En La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, publicado en 1936, Walter Benjamin habla de la pérdida del aura de la pieza artística como consecuencia de la posibilidad de su reproducción gracias al avance de la técnica. El filósofo alemán identifica el aura con la unicidad, con la experiencia de lo irrepetible. La capacidad de reproducción de la obra, derivada del avance tecnológico, destruye para él su originalidad, dejándola huérfana de su valor ritual y tradicional y dotándola, únicamente, del valor exhibido.
En 2019, más de 80 años después, me acuerdo de la teoría del pensador marxista justo al salir del concierto de Lanarak Artefax en el L.E.V. “Es lo más parecido a una misa que he vivido en mucho tiempo”, le digo a Teresa, que viene conmigo, al salir. Tampoco es que haya vivido muchas misas, pero yo que sé, me ha retrotraído a una.
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Teresa me responde que no soy la primera que dice eso, que lo sacrosanto es una referencia común en la electrónica. Nunca somos los primeros que decimos nada, joder. Como explica Eduardo Camacho en esta pieza, hay varios elementos que hacen que la música electrónica se sienta a veces como un rito espiritual. Basándose en la teoría del musicólogo suizo Hans Cousto, él establece cinco: el elemento mántrico, basado en la repetición de los sonidos, la sensación de ser parte de la obra, el parecido de los shows del género con lo que ocurre en los centros de oración, la designación de días sagrados y el uso de los templos -en el caso de la música electrónica, de baile- como entorno.
Y volviendo a Walter Benjamin y a su teoría en relación con la reproductibilidad de la obra, el concierto de Lanarak Artefax en el L.E.V. me hace pensar en si lo que acabo de ver encaja con lo que él enunció hace ya más de 80 años. El artista inglés acaba de actuar en el Teatro de La Laboral, en Gijón. Sobre el escenario, una instalación de luces que consiste, simplemente, en un rectángulo que va cambiando de color al ritmo de la música. Varios focos de luz blanca también lucen intermitentemente. A veces iluminan las caras de los 2.000 espectadores que caben en el Teatro de La Laboral al ritmo de su IDM actualizado. Y, aunque puede volver a repetirse, aunque su reproducción es más que probable, nunca será en La Laboral de Gijón, nunca ante ese mismo público atónito que, como decía Edu Camacho en su pieza, es en cierta manera parte del hecho artístico. Quizá el valor ritual de cuya pérdida hablaba Benjamin se haya recuperado en algunos casos.
Al salir del auditorio ya ha anochecido sobre La Laboral, donde se celebran muchas de las actuaciones del Laboratorio de Electrónica Visual (L.E.V.). Con 270 000 m², es el edificio más grande de España. Fue construido en el 46 y el 56 y proyectado originalmente como orfanato para hijos de mineros pero ahora se utiliza como complejo universitario y cultural. Del 29 de abril al 5 de mayo, durante los días que dura el festival este año, su Iglesia alberga una instalación de Refik Anadol, Melting Memories: engram as data sculpture, basada en la conversión de los recuerdos en algoritmos. Mediante un electroencefalograma, el artista de origen turco ha recogido datos de los mecanismos neurológicos de control cognitivo para convertirlos en bloques de construcción de algoritmos representados en forma de estructuras visuales. A pocos metros, en La Nave, la velada acaba de empezar.
Por ella pasan el canadiense Matthew Biederman y el americano Pierce Warnecke con una premiere mundial que reflexiona sobre el concepto del tiempo y pone en entredicho su aparente flujo constante. Después, los sonidos oscuros de Bliss Signal, el proyecto de metal electrónico de Jack Adams y James Kelly y para cerrar la primera gran noche del festival, los hermanos británicos Overmono y el minimalismo industrial de Hiro Kone.
