Ni loca, ni despechada: la historia de la escritora que disparó a su amante y jamás explicó por qué

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“La carrera literaria de María Carolina Geel no podía ser mejor, pero su vida personal era un desastre y en la tarde del 14 de abril de 1955 decidió terminar de una vez por todas con la causa de sus problemas”.

En esta noticia que publicaba La Nación en 1999 hay muchos datos inexactos, a pesar de estar redactada 50 años después del crimen que narra. Porque cuando Maria Carolina Geel sacó de su bolso un revólver belga calibre 6.35 en el café del hotel Grillón y disparó cinco veces contra la cara de Roberto Pumarino, el hombre que la acompañaba y con el que llevaba cinco años saliendo, ni su carrera literaria había sido reconocida, ni su vida personal era un desastre –lo que sí tenía era hiperestesia aguda y fuertes dolores físicos–, ni jamás había manifestado -tampoco lo hizo después-, que Pumarino fuera la causa de problema alguno.

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Lo que sí es cierto es que el 14 de abril de 1955 la escritora chilena Georgina Silva Jiménez, conocida con el seudónimo literario de María Carolina Geel, había quedado con su pareja. Esa tarde se puso unos aros de argolla, una pulsera plateada y el abrigo largo que usaba a menudo: en uno de los bolsillos introdujo un paquete de tabaco y en el otro una pistola. Así ataviada salió rumbo a uno de los hoteles más frecuentados por la burguesía santiaguina. La esperaba allí Roberto Pumarino Valenzuela, al que había conocido en la Caja de Empleados Públicos y Periodistas siendo ella la única mujer taquígrafa que trabajaba allí y mientras él aún estaba casado.

Después de unos meses, el joven, que tenía 14 años menos que Geel, dejó a su mujer y comenzaron una relación que a ojos de los demás transcurría sin grandes sobresaltos. Así que en principio esa tarde no tenía nada de especial, se sentaron en una mesa alejada del bullicio, pidieron té, pasteles, fruta, mermeladas y pan, y hablaron en un tono calmado, según contarían después los testigos.

“Se puso unos aros de argolla, una pulsera plateada y el abrigo largo que usaba a menudo: en uno de los bolsillos introdujo un paquete de tabaco y en el otro una pistola”

Por lo inesperado de la situación, resulta lógico pensar que no se produjera ni un mínimo forcejeo cuando la escritora sacó el arma y apuntó al hombre que tenía en frente. Las balas le mataron en el acto y ella se quedó allí en silencio mirando la escena del crimen entre los gritos del resto del local. Primero llegaron los periodistas, que siempre andaban pululando por la zona en busca de historias locales de interés, después aparecería la policía, que detuvo a la asesina y la trasladó a la comisaría para interrogarla una y otra vez. Ella contestó a todo lo que le preguntaron, una y otra vez, menos a la cuestión que con más insistencia se repitió aquellos días y durante el resto de su vida: por qué lo hizo.

“La posibilidad de un crimen sin motivo, un asesinato perpetrado por una mujer sin mediar provocación, seguía siendo inimagibale para la sociedad chilena de los años cincuenta”, apunta Alia Trabuco Zerán en Las homicidas, un libro en el que reconstruye la historia de esta escritora, y desmenuza el tratamiento que su caso recibió durante años. “La prensa, sin dar importancia al obstinado mutismo de Geel, sacaría sus propias conclusiones. ‘Mató loca de amor’ tituló al día siguiente del crimen el sensacionalista diario Clarín. Y la revista Vea remató: ‘dramático epílogo de un romance’. Inscritos a fuerza de repetición en el cuerpo de las mujeres, los celos y la locura operaron con una eficacia avasalladora a la hora de ofrecer una explicación para tan violento asesinato. Los medios describieron a una mujer desesperada por el amor de un hombre, celosa por la presencia de una amante e inestable al punto de apretar el gatillo sin razón”.

No hace falta atar muchos cabos para saber lo que vino después del amarillismo. Una teoría sobre el origen del crimen que gran parte de la sociedad estaba esperando escuchar –y que todavía hoy muchos recibirían moviendo afirmativamente la cabeza– y es que la emancipación femenina y el movimiento feminista habían creado un tipo de mujer que estaba representado en María Carolina Geel: independiente, liberada sexualmente, con una posición acomodada en el mundillo cultural –aunque nunca al mismo nivel que sus colegas–, y lo que era peor, que podía comprar armas y después matar con ellas a hombres de clase media, honrados y buenos, adjetivos con los que la prensa siempre se refirió a Roberto Pumarino.

Aunque esta motivación delirante encajaba perfectamente en las conversaciones de bar, el juez no opinaba lo mismo; o si lo pensaba no podía alegar tal cosa en un juicio para imputar a la detenida. Sin embargo, pronto se vio totalmente desesperado, ante él se encontró a una mujer que contestaba afirmativamente y sin preámbulos a la pregunta de si fue ella la que asesinó al señor Pumarino, pero que se quedaba muda cuando se le exigían explicaciones. Y lo que resultaba aún más inexplicable, Geel jamás mostró ningún signo de arrepentimiento por lo sucedido. Si esto suponía un problema es porque en los sistemas de justicia modernos, basados en el punitivismo, el móvil de un crimen y la necesidad de pedir perdón a las víctimas son inexorables para dictar sentencia.

