Este artículo fue publicado originalmente en Broadly, nuestra plataforma dedicada a las mujeres
La primera vez que Jane la practicó fue a su hermana. Apenas tenía 15 años pero se había estado preparando para aquel día durante años. Recordaba las laboriosas horas de aprendizaje, arrodillada junto a su abuela, con los ojos clavados en el reluciente filo de la cuchilla con la que tanto se familiarizaría. Los mayores de su pueblo le habían contado que, si observaba con atención, adquiriría el nivel de habilidad necesario. Solo le llevó un par de veces perfeccionar el ángulo para poder comenzar con las niñas más jóvenes de la familia.
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La mutilación genital femenina o MGF es una espantosa forma de violencia sexual pero, al contrario de lo que muchos creen, son mujeres las que realizan el “corte” y organizan la celebración de la mayoría de edad que le sigue. Esta práctica se lleva a cabo en 29 países del mundo, principalmente de África, Asia y Oriente Próximo.
El proceso físico de la MGF o circuncisión femenina varía según el país y el artífice del corte, pero la Organización Mundial de la Salud lo ha clasificado en tres tipos principales. Habitualmente, se realiza a niñas de unos siete años. Los mayores de la comunidad deciden si practicar una clitoridectomía, que consiste en la eliminación parcial o total del clítoris, una escisión, en la que los labios menores se eliminan junto con el clítoris, o una infibulación, mediante la cual se estrecha la abertura de la vagina o se cierra reposicionando los labios menores cosiéndola.
En el 80% de los casos, los tres tipos son llevados a cabo en condiciones insalubres y sin ninguna medida de alivio el dolor de ninguna clase. Los cuidados posteriores suelen consistir en el confinamiento en solitario en una habitación oscura y un cubo de agua salada para limpiar las heridas.
Al principio de la semana pasada, el Gobierno somalí anunció que ha puesto en marcha medidas para prohibir la MGF. “Ha llegado la hora de erradicar esta mala práctica y proteger los derechos de las niñas y mujeres de nuestro país”, declaró recientemente Sahra Mohammed Ali Samatar, ministro de asuntos de la mujer, en una conferencia en Mogadiscio.
Según cifras de Unicef de 2014, el 98% de las niñas de Somalia son víctimas de la MGF, incluso aunque la ablación se prohibía en su nueva constitución de 2012. Esta cifra es un 91% en Egipto, un 98% en Mali, un 66% en Liberia, un 76% en Burkina Faso, un 88% en Sudán y un 27% en Kenia y en Nigeria.
Un informe reciente de Equality Now sobre la preponderancia de la MGF en el Reino Unido encontró 137.000 víctimas por todo el país, desde el centro de Londres a las afueras de Gales. Cada mes aparecen 500 casos nuevos de mujeres a las que se ha tenido que atender por heridas relacionadas a la MGF y 65.000 niñas se consideran en riesgo de ser víctimas de la misma. La lista de posibles efectos secundarios incluye incontinencia crónica, infecciones del útero y los ovarios, cicatrices queloides en la vagina, abscesos vulvares, VIH, parto prolongado y obstruido, daño cerebral neonatal, hemorragias y la muerte.
Nadie es más consciente de todas estas complicaciones que Jane, que ahora tiene 58 años. Durante un periodo de 30 años, Jane cortó las vaginas de más de 100 niñas en la región de Kongelai, en la Provincia Occidental de Kenia.
“Si quieres dedicarte a cortar, puedes hacerlo”, afirma Jane. Después de ver cómo su madre y su abuela metían a la fuerza a niñas prepubescentes en establos de la parte final del pueblo para “limpiarlas y purificarlas”, Jane suplicó: “dejadme ser una de las que hacen eso”.
“Cuando llega ese momento, cuando sientes que estás lista para acometer el procedimiento, observas cómo ella [la cortadora] sujeta el cuchillo. Te enseña dónde y cómo cortar”, dice Jane. “Así se empieza”.
