con mis amigas, todas llevamos las mismas pintas raras, la tomba empieza a molestarnos por darle al skate o algo así, los policías se acordarán de mi cara mucho más fácilmente que de la de cualquiera de mis amigas blancas. Es como si les oyera decir… “Sí, estaba aquella chica negra con el pelo rosa y blanco y otras dos chicas más”.

En un pasaje posterior, el relato de su experiencia en la primera convención de Riot Grrrl en D.C., Bikceem de nuevo pone de relieve la falta de concienciación sobre los puntos de intersección dentro de la escena.

Tenían un taller sobre racismo y escuché que no estaba resultando demasiado efectivo, pero claro, ¿cómo podría serlo si estaba lleno de chicas blancas? Una chica con la que hablé después de las charlas dijo que las asiáticas culpaban del racismo a todas las blancas y que ella ‘por ahí no pasaba’. ¿¿¿Alguna vez has oído hablar de la palabra ‘culpa’??? La experiencia general de mi paso por la convención Riot Grrrl me abrió los ojos a un montón de cosas y lamento decir que la mayoría de ellas no fueron muy buenas… No me mal entiendas, estoy totalmente a favor de la revolución grrrl, pero quizás no debería limitarse exclusivamente a punkeras blancas de clase media, porque no hay duda de que eso es exactamente lo que está pasando.

Fue frustrante ver cómo tan pocas historias de los anales de la Colección Riot Grrrl trataban sobre mujeres negras. El archivo conserva una historia alternativa de notas secretas y fanzines públicos que las chicas compartían entre sí, algo que jamás habría sucedido desde la perspectiva del poder, pero conforme iba adentrándome en la historia del movimiento me surgió una pregunta: ¿dónde estaba la alternativa a lo alternativo?

Sista Grrrl’s Riot en 1998. Cortesía de Honeychild Coleman

A finales de los noventa, la música hardcore Tamar-kali Brown sondeó la escena punk con la misma pregunta en mente. Finalmente, encontró el movimiento Sista Grrrl Riots, una serie de reuniones de una noche de duración, hechas por y para mujeres negras que lideraran alguna banda o fueran solistas de rock. Era una alternativa para las mujeres negras a la escena punk dominada por hombres y también al movimiento Riot Grrrl dominado por mujeres blancas.

Tamar-kali Brown o simplemente Tamar-kali, como se la ha conocido a lo largo de su carrera como música desde hace años, lleva un piercing en el labio y el hombro lleno de tatuajes. Actualmente lleva el pelo trenzado y recogido con un pañuelo. Según su escandalosa y breve página de Wikipedia, tomó prestado su nombre a la diosa hindú de la guerra y el poder. No hace falta decir que ella es una vieja muy cool. De hecho es tan chévere que en 2006 fue elegida como conductora de Afro-Punk, un documental sobre músicos negros contemporáneos de la escena del punk. Pero allá por 1997, la escena punk y hardcore de Nueva York existía como en una burbuja sin una película, un festival o un blog que aunara el dispar grupo de músicos que formaban parte de “la otra experiencia negra“. Y ser una mujer negra en la escena por aquel entonces todavía te aislaba más. “En la escena de entonces me sentía como una isla, lidiando con todos aquellos chicos y con sus penes”, explicó Brown. “No a nivel personal, sino del modo en que los esgrimen en la vida y frente al espacio que te rodea”.

Brown, que se autodenominaba “chica ruda”, siempre había tenido que lidiar con los tipos y con sus penes. Para Brown —una mujer negra que asistió a la escuela en Bensonhurst, Brooklyn, durante la época en la que una muchedumbre de unos 40 jóvenes atacó y asesinó a un hombre negro de 25 años llamado Yusef Hawkins mientras caminaba por el barrio—, convertirse en una “chica ruda” no fue precisamente una elección. El crimen se produjo tan cerca de su casa que la hermana del asesino de Hawkins iba al colegio de Brown. Brown se convirtió en ese tipo de mujer para demostrar que podía pasar el rato con los chicos y al mismo tiempo defenderse de ellos. A partir de ahí, su gusto musical se mezcló totalmente con su actitud. A Brown le encantaba la música rock desde el momento en que robó una camiseta de Bad Company a su padre, pero su aprendizaje musical se fue endureciendo progresivamente durante el instituto. Se afeitó la cabeza, se autodeclaró straightedge y puso todos sus esfuerzos en no parecer “follable”. A las chicas rudas no las folla nadie, son ellas las que se follan a quien quieran.

