“Si quieres enamorarte profundamente busca canela, pero de la más picosa, de la que cuesta como 500 pesos el kilo en La Merced”, me dice la autollamada bruja Lukcero Aghakán. “La árabe es la mejorcita, como el hachís, que el mejor es el de la India. Así se bañaban nuestros ancestros: con hongo, peyote y mota, para recorrer de norte a sur. Ésas son las plantas que curan, aunque también pueden llegar a matarte”.
Estoy en el Mercado Sonora, uno de los más importantes y antiguos de México, famoso por ofrecer curaciones alternativas para el cuerpo y el alma en sus pletóricos pasillos: el de plantas medicinales y el de “la magia”, ambos bien diferenciados.
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Entrar al mercado en estas fechas ha sido todo un revuelo. Había globos en forma de corazón por doquier, golpeando mi cara mientras caminaba; vendedores de dulces que iban tirando chocolates a su paso; osos de peluche colgando inquietantemente de los techos en los puestos —creo sinceramente que deberían venderse el 31 de octubre y no el 14 de febrero—; rosas, y todo tipo de obsequios cursis que enamorarían a cualquier quinceañera.
Pasando la ola del amor conseguí llegar a la sección de la magia, y siguiendo el consejo de los locatarios encontré el puesto de Lukcero, la dama que, según un letrero promocional que cuelga en su local, “domina los secretos de la ciencia oscura”.
Ya había clientes esperándola. Le dije que no quería una consulta, sino una receta para el amor, no tardaríamos mucho. Me dio la bienvenida con música cubana y con mucha calma despejó su espacio para que pudiera apreciar todos los amuletos que la acompañan en su día a día.
Lukcero es sufí, es decir que practica el llamado sufismo, una especie de esoterismo inspirado en la espiritualidad islámica pero desvinculado del islam. “Esta misma receta se la doy a todos mis ahijados (así llama ella a sus clientes), cualquier la puede hacer en su casa”, me cuenta mientras anota en una libreta todos los ingredientes que necesito para hacer una “pócima de amor para hacer que alguien se enamore de mí”. La lista está llena de especias como la nuez moscada y la canela, y de hierbas, algunas que no esperaba, como las verdolagas, el epazote morado y dos tipos de perejil —uno representa a la hembra y otro al macho, según Lukcero, y necesito ambos para crear un equilibrio perfecto—. “La verdad es que no siempre se necesita esta receta”, continúa contándome la bruja. “La magia está en lo que comes, en la leche, en un chocolate… La magia es una energía que emanamos por acá atrás —la mujer se señana el trasero—. La brujería te entra por todos los hoyos, y el primerito es el de atrás”. No entendí por qué y honestamente no me animé a preguntar, ella es intimidante, Ahora me arrepiento.
Lukcero me explica que es hija de Oshun, diosa del amor (según la santería), y eso le impide comer ciertos alimentos como el huevo. Se le hace agua la boca mientras me cuenta lo mucho que le gustan “los huevos de las gallinas gordas”, pero como son alimentos muy respetados en su religión —significan abundancia—, tiene que abstenerse de su consumo. También tiene prohibidas la sandía y la calabaza. “Sólo puedo comer la calabaza en tacha”, dice. “No con tachas, sino en tacha. Soy una bruja seria”.
“Tienes que tener cuidado con la receta que te di, eh”, me dice mirándome fijamente a los ojos. Esta poción lleva toloache, una especie de planta herbácea mexicana que posee propiedades narcóticas, espasmódicas y psicoactivas. Ha sido empleado en la medicia tradicional en México, pero en dosis altas puede provocar alucinaciones y alterar el sistema nervioso incluso a grados en los que peligra la vida. En el “mercado del amor”, como ahora lo llamo, el toloache se vende en todos los puestos, pero siempre bajo advertencia de sus efectos.
“A mí me visitan mucha gente, me vienen a buscar de todo México y de otros países”, me dice Lukcero cuando le digo que debo seguir mi camino. “Ven cuando quieras, conmigo encuentras lo mejor y lo peor”. Seguro que sí. Le agradezco y nos despedimos con un choque de puños.
