“He decidido ir a Colombia a buscar yagé… Estoy listo para irme al Sur en busca del éxtasis ilimitado (uncut kick) que se abre en vez de cerrarse como la droga (junk)… Quizá en el yagé encuentre lo que he estado buscando en la droga (junk), en la yerba y en la cocaína. El yagé puede ser el colocón (fix) final”.
Junkie, William Burroughs, 1953
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Fragmento del documental sobre la ayahuasca en el Putumayo narrado por Burroughs.
Las líneas finales de Junkie son premonitorias. Después de las crudas memorias de su vida como drogadicto y homosexual en los Estados Unidos de principios de los cincuenta, William Lee (ese William Burroughs modelado a la medida del papel y sus deseos) confiesa que su búsqueda vital no ha terminado. Que recién está empezando. Que allí donde acaba él, narrador y protagonista de la primera novela del “hipster con cabeza de ángel” por excelencia, comienza el viaje del escritor. Y el destino último parecía ser Colombia: la Colombia de la ayahuasca.
En 1953, el mismo año de publicación del libro, William Burroughs, el gran escritor norteamericano de los años cincuenta, uno de los altos faros de la llamada Generación Beat, decide emprender un viaje alimentado por el deseo irresuelto que hala sus sentencias finales: una excursión al encuentro del mítico yagé. El William Lee de Junkie había escuchado rumores de esa excepcional sustancia utilizada por indígenas en la boca del Amazonas que “aumentaba la sensibilidad telepática”. También había escuchado que un científico colombiano había logrado aislar de ella un componente al que llamó telepatina, que permitía acentuar el intercambio no verbal del sentimiento y la intuición —la vía hacia la empatía suprema sin palabras, el rito hacia el más sólido “contacto telepático”—. Incluso, había escuchado que los rusos estaban intentando administrarla como mecanismo de control en experimentos de trabajo forzado.
El yagé no era un capricho, era una urgencia de vida. Y Burroughs necesitaba salir a consumarla.
Las cartas de la ayahuasca (The Yage Letters), traducidas al español hace diez años, compilan su correspondencia con su gran amigo, Allen Ginsberg, y narran los pormenores de su travesía de más de seis meses por Panamá, Colombia, Ecuador y Perú a la caza de la planta sagrada. Esa casi arbitraria porción del trópico fue la excusa de una búsqueda más grande que —contrario a la grotesca caricatura que muchas veces nos ha llegado de los beats— no era un mero divertimento azaroso, sino una inquietud de las entrañas. Unas entrañas poéticas y celulares: “He aprendido la ecuación de la droga (junk). La droga no es, como el alcohol o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vida”.
Pero, más que por el furor de hallar la planta, esas cartas de 1953 son fascinantes por el pintoresco retrato de la América del Sur que le tocó a ‘Bill’: un caldero tropical de promesas viscerales, estéticas y psicodélicas que se van quebrando en cada paraje. Panamá le huele “a excrementos y agua de mar y lujuria de joven macho”. Allí solo se topa con putas, chulos y “buscones”. No consigue ni a un tipo para follar, la cocaína le sale asquerosa (casi se asfixia con el primer pase) y los funcionarios públicos le parecen completos inútiles.
“Bogotá, tan horrible como siempre”
Detestó Colombia. Su ruta: Bogotá, Cali, Popayán, Pasto, Mocoa, Puerto Limón , Puerto Asís y al contrario. La pesadilla empezó en la capital. “Bogotá, una ciudad triste y sombría”, “Bogotá está muy alta, y es fría y lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de la abstinencia”, “Bogotá, tan horrible como siempre”, “En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en Latinoamérica, sientes el peso muerto de España”. Su hotel, un tal Mulvo Regis, era un horrible cubículo sin ventanas con una cama más pequeña que él. Además de desánimo, de acá solo extrajo la ruta que un doctor gringo le dio hacia la ayahuasca del Putumayo.
Muchas de sus descripciones parecen encajar exactamente con las ciudades de nuestros días, aunque a él le tocara un país todavía intensamente bipartidista en el que, incluso, llegó a aterrizar en un aleatorio mitin del Partido Conservador. En el trayecto a Cali lo requisó varias veces la Policía, que le parecía completamente fastidiosa e inefectiva; se topó con la clásica idolatría al extranjero que, ahora más intensamente, agobia a nuestros compatriotas (“me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur”) y se emborrachó sin parar. Cali le resultó agradable, de buen clima; Popayán, una “tranquila población universitaria”. Ciudades serenas pero aburridas.
