Fotos por Mario Anieva.
El 2 de septiembre de este año, el domicilio en Xalapa del periodista Ignacio Domínguez fue baleado brutalmente. Afuera de su casa le dejaron este mensaje sobre una cabeza de puerco sangrante: “Párale o te va a llevar la verga, puto”. Ese mismo día, a un kilómetro, dos personas murieron en una balacera frente a un asilo de ancianos. Diez años antes, Xalapa recibía a La Compañía, organización integrada por los Zetas y el Cártel del Golfo antes de su separación.
Videos by VICE
Era 2004, el año en que un argentino creó Taringa!, un gringo fundó Facebook, se celebraron las Olimpiadas en Grecia y se estrenó The Sims 2. Manuel, Ángel, Tania, Carlos e Iván tenían menos de veinte años y vivían en una ciudad en la que la noticia más relevante era que un pollero en moto se había estrellado contra un cine. Eran amigos y querían, como todos cuando estamos morros, hacer una película. La idea era filmar un falso documental sobre un evento desconcertante: una carrera de melones previamente entrenados por sus dueños. El año siguiente aprovecharon que las calles del centro estaban cerradas por el Grito de Independencia y filmaron a tres melones rodando en el puente de Xallitic, una calle muy empinada de unos 150 metros. Inesperadamente, la gente se congregó: hubo aplausos, chiflidos, porras y hasta apuestas. El documental nunca trascendió.
Sin embargo, el siguiente año repitieron la carrera, esta vez ya no como ficción. Pegaron papeles por todo el centro para convocar y hubo algo así como diez participantes. La invitación era clara: una carrera de melones decorados al gusto. A los tres primeros lugares les dieron reconocimientos y regalos: barras de chocolate, “jamón de cocodrilo”, un vale por un servicio de lavado, un café y una pizza que donó alguien que pasaba por ahí. Era 2006 y, a unos kilómetros al sur, Ciudad Mendoza vivía uno de los peores episodios de su historia: hace unos meses un tráiler con dos millones de dólares escondidos entre frituras se había volcado; el dinero desapareció y esto desató secuestros, ejecuciones y temor en todo el pueblo. Pero Manuel y sus compas seguramente estaban tranquilos porque se decía que a Xalapa el narco no se acercaba “porque ahí vivían sus familias”.
A diez años de la primera carrera, los entrenadores de melones siguen corriendo. Ahora son unos adultos saliendo de los veintitantos años; tienen profesiones, trabajos, parejas y una idea muy clara: encontrar al melón más veloz.
Nos citan a las 4PM para el registro de los melones; la lluvia amenaza, pero los organizadores ya lo dijeron en su Facebook: “Tenemos 60% de probabilidad de lluvia, sin embargo NO se cancelará la carrera”. ¿Qué tipo de xalapeño serías si permitieras que la lluvia cancelara tus planes? ¿Qué tipo de xalapeño serías si permitieras que el miedo te inmovilizara?
Sorprende ver la cantidad de gente con sus respectivas frutas participantes. Pero si en el 2007 fueron veinte y en el 2009 más de cincuenta, no debería impresionar que este año sean casi doscientas. Los hay de varios tipos, pero cualquier profesional del atletismo de melones sabe que los que mejor corren son los lisos.
Una vez registrados, los melones compiten en un concurso previo a la carrera: “El melón más guapo”. En una pasarela improvisada, los dueños desfilan con los competidores mientras los demás aplauden, chiflan y abuchean. Está el Totoro, el Speedy Gonzales, el Cerati, la Pokebola, el Piojo Herrera, el que es la Rana René por un lado y una Tortuga Ninja por otro, y el Pípila: un melón con el prócer pintado y un pedazo de cartón encima que simula una losa. ¡Pípila, Pípila, Pípila! Indiscutiblemente, este melón se lleva el premio al más guapo. Entre los premios que se gana, resalta el cupón para un tratamiento contra golpes y torceduras.
