La pesadilla de vivir con emetofobia, el miedo a vomitar

Imagen a través del usuario de Flickr dirtyboxface.

Fue la zanahoria lo que de verdad me hizo enojar. Entre todos los dibujos de frutas y verduras había una pancarta garabateada que decía “Mantenga sana a la comunidad»”. Había muchos otros dibujos infantiles colgados de la pared, pero la zanahoria se sintió como una patada en el estómago: tenía una carita sonriente, como si se burlara de mí.

Estaba parado frente a la puerta de la clínica psiquiátrica.

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Había hecho todo “correctamente” esa mañana, aun así tardé más de una hora (debería haber tardo 30 minutos como mucho) en llegar ahí. Me comí mi inofensiva y aburrida avena, llené una botella de agua y me guardé una bolsa de plástico perfectamente doblada por si me mareaba. Tenía el chicle en el que confío todos los días para que elimine cualquier mal sabor de boca que me haga vomitar. Sin embargo, todavía sentía que me invadía un temor familiar desde el momento en que abrí la puerta para salir de mi casa.

Me veo a mí mismo como un guerrero del vomito poco ortodoxo. Sufro de una grave emetofobia desde hace casi tres años, pero la he tenido en diversos grados de intensidad durante más de una década. La idea que se adueña por completo de mi cerebro cuando estoy despierto (e incluso, a veces, cuando duermo) es: “¿Vomitaré hoy?”, a lo que inmediatamente respondo: “Si, voy a vomitar”.

Este ha sido mi principal pensamiento todos los días durante los últimos tres años. La sensación de náusea es real y enfermiza. El aumento repentino de temperatura, el sudor frío y los temblores son síntomas de que voy a vomitar.

Este es el momento en el que vomito. Es mi cuerpo. No puedo evitarlo. Estoy atrapado. Voy a vomitar. Voy a vomitar. Voy a vomitar.

Tengo 24 años. He vomitado cuatro veces en mi vida.

Sigo una dieta estricta de alimentos seguros e insípidos porque no quiero correr el riesgo de tener una intoxicación alimentaria. Soy hipersensible con respecto a la higiene, y me lavo las manos más de lo necesario. Cuando no hay nadie en casa limpio los grifos y las manillas de las puertas con toallitas antibacterias. Cada invierno es como vivir una pesadilla apocalíptica cuando las noticias nos dicen que los norovirus se están propagando. Para mí, escuchar esto es como cuando a una persona normal le dices: “Hay un tipo en tu jardín con un machete, está cubierto de sangre y, ¿sabes qué? ¡Tú eres el siguiente!”

Sé que es extraño y sé que es irracional, y el año pasado estuve varios meses fantaseando con suicidarme porque no podía soportar el temor y la náusea constantes. No temo a la muerte porque cuando estás muerto no puedes vomitar. Y aunque lo hagas, estás muerto, así que no tienes que superarlo. Lo tenía todo meticulosamente planeado. La idea de morir me parecía, y en menor medida me sigue pareciendo, más tolerable que vomitar. Lo único que me ayudó a sobrellevar este período fue un grupo de buenos amigos, terapeutas y psiquiatras increíblemente comprensivos.

También fue en este momento cuando mi cerebro decidió dejar de funcionar normalmente. Aprendí rápidamente que ahora mi cerebro trabaja en dos modalidades: o trabaja en exceso o no funciona en absoluto. Al parecer, no pudo enfrentarse a este miedo irracional a vomitar y decidió tomar unas vacaciones por su cuenta. Empecé a experimentar una despersonalización intensa.

Caminaba como si fuera un extraterrestre, es decir, podía ver a la gente pero no conectar con ellos. Apenas podía mantener una conversación y me costaba mucho trabajo mirar a alguien a los ojos. Recuerdo estar paseando por un supermercado y pensar que nada de lo que me rodeaba era real y que yo no era una persona. Esta no era la primera vez que había experimentado despersonalización, pero mientras que antes me duraba unos minutos cuando mucho, ahora era algo constante. Finalmente me diagnosticaron una depresión, pero no acababa de creérmelo. No me pasaba el día llorando sentado en mi cuarto; en mi ingenuidad, creía que eso era tener depresión. Yo no me sentía triste. Simplemente no sentía nada. Era como si solo existiera en lugar de vivir. Incluso en lo más profundo de esta depresión, el temor y la expectativa de que podía vomitar en cualquier momento seguían ahí. La sensación de peligro seguía siendo muy real.