Brown se fue a la universidad en 1991. Aquel año, las ideas de las que surgió el movimiento Riot Grrrl estaban proliferando en Nueva York, Olimpia y Washington, D.C., pero Brown no se sintió nada impresionada por el movimiento. “Me sentía filosóficamente vinculada al movimiento en términos de ideología, pero seguía sintiéndome fuera porque se trataba de una escena predominantemente blanca”, me dijo.

“En medio de toda aquella jungla urbana, yo era un tipo de mujer muy diferente”, continuó. “Escuchaba lo que decían, pero vivía en un entorno en el que la gente se apuñalaba por la calle, y Riot Grrrl era para mí como una cosa excesivamente ñoña. Yo iba calva y recibía muchas críticas, con frecuencia limitaban con la violencia, así que no estaba en aquella onda [imagina esta frase pronunciada con voz de niñita] ‘Solo crees que no puedo tocar porque soy una chica’.

“Yo pensaba, ‘a ver, tengo que sobrevivir. Tengo que defenderme’. Riot Grrrl parecía casi como un juego, pero yo no estaba jugando”, me dijo Brown, recalcando una vez más la contradicción que existía entre verse obligada a identificarse como negra antes de que se le permitiera identificarse como mujer.

Mientras que Bikceem, quizá de forma no intencionada, trató de transformar el discurso del movimiento Riot Grrrl sobre la raza desde dentro, a Brown no le importaba lo que estuvieran haciendo aquellas mujeres blancas. Si hay algo que defina el tipo de chica punk rock que era Brown es que su fanzine favorito era Hothead Paisan: Adventures of a Homicidal Lesbian Terrorist.

Brown pasó la mayor parte de los noventa en Nueva York, identificándose con los chicos curtidos por bandas negras de rock alternativo como Fishbone, pero lo cierto es que apenas tenía constancia de que hubieran mujeres como ella en la escena punk. De hecho ella misma era una isla y estuvo a punto de serlo aún más cuando pensó en abandonar la banda que lideraba, Song of Seven, formada (casi) en su totalidad por hombres. Cuando trató de desligarse de la banda, se dio cuenta que “todos aquellos pelados a los que les gustaba lo que hacíamos no sentían ningún interés por una mujer artista tocando en solitario, mientras que si uno de los chicos lanzaba su carrera por su cuenta, podría atraer a la misma gente”. Con aquella nueva carga sobre sus hombros, fue justo cuando conoció a una de las primeras artistas negras con las que se pudo sentir identificada, Honeychild Coleman.

Coleman creció siendo una de las pocas mujeres negras de su colegio de barrio residencial en Kentucky —la única chica negra entre sus amigas punks marginadas que escuchaban a Blondie y a The Clash— y adquirió la idea de que Nueva York estaba lleno de artistas, de punks y de gente rara como ella después de ver la película Smithereens (La chica de Nueva York, en español). “Supe en ese momento que me tenía que mudar a Nueva York y encontrar otras artistas como yo”, me contó Coleman mientras tomábamos café. “Sabía que yo no podía ser la única. Estaba cansada de ser la única”.

Cuando quedé con ella, Coleman llevaba una camiseta de Blondie y unos coloridos leggings que le cubrían el tatuaje del Cat in the Hat de Dr. Seuss que lleva en la pierna, algo que cualquiera que la conozca utiliza como rasgo para describirla. Desde el otro lado de la mesa, me imaginé que era una versión ampliada de sí misma como estudiante de instituto a mediados de los ochenta, pero sin el pelo a lo Nona Hendrix o incluso una versión de mí misma cuando yo también iba al instituto. Como colega expatriada de las zonas residenciales blancas, yo sabía perfectamente lo que ella quería expresar, lo que se siente pensando siempre que tu gente está difusamente “ahí afuera”.

