Lo conocimos un domingo en el mercado de Oaxaca. Fuimos a curárnosla después de haber bailado durante doce horas seguidas en una boda de pueblo. Era de mañana y el cuerpo demandaba a gritos calorías y una cerveza bien helada. Mi morra llevaba puesto todavía su vestidito a go go, y yo portaba un peculiar pantalón de charro tricolor con su respectivo cinturón piteao. Desvelados a madres y despeinados a tope, las miradas de los turistas se nos resbalaban. Solo teníamos en mente llegar al abrevadero y satisfacer las demandas del cuerpo.
Se acercó a la mesa guitarra en mano. A primera vista parecía el típico músico que pide un par de monedas por tocar una rola en lo que uno se echa un taco. Conforme se aproximaba comencé a observar con detenimiento un par de detalles que fueron llamando mi atención. Lo primero fue su indumentaria: corbata multicolor, chamarra de piel y sombrero norteño. Una mezcla clásica que me hizo pensar que el señor entendía, con la dignidad necesaria, el género popular que representaba su profesión. En cuanto comenzó la charla, lo que verdaderamente me sorprendió fue su determinación y manera de promoverse:
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—Rey Oh Beiby, compositor oaxaqueño presente, les ofrece su disco por tan solo 50 pesitos nomás.
—¿Son suyas las rolas Don? —le pregunté mientras sacaba mi cartera.
— Todas y cada una de ellas. He tocado en Chile, Argentina, Bolivia, Televisa y TVAzteca. También he actuado en varias películas al lado de…
El final de esa respuesta no lo recuerdo bien: entre la cruda, el hambre y que mi mente se patinó en el ejercicio de agrupar países sudamericanos al lado de las televisoras nacionales… me perdí.
Cantó serio, concentrado en su papel de interprete y proyectando la voz, como si todo el mercado fuera su palenque.
“¡Pues arránquese con una!”, le dije, supongo, mientras hacíamos el trueque de moneda nacional por disco compacto. El CD estaba envuelto en una fotocopia blanco y negro con títulos de un lado, y del otro, imágenes de vídeos de Youtube con sus entrevistas, todo dentro de un sobre desos de apeso que venden en las papelerías.
Comenzó a tocar, con esa seguridad que te da repetir infinidad de veces la danza de tus pisadas sobre el traste de la guitarra. Cantó serio, concentrado en su papel de interprete y proyectando la voz, como si todo el mercado fuera su palenque y nosotros estuviéramos en primera fila con todo y micheladas.
Enfrentar situaciones inesperadas sin tener expectativas y bajo el beneficio de la duda es un acto de liberación: la madre de muchas anécdotas entrañables. La gran ventaja de los autores callejeros que se lanzan al ruedo con sus composiciones, es que no existe una versión previa de la canción que sirva para comparar. Por eso también me fascinó el trabajo de Juan Cirerol, pero esa es otra historia, para otro homenaje en vida.
Pese a que no sonaba bien —la guitarra estaba re pinche y desafinada— me encantó. Honestas sus letras y su acto; simpática y refrescante la formalidad con que se manejaba, aplaudí también la falta de autocrítica (o exceso de autoestima) al mostrar sus canciones. Vi en su actuación un camino en el cual confío: hay que decir y hacer, construir y compartir, con lo que se tiene a la mano, talento e incapacidades incluidas. Rey terminó de tocar y se alejó. Yo guardé el disco y seguimos desayunando.
Fue hasta que regresé a la Ciudad de México cuando lo pude escuchar completo en mi computadora. Subí el volumen y corrió de principio a fin. Tenía la ida de que su canción en el mercado me había gustado por el vapor de mezcal en mis venas. Pero no: era una rareza muy bonita y peculiar. Había una voz, un autor que retrataba con mucho amor su tierra y los detalles más minúsculos y cotidianos que se le presentaban. Sus letras hablaban de las hormigas, del café caliente, de su cocinera favorita del Mercado 20 de Noviembre. Toda la música estaba hecha con las mismas pisadas y estructura, solo iban cambiando las letras y algunos requintos descuadrados. ¡Hasta los coros eran igualitos entre una y otra canción!
