Lou ha muerto.
Lo hace en el día en que uno de mis nuevos sobrinos cumple años, y he pensado en las canciones y su don curativo mientras comía molletes y merengue: la comida casera con la que celebramos el amor. La música de Reed fue la comida casera de mi adolescencia gorda y solitaria: fue lo que no pocas veces ocupó el lugar del amor y fue lo que me enseñó a no resignarme.
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No se me ocurrió nada inteligente que decir. Lou ha muerto.
Lo conocí antes que como música, como poeta: en“El rock en silencio”, donde Juan Villoro reservó espacio para traducir “Caroline Says II”. El libro me llegó por un amigo cuyo nombre verdadero he olvidado, pero que siempre será El Güero Coli, y cuya intención era curarme de una enfermedad que yo me desconocía, y que era una forma de la furia o de la tristeza letal, y que creo me habría consumido de no mediar aquella recomendación:
—La de Reed, pega.
Y pegó, desde luego.
Por muchos años anduve con aquellos versos sobre una muchacha que necesitaba atravesar las ventanas a puñetazos para sentir, entre el frío, que hacía frío en Alaska. Y los citaba, y los repetía, y los usaba, como aquella vez que olvidé mi colección de cómics en la lavandería, y regresé para encontrarlos reducidos a confeti por todos los niños que no me hablaban, y que me observaban desde el otro lado de la calle como si lo hicieran desde pedestales. Los trozos de “El Sorprendente Hombre Araña” giraban y entrechocaban en la calle de Ciprés como la nieve ártica. Hacía tanto frío en Alaska, y debemos sentirlo, Lou, y lo sabías.
Mi reacción, entonces, fue seguir sin hablarle a esos niños, llorar a mi cómics, conservar sus trozos en bolsas por la promesa siempre incumplida de pegarlas con yúrex, y avocar mi vida a reunir moneda sobre moneda para encontrar por todos los medios necesarios “Berlín”.
No recuerdo cómo y dónde, ni cuánto tiempo, pero sí la bolsa de papel estraza en que me entregaron el disco, y la portada de álbum fotográfico, con esas personas como travestis derrotados, pero que desde sus miradas en blanco y negro parecían saber el secreto (y eran todos como jirones de un cómic reventado por niños de planeta cruel). Recuerdo mi desconcierto ante la reverberación y la lentitud, la humedad que me fue borrando el mundo ante tu voz que hablaba en un lenguaje desconocido pero en esa lengua de ti y de mí; la furia y la tristeza que irradiaban de un tocadiscos como de un espejo oscuro, las cinco o quince veces que lo escuche sin parar, y la única frase que logre comprender:
“Debo dejar de perder mi tiempo/alguien más le romperá los dos brazos…”
Y era verdad, Lou: alguien más lo hará. Nosotros no, pues nos hiciste creer que éramos otra persona: alguien bueno. Y te lo debemos. Y te lo deberemos.