Para Coleman, así era. Tras una temporada en la academia de Bellas Artes y después de seguir a uno de sus novios hasta California, como suele pasar, se mudó a Nueva York para iniciar su carrera musical a mitad de los noventa. Musicalmente se describía a sí misma (de forma bastante precisa) como alguien entre “PJ Harvey y Björk”, y comenzó a tocar en el metro y a hacer pequeñas incursiones como DJ. “Siempre me sacaba algunos pesos por mi cuenta”, me dijo Coleman, “pero no sabía a donde acudir. No tenía cabida porque no formaba parte de la escena musical de entonces, y no tenía idea de cómo entrar en ella”. Al igual que Brown, se sentía como una isla.

Incapaz de encontrar mujeres que hicieran lo que ella quería hacer, no tardó en reclutar a un grupo de chicos, entre ellos DJ Olive, el maestro de la escena illbient de Brooklyn que más tarde colaboraría con Kim Gordon, de Sonic Youth. Después, de manera fortuita, la compañera de piso de Coleman trajo un día a Brown a cenar a su casa. Tras conocerse y descubrir que ambas se dedicaban a la música punk, Brown y Coleman se asombraron enormemente de no haber coincidido antes, ya que conocían a muchos músicos masculinos en común. Las dos islas en medio de un mar de penes por fin se habían encontrado. Rápidamente se volvieron inseparables y a menudo iban a montar tabla juntas por Brooklyn.

Tamar Kali en 1995. Cortesía de Honeychild Coleman

El destino pareció precipitarse, las mujeres que Brown había estado buscando no paraban de materializarse ahora que conocía a Coleman. Poco después de conocerla, Brown conoció también a Maya Glick, que tocaba “un estilo más tradicional de rock ‘n’ roll”.

Escuchar cómo describe Brown su primer encuentro con Glick cuando formaba parte del público de uno de sus shows es como escuchar a alguien describirte su primer contacto con la religión, o quizás simplemente con otra mujer negra con la que pudiera crear un vínculo. “Una buena amiga había empezado a tocar con esta hermana llamada Maya”, me contó Brown. “Recuerdo que cuando fui a verla hizo una versión de Betty Davis y yo casi me muero porque descubrí a Betty Davis cuando tenía 19 años, justo antes de que se hiciera famosa. Cuando Maya interpretó “I. Miller Shoes” corrí hasta el escenario y empecé a golpearlo con los puños. Estaba totalmente alucinada. Se me corrió la teja totalmente. No paraba de pensar, ‘puta, es buenísima’”.

En aquel preciso instante, Brown supo que Honeychild Coleman y Maya Glick tenían que conocerse, así que las invitó a asistir a uno de los conciertos de Brown. “Pero cuando llegué allí a preparar mis cosas para el show, me encontré aquella mujer guapísima en el escenario tocando en el violín una canción embriagadora que inmediatamente me hizo sentir transfigurada. Pensé que era un ángel. Entonces dejó el violín en el suelo y se puso a tocar la guitarra. En aquel momento Honeychild, que estaba en la barra, va y me dice: ‘Esa es mi amiga Simi [Stone]’. Y yo le contesté: ‘¿LA CONOCES?’”.

“Después de aquella actuación tomamos unas copas y nos dijimos qué putas”, continuó Brown. “Teníamos que empezar a actuar juntas en algún del rollo sista girl“.

Y así lo hicieron. El viernes 14 de febrero de 1997, Tamar-kali Brown, Maya Glick, Simi Stone y Honeychild Coleman dieron un concierto del putas. Por primera vez, aquellas cuatro mujeres y sus respectivas bandas inauguraron una noche de actuaciones: la Sista Grrrl Riot. Como un concierto necesita público, las cuatro posaron para una foto e imprimieron un flyer oficial anunciando aquel bacanal, en palabras de Brown. “El primero fue una locura”, comentó Brown acerca del poster. “Era un corazón pintado con labial con nuestra silueta dentro, como Los Ángeles de Charlie, y llevábamos armas. Yo llevé los machetes y las pistolas de aire comprimido de mi padre para la sesión de fotos”. Pero, a diferencia de lo que podrían sugerir las siluetas de armas y machetes del flyer, la munición real para el concierto eran los violines, bajos, guitarras y voces furiosas de aquellas mujeres que llevaban toda la vida sintiéndose intrusas en el mundo del punk. En aquella memorable noche en Brownies, un club de rock situado en la Avenida A que actualmente está cerrado, estas cuatro mujeres encontraron su sitio y tocaron ante una numerosa muchedumbre de mujeres que por fin podían ver versiones de sí mismas sobre el escenario.

