La perla: el secreto sexual de los cubanos

Ilustración de Klari Moreno.

Nada más con llegar al aeropuerto, los trajes de las azafatas cubanas me dejan clara la atmósfera densa y caliente de la isla: uniformes cortos, medias de encaje, ligueros a la vista. En Cuba, el sexo está despojado del misterio y el secretismo habitual, y se vive alegremente y en cualquier rincón, dejando un reguero de condones usados a su paso. Las cajas tamaño King Size de condones marca Vigor que se ven en los escaparates de las farmacias o los preservativos Momentos que pueden adquirirse por un peso cubano en algunos bares de mala muerte tienen un gran valor para la población. El porno está terminantemente prohibido por el régimen, pero se ve clandestinamente en los televisores de algunos bares con el desenfado y la naturalidad de la familia que come con la tele de fondo. Y se valora enormemente la potencia sexual y la frecuencia con la que se mantienen relaciones sexuales. En cuanto llevas un tiempo allí, te das cuenta que el sexo se vive de forma muy cercana, pero está al mismo tiempo lleno de leyendas y mitos que lo dotan de un halo mágico. Uno de ellos es la perla, una especie de talismán de la sexualidad masculina, del que Julia, una amiga española que vive en Cuba, me habló por primera vez.

Porno en un bar de Cuba.

Julia llegó a Cuba en 2008 para trabajar como asistente de un artista después de vivir una larga temporada en Viena. “Llevaba tres años, los que estuve en Viena, casi sin follar. Allí todo me parecía frío y complicado, y nadie me interesaba. Pero fue llegar a Cuba y abrirse un mundo nuevo”. Era su primera vez en la isla, faltaban un par de semanas para que se incorporara a su nuevo empleo, y no conocía a nadie. Así que cuando Nelson se le acercó por la calle, no dudó un momento en arrimarse a él. “Al principio, aunque era un tipo bastante guapo, no me enloquecía, pero era “respetuoso” (fue el único que conocí que no mostró ningún interés sexual de primeras, aunque luego me quedó claro que era una estrategia). Y al fin y al cabo yo estaba sola, recién llegada a Cuba y con ganas de mambo después de mi sequía vienesa. Al cabo de los días, nos acabamos liando. Él me decía que yo era una estrella bajada del cielo mientras bebíamos ron con Tucola (la cocacola cubana). Después del tercer encuentro, le traje a la casa donde me hospedaba. Nos magreamos bastante a tope, y él me llamaba ‘mi blanca’ todo el rato. Esto me impactaba mucho y al principio me hacía sentir mal, pero luego vi que la fascinación por el exotismo era mutuo, y que no había nada de terrible en ello. Yo era su blanca; él era mi negro. Mi sorpresa fue en aumento cuando le toqué el pene y noté algo duro, como una bolita bajo la piel. Miré y, por primera vez, vi LA PERLA”.

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El paquete real de Nelson.

Según explica Arianna Villafañe, cubana y médica de familia y comunitaria en el Hospital Universitario de Móstoles, la llamada “perla” es una bolita, generalmente de material plástico que, mediante una pequeña incisión, se introduce bajo la piel del pene. Después de unos días con el miembro vendado, la herida cicatriza y la perla queda bajo la piel, como un bulto duro en el pene. Esta operación se suele realizar de forma casera, sin condiciones higiénicas adecuadas. “El objetivoes aumentar el desempeño sexual”, dice Arianna. Según el mito cubano, las mujeres revientan de placer al sentir la perla”. Aunque Almudena López, médica de familia y de medicina comunitaria en el mismo hospital que Arianna, y terapeuta sexual, mantiene que la eficacia de la perla no tiene demasiado fundamento anatómico: “Para que realmente estimulase el clítoris, debería colocarse muy en la base del pene, y no es el caso. Y, en cuanto a estimulación del punto G, ahí llegas perfectamente con un dedo, pero, en principio, es más complicado llegar directamente con el pene. Aunque no debemos olvidar que el erotismo se encuentra en el cerebro, y que quizás sea esa la tecla que pulsa la famosa perla, tan rodeada de fama y leyenda”.


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“No recuerdo sentir nada especial con la perla”, dice Julia, que tuvo la oportunidad de probarla en carnes propias durante una larga temporada. “O quizás sí, no sé. Pero creo que se debía más al contraste entre mi vida asexual en Viena y la experiencia tan fogosa que estaba teniendo en Cuba. Creo también que no me despertó miedo porque Cuba en general eclipsó el impacto de cuestiones como la perla o el enorme pene de Nelson. Sólo recuerdo que me contó que se lo había hecho en el servicio militar sin anestesia ni nada, y que al principio era muy molesto, porque le tiraba la piel. Él lo veía como un ritual de virilidad; estaba muy orgulloso”.

Condones vendidos en un bar.

La doctora Arianna Villafañe insiste en que el problema son las consecuencias que puede tener la perla a nivel de salud. Durante sus años trabajando en el Hospital Provincial Saturnino Lora, en Santiago de Cuba, antes de venir a España, se vieron casos de tétanos, balanitis y gangrena debidos a la introducción de la perla. “Vi un caso de balanitis, por el cual tuvimos que mandar al muchacho a que el cirujano le sacara la bolita”, dijo Arianna. “Pero escuché casos en los que había que cortar un trozo de pene porque ya estaba en gangrena”.