Me gustaron tanto sus rolas que tomé dos decisiones. La primera, incluirlo en la banda sonora de nuestra película Matria. Para entonces llevábamos ya un par de años trabajando y la música de Rey quedaba perfecta para la parte dedicada a los charros; y la segunda, que el personaje me había gustado tanto que quería hacerle un breve documental para compartir como un extra en el DVD de la película. De alguna manera, en este tipo de personajes, hiperpopulares, excéntricos y muy arraigados, veo representada una de las intenciones más importantes de nuestra película: poner sobre la mesa la voz de ese México latente que se niega a ser deslavado por el TLC y demás políticas y modas macropasadas de lanza. Por lo cual, darle algo de visibilidad a Rey me pareció justo, necesario y todo un reto.
La creación la entiendo como un generoso caldo de cultivo donde todo cabe sabiéndolo acomodar. Los proyectos de cualquier índole y plataforma son el mejor pretexto para enfrentar nuevos retos, padecer nuevas curvas de aprendizaje y, después de todo, crecer. En la medida de sus posibilidades, estoy seguro, Rey Oh Beiby grabó así su cassette: con todo y sin dejar nada para después.
Lila Downs lo conocía, los cineastas y artistas plásticos oaxaqueños también, pero pese a que tenía hasta una cerveza artesanal con su nombre, nadie sabía las coordenadas donde ubicarlo.
Pasó el tiempo y terminé la película después de cuatro años y medio. Regresé a Morelia, la tierra donde pasé mi adolescencia, a presentarla en competencia del Festival. La noche de la premiación, Matria resultó ganadora en la categoría de mejor documental nacional. En la pantalla se proyectaban las preciosas tomas de los charros que hizo Carlos Hidalgo a 300 cuadros por segundo. Mi corazón latía a la misma velocidad. De fondo comenzó a sonar “Ayer” de Rey Oh Beiby por todo el Teatro Morelos.
Pasaron un par de meses y lo fui a buscar a Oaxaca. Nada. No lo encontré por ningún lado. Rey padecía un alcoholismo severo y todos sabían en qué cantinas tocaba, pero no su número celular o dirección. Lila Downs lo conocía, los cineastas y artistas plásticos oaxaqueños también, pero pese a que tenía hasta una cerveza artesanal con su nombre, nadie sabía las coordenadas donde ubicarlo.
Luego de un año y medio, volví a Oaxaca. Tomé mi cámara de video y, micrófono en mano, me lancé con dos amigos a buscarlo. Todo mundo en la plaza central lo ubicaba. “El Café Caliente” le decían algunos, en honor a su canción que repite esa frase con la insistencia de un adicto a la cafeína al que se le ha negado su dosis.
“Por ahí anda en la esquina, tirado”, me dijo la doña que atendía un puesto de frutas. “¡Y ya lléveselo, que nos espanta a los turistas!”. Lo vi sentado con los pantalones abajo, desecho, cagado y en el suelo. Con el pelo sucio y desalineado, los ojos entrecerrados y tambaleándose todavía. Demasiado alcohol en la sangre. No es él, pensé. En eso comenzó a cantar la canción de “Café Caliente”. Sonreí y por supuesto comencé a cantar con él. Mis amigos le trajeron una torta de milanesa y un agua de horchata. La grabación de la pequeña cápsula se había pospuesto. Decidimos primero ayudar al personaje principal curándole la cruda y evitando que cayera en un coma hepático. Lo levanté y lo llevé a la sombra. Esperamos a que terminara de comer para ver si se le bajaba y así poder conversar con él.
Pasó el tiempo y Rey sólo balbuceaba, decía frases en alemán y después se ponía a llorar. En una de esas hasta se me antojó emborracharme con él. Pero no me animé y le dije: “luego regreso y con calma nos emborrachamos guitarra en mano”. Intentamos llevarlo a su casa a descansar, cruzamos el parque, lo llevábamos paso a pasito. Le platiqué en el camino de nuestra peli y de lo bien que sonaba su rola, de cómo quería lanzar un sello discográfico en línea con su disco, dándole todos los pesos obtenidos a él.
No sé si siguió el tren de ideas, pero yo tenía que decírselo. Dos cuadras después se dejó caer. Con la panza llena seguro le había entrado el sueño y una pestaña reparadora le haría bien. Se fue encogiendo en el pasillo de una plaza poco a poco. Antes de despedirme le tomé una foto. Pensaba regresar pronto a grabarlo en forma.
Dos semanas después me enteré por las redes sociales que Rey había muerto. A la intemperie y por la complicación de una borrachera. Me dolió saber que su voz se apagó, como la de muchos músicos de esa intensidad. Esta pequeña historia la escribo porque ya no le pude hacer su cápsula al Rey. Porque el Rey ha muerto, pero viva el Rey Oh Beiby.
La banda sonora de Matria se puede escuchar aquí.