Si hubieras sido testigo de aquello esa noche, posiblemente te habrías referido a Brown, Glick, Stone y Coleman como Riot Grrrls si no sabías de qué iba la movida. Eran chicas, estaban emputadas, estaban cansadas de tocar en sitios de mierda y de ser teloneras de los chicos. Pero esas mujeres se burlaban de la idea de autodenominarse “Riot Grrrls” y te corregían al instante si lo hacías. “Estaba el movimiento Riot Grrrl”, explicó Brown, “pero esto era un Sista Grrrl’s Riot”. Aquella distinción era crucial.

Flyer del primer Sista Grrrls Riot. Cortesía de Honeychild Coleman

Cuando me reuní con la copresidenta de la Black Rock Coalition, LaRonda Davis, reiteró la importancia de que exista una visibilidad absoluta no solo para las mujeres negras dentro de la escena punk, sino para las mujeres negras y punto. “Jamás vi una revista y pensé que aquella imagen era el aspecto que yo supuestamente debía tener”, me dijo Davis. “Por un lado, resulta bastante liberador no ser lo que representa ese estándar de la feminidad. Dicho estándar encierra a muchas mujeres en pequeñas cárceles interiores y las obliga a dedicar su vida a tratar de escapar de ellas. Pero es que las mujeres negras ni siquiera han tenido permiso jamás para entrar en dichas cárceles. Yo no miraba la tele y pensaba ‘Ah, mira, eso me representa’, nunca escuchaba música que hablara sobre mis experiencias, mis experiencias me indicaban que aquellas canciones alegres no tenían nada que ver conmigo”.

Puede que la cárcel de las Riot Grrrls estuviera decidida a estar fuera del límite establecido a ojos de Brown y de otras mujeres negras que no podían considerarse a sí mismas como parte del movimiento, pero tal y como señala Davis, aquellas mujeres esquivaron las cárceles interiores, crearon su propia onda y reivindicaron el rock hecho por mujeres negras. Al fin y al cabo, el rock es música negra. Aunque las Sista Grrrls no se veían a sí mismas como parte del movimiento Riot Grrrl ni como parte de los grupos de hombres con quienes habían estado tocando en diversas bandas, sí que se veían como parte de un colectivo común. “Ya sabía de qué iba el movimiento Riot Grrrl. No pensaba que fuera excluyente, pero a mí no me daba sensación de inclusión”, afirmó Brown. “No veía reflejada mi historia en el movimiento, por eso apareció Sista Grrrl más tarde, fue la reacción ante las mujeres de color que yo conocía, que formaban parte del punk rock y que se inspiraban en aquella escena y sentían cosas parecidas por ella. Sista Grrrl fue mi respuesta a Riot Grrrl porque daba la sensación de ser un movimiento exclusivamente blanco”.

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Tras aquel primer encuentro de 1997, Brown, Coleman, Stone y Glick, así como muchas otras bandas, dieron conciertos cada par de meses llevando a otras mujeres como teloneras y convirtiendo los shows en fiestas para grrrls en las que tenía cabida cualquier mujer de color que necesitara un escenario. Incluso Ari Up, de The Slits, llegó a ser telonera en uno de los conciertos de Sista Grrrl.

Brown atribuye la enorme afluencia a los conciertos al hecho de que “sus pechos solían salírsele de la ropa todo el tiempo” —por desgracia, según indica Brown, algunos hombres solo estaban allí para ver tetas y culos—, pero Coleman no es tan simplista acerca del impacto que tuvieron los Sista Grrrl Riots. “Lo más enternecedor y maravilloso era que ninguna de nosotras había tocado jamás para tanta gente negra en una misma sala hasta que hicimos aquel primer concierto”, explicó Coleman. Aquella noche pudieron limitarse a tocar música por primera vez: como mujeres, como negras y sobre todo, como intérpretes de punk rock sin complejos. “¡Vaya!”, recordó Coleman al pensar en aquella multitud que las contemplaba, “Eso sí era lo que queríamos”.