No fue hasta que Jane se casó que se dio cuenta de cómo la MGF había destrozado su propio cuerpo.
“Cuando mi marido me hacía el amor”, explica, “la herida y la cicatriz se volvían a abrir. Mi marido no quería dejar de hacer lo que estaba haciendo. Era horriblemente doloroso. Luché con fuerza y enseguida se convirtió en una gran hinchazón”.
Entonces, Jane se quedó embarazada. Durante un espantoso parto de 14 horas, sufrió varias complicaciones. Su abertura vaginal estaba obstruida por la “sutura” improvisada de su procedimiento de MGF, bloqueando el canal del parto. Cuando los aldeanos hundieron un cuchillo en las heridas de Jane para que pudiera salir el bebé, la cuchilla llegó al cráneo del recién nacido. El niño sobrevivió poco tiempo y fue discapacitado el resto de su corta vida. Poco después, Jane dejó de cortar.
“Me daban pena las niñas a las que cortaba”, cuenta. “Esto les pasa a ellas también. Otras se desmayan, otras sangran”.
En el caso de Mary, una keniata de 50 años, fue ver casi desangrarse a una niña lo que le hizo replantearse las cosas después de ser “la mejor cortadora” del condado de West Pokot durante 20 años. Cortar a las niñas era costumbre en la familia de Mary y representaba la esperada transición a la condición de mujer. Su descripción de este acontecimiento es inquietantemente positiva, rayando en lo festivo.
“Toda la comunidad estaba observando, y la gente se había reunido desde la mañana”, dice. “Yo animaba a la niña y le decía que estuviera tranquila, que yo estaba allí para ella. Puede ser resbaladizo, así que utilizamos algo de ceniza para agarrar bien. Ahí hay venas. Es muy difícil, muy técnico. Tienes que tener muchísimo cuidado”.
A pesar de los nervios del principio, Mary se forjó una considerable reputación como “mejor cortadora” entre los mucasas (los hombres mandamases del pueblo) de la comunidad. Un día, se vio empapada en sangre, con el cuerpo de la niña de turno fláccido sobre su regazo. “Casi se muere. Entonces fue cuando empecé a replantearme aquello”.
Estas dos mujeres fueron también sometidas a este procedimiento, y aun así de algún modo fueron capaces de hacer lo mismo a cientos de niñas e incluso a sus propias hijas. Pero según una cortadora de Gambia, Maimouna Jawo, que huyó al Reino Unido hace dos años, no tienen elección.
“Si hubiera dicho que no, no estaría aquí ahora mismo hablando contigo”, me cuenta Jawo. Para ella, el atroz dolor de su propia operación no era nada comparado con la siniestra fuerza de su familia y sus mayores. Desde los 12 años, la madre de Jawo le dejó plenamente claro su destino, interrumpiendo su educación y obligándola a ayudar en los procedimientos de ablación de su familia.
“Cuando te forman como cortadora, dejas de asistir a la escuela”, dice. “Es muy triste ver que todos tus amigos van al colegio y tú no puedes”.
Con tono nervioso y entre susurros, esta mujer en busca de asilo me cuenta que, aunque se sentía “muy culpable” y era consciente de que sus actos eran “incorrectos e injustos”, la alternativa era mucho peor.
“Me decían: vas a ser la líder, serás respetada por todas las mujeres de este lugar”, cuenta. “Si no te cortan, no serás una mujer limpia. Seguirás siendo una niña y te llamarán de todo. Nadie querrá casarse contigo y eso es lo peor que puede pasarte”.
Durante un procedimiento de ablación, una niña sufrió un colapso. ¿La explicación de sus mayores? “Te dirán que es brujería”, explica. “Si la niña muere, sencillamente dirán que la madre era una bruja”.