Sigo visitando puestos, preguntando por amuletos y pociones distintas; pero todos continúan diciéndome: “Si no compras, no preguntes”. Supongo que leyeron el escepticismo en mis ojos. O eso quiero pensar. Lo intentaré de otra forma. Me sumergí en los pasillos, todos los puestos ofrecen los mismos productos: botellas con líquidos fosforescentes —quién sabe de qué están hechos— para conseguir belleza, polvos de hierbas para “ser un semental”, jabones con feromonas, velas aromáticas para “atraer pareja”, etc. Lo mejor es que cada santero da una explicación distinta.
“No te puedo platicar mucho”, me dice uno. “Pero te recomiendo estos aceites de “amarre total”, el de mayor demanda; o esta miel preparada para evitar que peleen”. “El aceite se consume en gotas”, me dice otro. “No hay nada mejor para un conquistador que el aceite “quita calzón”. Es para las mujeres que no quieren aflojar. Le das unas cuantas gotas y listo”. Qué finos. “Estas mieles son para el amarre”, cuenta un tercero en un puesto distinto. “Lo que viene siendo el matrimonio. Cuando no se quiera casar contigo y ande de rejega o rejego, dale unas gotitas y caerá”. En este puesto también se venden polvos “pa’ cuando ya no la quieres y busques desterrarla de tu vida porque ya te aburrió”.
Todo es muy interesante, podría quedarme aquí conversando durante horas, mi curiosidad me abastece de preguntas infinitas. Sin embargo, algo rompe mi corazón: se llama “chupamiento” y es un amuleto hecho con un colibrí muerto. “Lo cuelgas y ahí lo dejas hasta que un pretendiente toque la puerta”, me dicen en todos los puestos. Hay diferentes “diseños” y pienso que la escena que me pareció en un principio graciosa se ha vuelto tenebrosa.
Una llamada a mi móvil me saca de mi ensimismamiento. Es Lizbeth, una bruja con la que había agendado una visita para un amarre —un acto de brujería para asegurar que se cumpla un deseo particular— de amor. ¡Por fin! Quedamos de encontrarnos entre los locales de animales exóticos —otra de las razones por las que el Mercado Sonora es conocido es su venta ilegal de animales vivos, lo mismo perros que monos, iguanas, pericos, etc.—; Nos reconoceremos por la ropa que traemos puesta.
Minutos después de presentarnos y caminar entre las jaulas de animales llegamos a un pequeño cuarto acogedor cubierto con cortinas brillantes y doradas. Me pide que me siente y ponga atención.
“Hacer amarres —como le llaman al acto de magia— es un don que traigo desde que soy niña”, me cuenta. “Los he hecho toda la vida, es algo que no se aprende, lo traes o no”. Lizbeth cubre la mesa con pétalos de rosas, frascos con líquidos extraños, jaleas, jabones y velas hechas con unos polvos llamados “ven a mí”. Al final coloca un “chupamiento” —ay, mi corazón—, al que le pone unas gotitas de feromonas. Me lo regala. Debo llevarlo siempre conmigo.
También me recomienda beber un té “cundeamor” con un poco de manteca de cacao. “Tómatelo durante un baño de tina, será más efectivo”.
Y para mantener la fidelidad, una vela en forma de pene. “No te asustes”, me dice Lizbeth. “Cuando creas que tu novio se está acostando con alguien más, prende esta vela y tendrás control sobre su miembro”. Qué romántico. “Pero antes debes prender la vela de la unión y, cuando consumen su acto de amor entierra la base de la vela bajo un árbol. Así tu amor crecerá tan fuerte como el árbol”.
“La bruja del amor” me regalo un kit completo de velas, polvos, y jabones para hacer un amarre amoroso a quien yo quiera, cuando quiera. “Una nunca sabe cuándo lo va a necesitar”, dice ella. “Ah, pero antes debes hacerte inmune al mal de amores o a los amarres que alguien más pueda hacer contra ti”, me advierte y me aconseja que compre una hierba llamada rompe saraguey, una raíz medicinal muy popular en la santería, y me beba una infusión bien cargada hecha con ella.
Me fui con una bolsa cargada de objetos tétricos y con una sensación extraña. No sé si estoy sorprendida por la alta demanda de estas bebidas esotéricas para conseguir el amor—el mercado estaba lleno de gente husmeando y comprando amuletos y brebajes— o si sigo asustada por el colibrí muerto que cargo conmigo.
Este artículo se publicó originalmente en febrero del 2016.