El día que Joan Planas, conocido por sus vídeos sobre La Manada, me bloqueó en Twitter comprendí que era una batalla perdida. Yo le había hecho un hilo explicándole por qué su vídeo sobre el miedo de las mujeres a salir a la calle “por si las violan o las matan” era engañoso y erróneo estadísticamente hablando. “Si me ves y eres una mujer, me gustaría conseguir que dejes de tener miedo”, decía nada más empezar. Lo que venía después era, como poco, sonrojante: Planas utilizaba una serie de datos y estudios para desmentir que las mujeres corrieran riesgo de sufrir agresiones sexuales en la calle; lo hacía sin dejar de repetir esos mantras de la derecha que hoy tanto escuchamos: “os han hecho creer”, “nos están vendiendo”…
La razón por la que incido en este vídeo es porque se trata de una muestra muy representativa del camino que ha recorrido la derecha en España en los últimos años. Cuando Planas utilizaba en 2018 estadísticas de muertes por caídas accidentales, robos con violencia o asesinatos a niños para compararlos con la cifra de mujeres violadas –una aberración en términos estadísticos– lo que estaba haciendo era perpetuar un discurso basado en falsas evidencias. Por eso, hoy, con una derecha mediática enloquecida encantada de conocerse, cabe preguntarse qué están haciendo bien o, al menos, cómo han logrado que discursos completamente vacíos de contenido –en el mejor de los casos, sustentados en datos que no saben interpretar–, se hayan abierto paso en la sociedad española.
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Joan Planas, Un Tío Blanco Hetero (UTBH), InfoVlogger o Libertad Y Lo Que Surja son algunos de los youtubers que en el último par de años se han eregido como un bastión a la derecha de Youtube. El año pasado, todos ellos, junto a otros defensores de “la libertad de expresión”, protagonizaron una canción paródica titulada Fachas Héroes en el que sacaban pecho de “cabrear” a “comunistas, feministas y progres” mientras se autoproclamaban “la resistencia”. Esa reapropiación connotativa de lo facha –similar, en el fondo, a la que sectores de izquierda pretenden hacer con la bandera española– no es anecdótica: es la retórica que la ultraderecha ha utilizado en España para pasar de ser la opción de la vergüenza a convertirse en tercera fuerza política.
El uso de Youtube para tal fin tampoco es casual. En Estados Unidos, la plataforma de vídeo se ha convertido en una de las mayores herramientas de radicalización utilizadas por la extrema derecha. El año pasado, The New York Times publicó la historia de Caleb Cain, un joven radicalizado –ahora desintoxicado– a través del algoritmo de recomendación de Youtube. Teorías conspiratorias, illuminatis, antifeminismo, racismo. Cain asegura que estos vídeos le hacían sentir que estaba descubriendo “verdades incómodas” reveladas ante sus ojos. El algoritmo de Youtube, responsable del 70% de lo que vemos en la plataforma, ha logrado los mejores resultados de la plataforma en años gracias a su capacidad para mantenernos pegados a la pantalla con contenido capaz de suscitar adicción.
Un estudio publicado a principios de año por investigadores de la Escuela Politécnica de Lausana, en Suiza, y de la Universidad de Minas Gerais, en Brasil, confirmó la tendencia: más de un 26% de las personas que suelen comentar en vídeos de contenido más moderado acaban no solo pasándose a vídeos de extrema derecha, sino generando comentarios en ellos de manera constante; la razón, apuntan los investigadores, tiene que ver con la exposición –hacia contenido más extremo– a la que se ven sometidos por parte del algoritmo de recomendación. Además, según el estudio, Youtube tiende a mostrar contenido cada vez más violento a usuarios que buscan ciertas palabras clave.
Lo que hemos vivido desde la irrupción de los youtubers tiene que ver, en esencia, con una desafección hacia los medios de comunicación y entretenimiento tradicionales. Los primeros en evidenciarlo fueron los más jóvenes, que hallaron en Youtube un lugar de encuentro para entender los videojuegos de una forma que la prensa especializada no estaba siendo capaz de ofrecerles. Los gamers dieron paso a formas de expresión a través de una cámara que hoy vemos en su máximo apogeo con miles de creadores de contenido convertidos en interlocutores de toda una generación de la que son ídolos.
Esa construcción del youtuber como icono permite entender fácilmente el grado de influencia que el Rubius, de querer ejercerlo, podría ejercer sobre sus millones de seguidores. Si bien es cierto que los gamers españoles siempre se han mantenido bastante neutrales en lo ideológico, en los últimos años hemos visto cómo otro tipo de influencer sí ha elegido colocarse a un lado u otro del espectro. No solo es fácil, sino que es efectivo: permite a su audiencia sentirse representada hasta la extenuación e ir creando una sensación de desamparo hacia los medios –que “te mienten”–, al tiempo que aumenta la confianza ciega en esa nueva figura que te habla cara a cara hasta las trancas de familiaridad.
Sintomático de ello es el alzamiento de personajes como Spiriman o Javier Negre – condenado por inventarse una entrevista–, uno de los más conocidos periodistas de la derecha mediática en España, que coincidiendo con la pandemia creó Estado de Alarma, un hervidero de bulos y extremización que le ha costado su expulsión de El Mundo por competencia desleal. El canal de Youtube, dedicado en buena parte a ensalzar a Vox, es una suerte de viaje psicodélico –entre sus vídeos más destacados: Los supuestos líos de faldas del machoalfa Pablo Iglesias, ¿Acabará Pedro Sánchez en la cárcel? o Las pruebas de que el caso Merlos no es un montaje y el Gobierno usa al CNI contra los críticos– que, desde su creación el 24 de marzo, acumula cerca de 30 millones de visualizaciones.
No deja de ser interesante que mientras El País, El Mundo o El Confidencial estrenan sus modelos de suscripción que limitan el acceso al contenido gratuito, se esté produciendo un auge de la anticomunicación. Un combo de radicalidad, bulos y paranoia traducido por sus perpetradores en forma de “la verdad que no os están contando” que ofrece a sus seguidores, como ofreció a Caleb Cain, la posibilidad de formar parte un selecto club de iluminados que se siente al mismo tiempo realizado y reafirmado en sus ideales fuera de la norma.
Ese sentimiento de pertenencia, habitualmente ligado a un nacionalismo blanco acomplejado y racista –Make America Great Again!–, y hasta el momento poco explorado en España, ahora se presenta como una opción legítima, amparada por personajes mediáticos que han sabido aprovechar el momento global para darle cabida en nuestra sociedad: ¿alguien podía imaginar hace solo unos meses que veríamos a la clase pudiente de España negar la existencia de un virus mortal o manifestarse desde un descapotable conducido por un chófer?
Behind the Curve, el documental de Netflix sobre terraplanistas, muestra la realidad de un reducto social aislado del resto, excéntrico y delirante, que encuentra en su cruzada contra la evidencia científica un salvoconducto: una vía para desahogarse y sentir que su vida tiene sentido, que luchan por algo que merece la pena. Aunque un discurso radicalizado tiene bastante más aceptación que decir que la Tierra es plana, no deja de ser lo mismo: la infinita búsqueda de nuestro lugar en el mundo. Unos se van a la India, otros al barrio de Salamanca, y algunos se pasan la vida buscando.