Los portadores de la perla o perlas (hay casos en los que todo el pene está lleno de estos pequeños abultamientos artificiales) suelen ser jóvenes que realizan el servicio militar, presos o marinos. Se dice que de estos últimos viene la moda. Los marinos mercantes llegaban a Cuba procedentes de Asia, importando las técnicas de modificación del órgano sexual que se realizaban en los lugares por los que habían pasado en su recorrido. De hecho, los yakuza todavía se hacen implantes subdérmicos en el pene. La tradición marca que cada año de cárcel de un yakuza equivale a una perla más que se introduce bajo la piel del pene. Según el British Journal of Sexual Medicine, en algunos lugares de Corea y Filipinas también era tradición llevar bolas bajo la piel del pene. En China, incluso, un cascabel, que amenizaba el polvo con su tintineo.


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Damián Sainz, un joven del barrio de Nuevo Vedado, en La Habana, recuerda el misterio que rodeaba a un personaje de su adolescencia: “Era un tipo del que todos decían que había matado a su esposa y cumplido condena por ello. Creo que fue en la cárcel donde comenzó a intervenir su pinga, y ya cuando salió tenía las perlas introducidas. Cuando me lo presentaron ya no salía con mujeres, sino con chicos muy jóvenes. Para ese entonces, él era una especie de mafioso dentro del barrio El Fanguito, al lado del río Almendares. La gente hablaba de él con respeto, aunque parecía un tipo tranquilo. Su imagen nunca se me ha olvidado, con trenzas pegadas al cuero cabelludo, muy negro. Yo no paraba de imaginarme su pene perlada. Las imágenes que me venían eran muy fuertes, y yo muy joven y miedoso”.

Finalmente, tras una larga búsqueda de testimonios lo más directos posibles del “fenómeno perla”, consigo, a través de unos amigos, contactar con Manuel, un portador real de la perla. Manuel tiene 35 años, tiene cuatro hijos con tres mujeres distintas y se gana la vida haciendo compraventa de productos importados de Miami. En el momento en el que consigo ponerme en contacto con él ya he dejado Cuba, así que hablamos por Telegram, una aplicación similar a WhatsApp, una de las pocas que permite hablar con la isla. La comunicación está plagada de palabras cubanos y expresiones que no entiendo demasiado bien, por lo que le tengo que pedir una y otra vez que me repita partes de su historia. Manuel había oído hablar de la perla desde niño, pero se encontró con ella de verdad cuando llegó al servicio militar. “Cuando nos bañábamos o nos vestíamos vi que mi pinga era plana por arriba y la de algunos tenía unos bultos redondos”, cuenta Manuel. “Así que les pregunté qué era eso, y me contaron sus propiedades. Y al par de semanas hice que me lo pusieran. Me la puso el perlero del cuartel, pero la perla me la hice yo mismo”.

Manuel, siguiendo indicaciones de sus compañeros, robó una ficha de un juego de dominó, lo partió en pedazos, escogió el que más le convenía por tamaño, y empezó a pulirlo hasta que fue dándole la característica forma redondeada de la perla. “Piensa que tiene que estar muy pulida”, dice Manuel, “de modo que la última parte del proceso consiste en llevarla todo el día en la boca y chuparla como si fuera un caramelo, hacerla rodar por los dientes, hacer de todo para que quede una bolita suave. Yo esos días hice hasta los entrenamientos del servicio militar con la perlita en la boca. Teniendo ya todo listo, fui a mi compay perlero y le dije que estaba listo. Puse la pinga sobre la pesa, y él, con la parte de abajo de un cepillo dental bien afilado, me jaló el pellejo de arribita y me hizo el corte. Ahí ves las estrellas, pero sabes que merecerá la pena, porque las jevitas (las chicas, coloquialmente, en Cuba) se van a enloquecer. Después no te puedes ni lavar ni jalar la pinga en unos cuantos días, porque además el perlero te la venda para que la raja cicatrice”.


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Le pregunto por las posibles infecciones y por el miedo a perder su virilidad, y me dice que duele y hay peligro, pero que definitivamente vele la pena. “La perla estimula el clítoris como veinte veces más que si singas (follas) sin nada”, dice Manuel. “En el servicio contaban de uno que se metió con una jevita un poco delicada y a ella le dio un infarto al corazón. Casi la revienta del gusto. Si quieres enamorar a una viejita, te pones la perla, le das duro y la tienes. Es lo máximo”.

Tiemblo ante la efusividad caribeña mientras en mi mente explotan pollas perladas rebosantes de chancro y gangrena. Imagino a la doctora Villafañe y a la doctora López con sus batas blancas, boquiabiertas ante la pasión perlera del compañero Manuel. Me quedo en blanco, sin preguntas, ante el Telegram que me conecta con Cuba. Pero Manuel ya va a mil revoluciones: “Si estuviera en Europa ibas a probar la perla, niña”, me dice.