Me llevó un par de meses después de este episodio tomar antidepresivos y seguir medicándome con ellos. Me pasé varios meses tumbado en la cama sin moverme para evitar que me dieran ganas de vomitar. Lloraba en silencio cada vez que tomaba una pastilla al pensar que los medicamentos me harían vomitar. El antidepresivo que me recetaron tenía como efecto secundario “muy habitual” sufrir náuseas, así que después de tomarlo por primera vez me pasé toda la noche temblando y llorando en la oscuridad, deseando desesperadamente que mi cuerpo no se rindiera.

Algunos de mis amigos se dieron cuenta de que algo me ocurría cuando estaba deprimido; uno me dijo que mi aspecto había cambiado, que no se me “veía bien”, aunque antes de que me ocurriera esto muy poca gente sabía sobre mi estado de salud mental. Quienes lo saben se enteraron principalmente porque estaban a mi lado mientras me daba un ataque de pánico, momento en el que me siento a punto de llenar de vómito el lugar donde esté sin importarme lo más mínimo.

En esos momentos, cuando intento explicarme, les expongo mi situación a toda velocidad. Les digo que no puedo salir a comer fuera, que limito mi ingestión de comida, que ya no viajo y que mi vida ha sido destruida por mis obsesiones. Mientras les hablo de forma incoherente, mis ojos están fijos en la salida en todo momento, evaluando si sería mejor vomitar en la habitación, en el lavabo que está cerca de ahí o en la calle. Si voy afuera quizá no llegue a tiempo, pero si me quedo dentro la gente podría verme vomitar. Cualquier posibilidad es una pesadilla. Mientras mi mente busca una solución, sigo hablándoles de mis ataques de pánico, esperando, de algún modo, que al contarles cómo me siento el miedo se desvanezca. Pienso que pareceré menos desequilibrado si me puedo explicar. Luego, una vez que pasó el ataque de pánico, me arrepiento inmediatamente de haber dado a conocer mi fobia.

Viajar es una lucha continua; los mareos que siento al desplazarme en cualquier medio de transporte son la causa. Tardo el doble de tiempo en llegar a cualquier sitio porque continuamente tengo que luchar con las ganas de regresar corriendo a casa, no vaya a ser que las náuseas sean un aviso de que voy a vomitar. Comer en un restaurante es como que si me pidieran caminar en una cuerda suspendida sobre un tanque de tiburones. Dejé de tomar alcohol y ya no salgo de noche. No pruebo ningún alimento cocinado a menos que sepa que no tendré que salir de casa en todo el día por si sufro una intoxicación alimentaria. Me bajo de los autobuses antes de tiempo, y camino más de lo necesario para evitar las multitudes por temor a vomitar sobre ellos o que alguien pueda vomitar delante de mí.

Me he perdido muchos eventos y momentos importantes por esta maldita y ridícula fobia.

Aunque por lo menos mi cerebro ya “volvió” a funcionar normalmente. Me recetaron unos antidepresivos nuevos que te ayudan a prevenir las náuseas y facilitan el sueño, así que ahora sólo me despierto una o dos veces por semana en plena noche con miedo a vomitar y no como antes que me pasaba casi todas las noches, lo que me parece un milagro. Me he estado medicando durante casi un año y, a pesar de que todavía algunas veces me siento atrapado por mis pensamientos, me siento como una persona viva. Para mí, esto significa que estoy mejorando.

Ahora mismo, también estoy realizando una terapia de exposición para tratar mi fobia al vómito. Ya puedo ver fotos de gente vomitando sin pestañear, y ver vídeos de gente vomitando sin que me entren ganas de saltar por la ventana. ¿Podría estar cerca de alguien vomitando? Todavía no, aunque creo que llegará un momento en que podré conseguirlo. Todavía siento náuseas cada día, pero estoy mejorando. Parece que poco a poco empiezo a ver una luz al final del túnel.