Dinero

La Renta Básica Universal es la mejor garantía para nuestra salud mental

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Que el sacrificio da sus frutos es una de las falsas creencias con las que aprendemos a vivir en sociedad. El Viejo Testamento lo deja claro: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado”. Pero contra esta premisa, creo, nos hemos llevado una gran hostia las últimas generaciones: nuestro esfuerzo profesional no nos ha conseguido casi nada de los que nos prometieron.

Y creo que sería de recibo preguntarnos de una vez para qué tanto sacrificio, si hasta John Maynard Keynes, uno de los padres de la economía moderna, imaginaba un futuro, para él no muy lejano, en el que: “tres horas al día son suficientes para satisfacer al viejo Adán que habita en el interior de cada uno”.

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Hasta ahora hemos experimentado el trabajo como una consecuencia ineludible de la necesidad, pero creo que somos muchos los que vivimos con un eterno run run de culpa por tener que dedicar más tiempo al trabajo remunerado que el que le dedicamos a los cuidados de la gente que nos rodea. Priorizar lo profesional por encima de lo personal es algo que nos hace maldita la gracia.



Hace poco una colega contaba enfadada como su abuela murió en el hospital sin estar ella presente por culpa de su miedo a perder el trabajo: “La persona que me crió cuando mi madre estaba trabajando fuera de casa se murió sola en el hospital porque no fui capaz de mandar a mi jefe a la mierda e irme a acompañarla y darle calor en los últimos momentos de su vida. Hice el imbécil, todo por miedo a perder el trabajo”.

Mi colega no es la única que ha hecho el “imbécil” para sobrevivir, el paro es una de nuestras espadas de Damocles. Va acompañado de pobreza que, además de privación material, es una de las principales causas de depresión. Esta amenaza sirve como forma de control de los trabajadores que acabamos aceptando condiciones humillantes día sí, día también.

“Pero no es que el sistema esté roto es que funciona así”, nos recuerda Carlos Fernández Liria: “El capitalismo no genera ocio, sino paro, que no es lo mismo. Paro y trabajo excesivo; pero de repartir nada, porque económicamente es imposible, la economía se pondría enferma con ese reparto”, así que entre la economía y nosotros, el sistema prefiere que enfermemos nosotros.

“El paro es una de nuestras espadas de Damocles”

Esto lo corrobora la OMS cuando nos recuerda que cada año se suicidan unas 800 000 personas en el mundo y que la pobreza, el desempleo y las condiciones precarias de trabajo son sus principales responsables. Sorprende entonces, que la misma organización sugiera como soluciones parchecitos baratos como el ejercicio físico, los programas de prevención en las escuelas, la terapia y la medicación. La investigadora Noelle Sulivan pregunta, muy pertinentemente, si la pobreza y el paro son las principales causas de depresión, “¿No deberían nuestros remedios abordar los motores económicos de la pobreza y el desempleo en lugar de centrarse específicamente en programas escolares y ejercicio?” Y yo añadiría ¿en qué momento vamos a abordar los verdaderos factores que condicionan los problemas de salud mental?.

Según Joan Benach y Carles Muntaner: “el 34% de la gente con desempleo tiene problemas psicológicos, a diferencia de los que tienen empleo que es del 16%”. No se trata exclusivamente de suicidios o desempleo; la precariedad a la que tantos nos hemos ido acostumbrado a lo largo de los años también daña la salud. En términos generales, a peor situación laboral, peor salud.

La amenaza de la ruina, que las estadísticas revelan forma parte de las vidas de un cada vez mayor porcentaje de población, “se convierte en un mecanismo disciplinario y de presión sobre la clase trabajadora, que aumenta a medida que crece el desempleo. El paro reduce la autoestima, genera estrés psicológico y numerosos riesgos que dañan la salud. Aumenta la probabilidad de enfermar, tener problemas de ansiedad o depresión (tres veces más que en quienes trabajan), engancharse a drogas como el alcohol o tabaco, morir prematuramente o suicidarse” afirman Benach y Muntaner.

Nos gusta dar por hecho, incluso a pesar de los recortes, derechos como la educación o la sanidad pública, pero nos cuesta una barbaridad imaginarnos una sociedad en la que nuestras necesidades mínimas de subsistencia estén cubiertas por una renta básica universal e incondicional. ¿Por qué no somos capaces de ver que el taburete sobre el que reposa nuestro bienestar físico y psicológico necesita un mínimo de tres patas?

“Cada año se suicidan unas 800 000 personas en el mundo y que la pobreza, el desempleo y las condiciones precarias de trabajo son sus principales responsables”

Nos hemos resignado a perder y lo hemos integrado como parte de nuestra cultura de clase y nuestra identidad y esto tiene muchas consecuencias a nivel psicológico. Como clase nos arropamos con un manto de impotencia que genera pasividad, tristeza y desgana. Tenemos asumido nuestro sacrificio por el bien de los ricos, los dioses de nuestro particular Olimpo en quienes soñamos alguna vez convertirnos, y defendemos sus riquezas como si alguna vez fueran a ser nuestras.

Nos parece lo más natural del mundo pagar sus deudas porque siempre ha sido así, de la misma manera en que una vez abolida la esclavitud intelectuales liberales como Tocqueville consideraban que había que indemnizar a los esclavistas y no a los esclavos.

La triste realidad es que la supervivencia material de la población no es un derecho ni mucho menos reconocido por nuestros propios gobiernos, más centrados en salvar el tejido empresarial que genera un empleo no necesariamente digno, que a sus propios ciudadanos; anteponiendo la supervivencia del sistema económico a nuestro bienestar común.