El Pípila, el melón más guapo.
Inmediatamente después, los organizadores nos llaman a pasar a la calle de Lucio, donde ya está colocado su dispositivo de arranque (una estructura armada con tubos de PVC). Por el sur colindamos con las vallas de la policía que revisa a la gente para acceder a la plaza principal, en el norte se alcanza a ver la torreta de una patrulla que ronda el barrio y contrasta con la neblina. A diez años de la carrera, aún no se cuenta con un permiso del ayuntamiento para cerrar la calle; contrario al permiso innegable que tiene el crimen organizado para cerrar calles cada vez que hay levantones.
Nos empieza a llover. La primera ronda abre con gritos, paraguas y desmadre. El reglamento es incontrastable: está prohibido que los melones tengan llantitas y sus dueños pueden correr detrás de ellos para motivarlos, pero no patearlos; de hacerlo, el participante puede ser descalificado. Se nota que ningún entrenador se toma su trabajo a la ligera: “¡Apúrate! ¡Vamos, cabrón! ¡Eso, chingá!”, les gritan mientras los del público miramos desde la banqueta y nos cagamos de risa. Mientras, yo miro todo al lado de mi hermano menor que hoy mira un melón pintado de perrito rodar, pero en 2010 miraba un auto estacionado afuera de una plaza con los vidrios baleados y el parabrisas lleno de sangre, un día que iba al cine. Era 2010 y él tenía diez años.
Un vato ajeno al comité se adjudica el papel de animador, pero es tan cagado que nadie lo detiene: “¡Que se suban a la pinche banqueta, su puta madre! ¡Si no entienden, orita les ayudamos!” De cada ronda pasan cuatro melones, los más cabrones. Los del comité organizador los meten en unas cubetas y apuntan su número en un pizarrón. La mayoría de ellos han perdido los adornos y el color, pero siguen rodando. Quisiera creer que esto es una metáfora de algo.
Hay niños, familias, señores, estudiantes, extranjeros y caras que han estado ahí desde hace diez años, resistiendo a la lluvia y a peores males.
Para la final, sale el sol. Sé que no exagero cuando digo que nos sentimos muy felices. El primer lugar lo obtiene un melón con una carita feliz pintada con plumón, así de simple. A pesar de que en la meta somos un chingo observando, es imposible determinar quién llegó en segundo y quién en tercer lugar, así que se van a muerte súbita el Totoro y el Jake de Adventure Time. El Jake gana indiscutiblemente. Los tres ganadores son reconocidos con una corona de laureles y con premios otorgados por los patrocinadores locales: balones, clases de yoga, café, joyería artesanal, chelas, pizzas, libretas, salsas, mezcal, postres, gorras, jabones, pan dulce y hartas cosas más. Los melones han cumplido su labor y sacrifican su vida por nosotros: son donados al comité organizador para ser mezclados con alcohol y servirse en la fiesta que se ofrece en la noche.
A unos metros de la plaza donde se premia a los ganadores, se exhibe una retrospectiva fotográfica de los diez años de la Carrera de Melones. En esa muestra hay fotos de las primeras carreras y están todos: Manuel, Ángel, Tania, Carlos e Iván de menos de veinte años. Siento pena por esas versiones de ellos que no sabían todavía lo que le esperaba a su ciudad: diez años de jóvenes desaparecidos, reporteros muertos, secuestros, ejecuciones, balaceras y un chingo de miedo. Pero siento orgullo, porque mientras unos arman guardias vecinales con palos y machetes, estos entrenadores de melones también han logrado crear comunidad a partir de un pretexto absurdo, de un juego en el que toda una generación de xalapeños ha crecido y ha aprendido a resistir. En 2010 los Zetas y el Cártel del Golfo se separaron, pero ellos siguieron juntos. Porque no importa cuánto nos llueva, los melones van a seguir rodando.