Durante la ceremonia de la MGF de la propia hija de Jawo, la niña gritaba y le suplicaba que parara de cortar. Jawo supo entonces que aquello tenía que acabar. Se escapó a Londres, donde vive ahora temporalmente en un hostal. Al haberse escapado de Gambia en 2012 sin decir una palabra a su familia, permanece a merced del Ministerio del Interior. Si se queda, abandonará a sus hijas pero se librará de una vida de violencia despiadada. Si la mandan de vuelta, se verá obligada a cortar o morir.
No es una cuestión de vida o muerte para todas las cortadoras pero, para muchas mujeres, las normas sociales represivas se combinan con las desigualdades profundamente arraigadas y la falta de educación, dándose las condiciones necesarias para que prospere la práctica de la MGF.
Nimco Ali, superviviente a la MGF y cofundadora de la organización contra la MGF “Hijas de Eva”, cree que solo se podrá oponer una resistencia cuando haya un auténtico entendimiento de la práctica en el contexto de una sociedad patriarcal y opresiva.
Ali asegura que llevar a cabo el procedimiento por una misma legitima la experiencia traumática y, por lo tanto, es una forma efectiva de represión. “La manera más fácil de librarse del dolor sin lidiar con él es legitimarlo”, dice “y la manera más fácil de legitimarlo es perpetrar el crimen y perpetuarlo”.
Mary Wandia es la Directora de Programa de la organización benéfica Equality Now por los derechos humanos internacionales contra la MGF con base en Kenia. “La violencia sexual prevalece en muchos contextos y de muchas formas diferentes”, explica, “no es que se dé simplemente en las comunidades rurales. Los mayores índices de incidencia se han registrado en las comunidades rurales con ciertos factores como la educación y el acceso a la información, la salud y la religión”.
Entonces, ¿por qué la tortura de sus propias hijas o el asesinato de una niña inocente colma el vaso de esta aterradora educación y vuelve en contra de la MGF a algunas mujeres pero no a todas? Wandia argumenta que los superpoderes de la socialización no deberían subestimarse jamás. “Las madres creen que están haciendo lo mejor para sus hijas pues la MGF se justifica a menudo desde el punto de vista de la “pureza”, como una forma de controlar y honrar la sexualidad”.
Cientos de años de brutalidad normalizada no son fáciles de revertir, aunque el índice de incidencia de la MGF ha empezado a descender gracias a una combinación de educación y estrictas leyes contra su práctica.
“La educación local y el trabajo comunitario son esenciales”, asegura Wandia. “También hemos observado el impacto de los medios en Kenia y cómo la MGF es más fácil de erradicar si se saca a la luz”.
Hace cuatro años, la organización benéfica Ayuda en Acción hizo una visita al condado de West Pokot. El año pasado, llevó a cabo 483 proyectos en comunidades de todo el continente africano y movilizó a 151.000 mujeres —Mary y Jane entre ellas— para poner fin a esta práctica de violencia sexual.
Cuando la trabajadora social asignada a Mary le explicó los efectos de la MGF en la educación de las niñas, se quedó horrorizada y empezó a denunciar ante las autoridades a otras cortadoras de la comunidad. “No quería ser la razón por la que una niña no vaya a la escuela”, dice.
Tanto Mary como Jane actúan como “vigilantes” en sus pueblos rurales de Kenia. El máximo castigo imponible en Kenia por practicar la MGF es una pena de 10 años de prisión, y el miedo a ser descubierto es un elemento disuasorio muy efectivo. La intervención de la OMS, con más de 2.000 mujeres de África, y Egipto, concluyó que la adquisición de conocimientos lleva a un comprometido rechazo de la MGF y a un descenso del número de mujeres que llevan a sus hijas a que se la practiquen.
Para ambas mujeres, no hay duda del éxito de esa intervención. Después de 20 años de ablación, escisiones e infibulaciones del clítoris, la que antes fuera cortadora, María, ha vuelto la espalda a la MGF de una vez por todas. “Jamás lo volvería a hacer”, dice. “Por nada del mundo”.