Este no tan nuevo estado de las cosas puede habernos pillado de sorpresa a la cada vez más mermada burguesía, pero ahora que estamos uno a uno entrando a formar parte del más estricto precariado nuestros nuevos hermanos de clase nos cantan, como en el MEME: “Bienvenidos a estar en la mierda, algunos llevamos aquí toda la vida”.

Según la ONU se estima que podrían perderse casi 25 millones de puestos de trabajo en el mundo por la crisis provocada por el coronavirus, pero cualquiera que sea la cifra ésta vendrá a sumarse a los 188 millones ya registrados en 2019. En su informe, la Organización Internacional del Trabajo calcula que, además, por encima de “470 millones de personas en todo el mundo carecen de un acceso adecuado al trabajo remunerado como tal o se les niega la oportunidad de trabajar el número de horas deseado”.

Desde la Red Renta Básica nos recuerdan que: “sólo una de cada cinco personas en el mundo está cubierta por algún mecanismo de seguridad social que incluya la pérdida salarial en caso de estar enfermo, y más de la mitad de la población mundial no dispone de ningún tipo de protección social formal”, con el estrés que esto conlleva y sus consecuentes efectos para la salud.

“Según el propio FMI el actual sistema económico incrementa la brecha de riqueza global, por lo que no sorprende a nadie que cada año aumenten los índices de depresión y de consumo de antidepresivos en todo el mundo”

Urge, ahora más que nunca o mejor dicho, ahora o nunca, desmercantilizar las relaciones laborales y aumentar el poder de negociación de los trabajadores, para que no tengan que aceptar a la salida de esta enésima crisis empleos todavía más degradantes, injustos y deprimentes que los ya tenían al adentrarse en ella.

No nos inventamos nada. Según el propio FMI el actual sistema económico incrementa la brecha de riqueza global, por lo que no sorprende a nadie que cada año aumenten los índices de depresión y de consumo de antidepresivos en todo el mundo, la única forma de seguir produciendo mientras nos enterramos cada vez más hondo.

Como señala Juan Dorado en su “ el trabajo es la Dictadura”, no podemos seguir considerando el trabajo “la única condición de acceso a la plena ciudadanía”, ni seguir demostrándole al Estado año tras año, crisis tras crisis, que merecemos seguir con vida a base de ofrecer “pruebas palpables de que nuestro mayor interés personal es poner nuestra vida a trabajar por un salario” como quien ofrece una virgen en sacrificio.

“La renta básica” como señala Juan Delgado “no llega solamente para cubrir ineludibles necesidades materiales para la supervivencia en épocas de miseria global como la actual, sino que dota a cada individuo de un hasta ahora ausente poder de decisión sobre su propia vida”. La capacidad, en palabras de David Casassas, de “aguantarle la mirada a quien nos contrata, abandonando la posición de sumisión a la que nos vemos sometidos”.

Contaba Daniel Raventós, de la Red Renta Básica, que hace un par de décadas escuchó a un empresario decir, fuera de micro tras un programa de radio: “yo una renta básica la considero muy muy peligrosa, porque no es un problema de financiación, hacemos números y sale, lo que pasa es que la renta básica daría un poder de negociación muy importante a los trabajadores. ¿Para qué se lo vamos a dar?” Pues mira señor, porque este poder de negociación nos devuelve una mínima autonomía que, sin duda, colabora con nuestro bienestar psicológico, por ejemplo.

Además, unos ingresos mínimos vitales, universales e incondicionales, constituirían una manera estupenda de reconocer, de una vez por todas, que el trabajo de todas aquellas personas que se dedican a cuidar lo común, hasta ahora de manera altruista e invisible, y sobre cuyos hombros hemos construido lo mucho o lo poco que tengamos, merece cuando menos, una garantía de subsistencia.

“Cuando la sociedad nos hace elegir entre los cuidados o desatenderlo todo para llegar a fin de mes es la sociedad quien se posiciona claramente en contra de nuestra salud”

Pero se ve que somos más de adoptar soluciones rápidas en lugar de resolver los verdaderos problemas. Tratamos nuestros síntomas e ingerimos más analgésicos, más antidepresivos; consumimos más servicios psicológicos, coaches, meditaciones; adaptamos nuestras dietas y hacemos más ejercicio, para poder seguir produciendo en condiciones cada vez peores y sin cambiar lo que realmente nos hace enfermar.

Cuando la sociedad nos hace elegir entre cuidar de los nuestros, de nosotros mismos y del mundo que compartimos, o bien desatenderlo todo para llegar a fin de mes, es la sociedad quien se posiciona claramente en contra de nuestra salud y de nuestro bienestar. Nos impide ser libres de hacer lo que más le conviene al colectivo en beneficio de lo que más le convenga a la cadena de producción. Una renta básica, incondicional y universal, cuando menos nos libraría de la angustia de permanecer día tras día pegados al televisor en tiempos de crisis, esperando como quien reza, a que el sistema que se alimenta de nuestro esfuerzo se acuerde de nosotros y se digne rescatarnos.

Está demostrado que la seguridad económica que proporcionaría una renta básica reduciría considerablemente los niveles de angustia y estrés que padecen demasiados sectores de la población. La crisis del 2008, que se saldó con un crecimiento de la desigualdad y un deterioro general de las condiciones de vida para la población no rica además de con una enorme transferencia de recursos públicos a las entidades financieras fue además una buenísima oportunidad para aprender que nada que podamos llamar común prospera si nuestro entorno no prospera al mismo ritmo que nosotros, que así lo único que avanza es la desigualdad y con ella nuestro malestar.

Nos dejamos mangonear en 2008, como es probable nos dejaremos mangonear ahora. Pero, parafraseando a Bertrand Russell, que nos comportásemos como imbéciles entonces no es razón suficiente para que lo sigamos haciendo siempre.