Pero su peor experiencia fue el Putumayo mismo, ese que parecía ser el lugar de las promesas cumplidas. La parada última. Lo estafaron los chamanes, terminó unos días en la cárcel, lo acabó la malaria y no pudo follarse a un “inocente culito montañés” que ya había sido culeado por seis trabajadores gringos, un botánico sueco, un etnógrafo holandés, un padre capuchino y hasta un trotskista boliviano. El yagé que le dieron no fue ese anhelado “colocón final”. Un taita alcohólico, encargado de prepararle el brebaje, lo obligó a gastarle medio litro de aguardiente y solo le preparó la mitad de la ayahuasca que Burroughs le había suministrado. Le robó la otra mitad. Bill solo tuvo un sueño colorido y regresó enfermo a Bogotá.
En su segunda ida tuvo un poco más de suerte. Después del rito de preparación del chamán, bebió una ayahuasca mejor preparada que lo llenó de vértigo, lo hizo ver “fogonazos azules” frente a sus ojos y le produjo una indescriptible sensación de anestesia, espasmos, vómito y escalofríos en una choza que, para él, adquiría aspectos arcaicos. También probó la preparación especial de un indio del Vaupés, una infusión rojo pálido que le entró más leve que una traba de marihuana. Su resignación lo llevó a preparar él mismo sus bebidas, extrayendo alcaloides de la planta, con las que solo notó un ligero efecto afrodisiaco y un cansancio insoportable. Nada de grandes visiones, nada de experiencias sobrehumanas. Solo náusea y sueño.
Dejó Colombia con un ánimo agrio (aunque Ecuador ocupó el primer puesto del país más desagradable que había visitado). Al final de una de sus cartas, hay una cómica anécdota que pone patas arriba la versión cincuentera del eslogan Colombia: el único riesgo es que quieras quedarte: “Recuerdo a un oficial del ejército, en Puerto Leguizamo, que me decía: ‘El noventa por ciento de la gente que viene a Colombia ya no se marcha de aquí’. Hemos de suponer que quería decir que caían rendidos ante los encantos del lugar. Yo pertenezco al diez por ciento que nunca regresa”.
Así fue. Nunca más se lo vio por aquí. Se fue al Perú y allí logró una visión cercana a lo que imaginaba, con ayahuasca de Pucallpa. Logró un “viaje en el espacio y en el tiempo”. Logró ver la Ciudad Compuesta, esa geografía psicotrópica que le produjeron las visiones del yagé, esa extensa metrópoli “donde todos los potenciales humanos se exhiben en un inmenso mercado silencioso” y que es descrita intensamente en su carta del 10 de julio de 1953 desde Lima.
Siete años después, Ginsberg vendría al Sur a perseguir lo mismo: la Ciudad a la que lleva la ayahuasca —la que su amigo Bill le había descrito en sus cartas—. Pero, en cambio, se encontró con el Gran Ser, que incluso dibujó en su correspondencia. El Gran Ser, una sensación de Ello que se le aproximaba como una vagina mojada, como un gran hoyo negro “como de Nariz de Dios” por el cual se asomó a un misterio rodeado de serpientes de colores. El lugar de la pura realidad eclosionada. Ese que para Burroughs había sido un “lugar donde el pasado desconocido y el futuro emergente se funden con un vibrante zumbido sin sonido”. La región donde yacen “entidades larvarias esperando un ser vivo”.
Burroughs consiguió el “colocón final” en 1953; Ginsberg, en 1960. Ambos con ayahuasca de Pucallpa. Ginsberg tuvo miedo de sucumbir ante la auténtica locura, de quedar atrapado en ese Universo Alterado. Pero Burroughs, a pesar de las decepciones sucesivas en el Putumayo y sus propias preocupaciones, siempre alentó la búsqueda incesante. “Querido Allen: No hay nada que temer. Vaya adelante. Mira. Escucha. Oye”. Suramérica (a veces tan parecida a la de hoy) y la planta amazónica del brebaje postrero que ansiaba el yonqui supremo fueron las catalizadoras de esas búsquedas.
Donde acabó el Amazonas, empezó su propio mito.