Al día siguiente hay que despertarse a la hora del vermú: la primera actividad programada por el festival, el show de Marc Meliá, es a las 13 en el Museu del Pueblu D’Asturies, un espacio creado para preservar la memoria y la tradición del pueblo asturiano. Los tres conciertos programados -Colin Self y el Jailed Jamie- cierran la programación del espacio el sábado a las 15. Cachopo -en nuestro caso vegetariano, de setas y en La Tropical, uno de los garitos más míticos de la ciudad para tomar este plato, frente al Paseo Marítimo-, siesta y las 17 en pie para volver a La Laboral: la catalana Awwz actúa en el Salón de Pinturas del Teatro. Como prometió, su show “empezó de manera intimista y acabó sudando”.
Tras ella, el colectivo berlinés Transforma inauguraba la noche del sábado en el Teatro. Les siguió la investigadora sonora Caterina Barbieri junto al artista visual Ruben Spini en uno de los shows más esperados de la jornada, una pieza comisionada por el festival berlinés Atonal que exploraba la relación entre ser humano, naturaleza y tecnología. Tras ella vinieron Alex Augier y Alba G. Corral, que pusieron en escena ex(O), una pieza audiovisual inspirada en el mundo biológico coproducida junto al propio festival que hizo a algunos de los asistentes al Auditorio ponerse en pie durante la ovación final. Pienso en Val del Omar y en su Desbordamiento; las piezas visuales de Alba G. Corral también se salían del marco, inundando uno de los muros de la sala por completo. Pero lo que en Val del Omar eran niños y nazarenos en blanco y negro ahora son formas orgánicas, tramas, colores.
Tras ellos, la segunda y última noche en la nave daba comienzo con la compositora sueca Klara Lewis. Iglooghost, el artista visual y productor musical tras el que se esconde el irlandés Seamus Malliagh fue uno de los platos fuertes de la noche y del festival gracias a/ por culpa de sus construcciones electrónicas y a su capacidad para hacernos olvidar que la vida es aburrida como una mierda echando mano de un onirismo colorista.
El domingo por la mañana también tocaba levantarse a la hora del vermut, pero esta vez para ir al Jardín Botánico Atlántico, un jardín de 25 hectáreas de extensión que sirve de escenario en la recta final del L.E.V. Los shows son a la orilla de un lago, rodeados de especies autóctonas y árboles que hacen que baste alejarse unos pasos para olvidarse de que uno está en un encuentro de electrónica avanzada. Yamila y el violonchelo de Oliver Coates, colaborador habitual de Steve Reich y Radiohead, pusieron el punto final a la mañana de la última jornada del festival. Por la tarde, fue el público el que subió al escenario del Teatro de La Laboral; con las cortinas bajadas y el público sentado en la tarima, Lucas Paris, Falaises y el ambient melancólico de Rafael Antón Irisarri fueron los encargados de cerrar el festival.
Antes de hacer la maleta para poner rumbo a Madrid paso por el Elogio del Horizonte, la escultura de Hormigón de Chillida en el Cerro de Santa Catalina. Hace tanto viento que es casi incómodo andar, pero el paisaje recuerda a los visuales que Caterina Barbieri proyectó un día antes en el Teatro de La Laboral. Entorno los ojos porque el sol ciega un poco, como cuando en el show de Lanarak Artefax los cañones de luz parpadeaban frente al público. Y pienso en que aquello fue lo más parecido a una misa que he vivido en los últimos años, y en qué pensaría Walter Benjamin si hubiera estado en alguno de los shows del Teatro de la Laboral, a los que no se puede entrar con bebida y cuyo ambiente parece más de ópera que de un concierto de música electrónica al uso.
Porque, al contrario de lo que pensaba el filósofo alemán, muchos de los shows del L.E.V., basados en la tecnología a la que él apuntaba como asesina del aura de la pieza artística, tienen más de ritual que de pura exhibición. Y ninguno de esos sonidos y de esos haces de luz, por mucho que se repliquen en clubes, en museos de otras ciudades de otras partes del mundo, rebotarán en los muros del edificio más grande de España, construido para dar cobijo a los hijos huérfanos de los mineros. Eso es el L.E.V. Tradición y vanguardia. Experimentación y ruptura en un edificio proyectado y construido durante la dictadura franquista o en un jardín que alberga las especies autóctonas de la zona.
Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.
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