“Contestaba afirmativamente y sin preámbulos a la pregunta de si fue ella la que asesinó al señor Pumarino, pero que se quedaba muda cuando se le exigían explicaciones”

Comenzaría entonces un periodo de pruebas y análisis, en contra de la voluntad de María Carolina, para tratar de demostrar el único motivo que podía deducirse de sus actos: que estaba loca. “Al examinar a Geel y detectar en ella distintas manifestaciones y grados de demencia, la psiquiatría dio sustento a la operación emprendida por la prensa, que ya había calificado a la autora como loca de amor y a su crimen como monstruoso. Con los resultados de los exámenes en la mano, un coro armonioso de periodistas y médicos anunció al público chileno que no había motivos para angustiarse. La asesina del hotel Crillón no era una mujer normal. No había razones, por lo tanto, para temerles a todas las mujeres. Geel, según este poderoso relato, no actuó en su sano juicio o no quiso actuar como actuó. El vínculo entre feminidad y peligro quedaba estratégicamente quebrado gracias a la irrupción de la locura”, cuenta Trabucco Zerán.

El abogado de la escritora aprovechó la oportunidad para pedir su absolución. Si estaba loca, como pretendía demostrar la acusación, su destino debía ser el manicomio y no la cárcel. Su estrategia era válida y habría resultado de no ser porque la propia Geel decidió publicar un libro desde prisión, titulado Cárcel de mujeres, con el que truncó los planes de su abogado, ya que demostraba que a la escritora no le faltaba ni una pizca de cordura.

Otra vez estamos ante la misma pregunta: ¿por qué lo hizo aun sabiendo que jugaría en contra?. Podría deducirse que ella se negó en rotundo a admitir su perdón a través de un argumento falso y sexista como querían en el juicio, recuperando así su propio relato a través de este texto; o podría ser también que creyera que la publicación del libro era más importante que cualquier otra cosa. En cualquier caso, si tenía alguna oportunidad de librarse de la sentencia, Cárcel de mujeres, la disipó.

Hasta entonces, Geel había publicado tres novelas, la última Soñaba y amaba el adolescente Perces, en 1949. Todas recibieron un éxito que podría llamarse moderado, o más bien separatista: gustaban mucho a unas –fue admirada por intelectuales chilenas como Gabriela Mistral o María Luisa Bombal– y muy poco a otros. Los críticos catalogaron su narrativa como impresionista, en tanto que se centraba en la interioridad femenina, un rasgo negativo en un momento en que los escritores se ocupaban mayormente de tratar temas sociales y políticos. Además, sus personajes eran mujeres que luchaban por su libertad intelectual y sexual, lo que incomodó a los lectores de la época.

“Finalmente llegó la explicación más enrevesada de todas: María Carolina Geel mató a Pumarino para compensar su fracaso literario”

Cárcel de mujeres ahondaba en esta misma dirección. Era un texto que se describió como inclasificable y donde parecía haber dos objetivos. El primero, describir a las mujeres recluidas en la cárcel, así como las circunstancias que rodeaban sus vidas, y el segundo, contar su propia historia, la de una mujer aparentemente normal que se vio implicada en un hecho criminal, sin poder explicar por qué. “Cárcel de mujeres es un libro irremediablemente contaminado por el derecho. Y leerlo a sesenta años de su publicación y junto a la sentencia judicial permite arrojar otra luz sobre sus páginas. Sus elipsis y digresiones están dispuestas con astucia para impedir una cooptación por parte de jueces y abogados”, explica Trabucco Zerán, “Geel, al parecer, quería que su libro interviniera en el proceso o al menos previó que esto podía suceder y tomó las precauciones necesarias. Se trata a todas luces, de una escritora que quiere retomar el control, que tuerce y calla, dentro y fuera del juicio, cuando el gesto de desplegar y decir podían llevarla al paredón”.

Lo que Geel no pudo prever es que el libro sería especialmente molesto y sangrante para la cobertura de su caso, no tanto por lo que decía sobre el asesinato, sino porque en él, aun sin mencionar la palabra lesbianismo, se aludía abiertamente a la homosexualidad femenina de las presas. Se trataba de un tema impronunciable: en aquel momento la ley penaba la homosexualidad masculina, pero ningún artículo se refería ni siquiera a la posible existencia del lesbianismo. Teniendo en cuenta además que el libro tuvo un éxito comercial apabullante –era el tema de conversación estrella en los círculos literarios– llegó la explicación más enrevesada de todas: María Carolina Geel mató a Pumarino para compensar su fracaso literario.

Se tomó así a la escritora como una mera provocadora, capaz de matar y hablar de lesbianismo únicamente para llamar la atención del público. En cuanto a su condena, para el juez ya no había posibilidad de perdón: Georgina Silva Jiménez debía pasar más de tres años en la cárcel y quedaba inhabilitada de sus poder políticos de por vida.

Sin embargo, aún quedaba por ocurrir el último revés de esta historia: el 13 de agosto de 1956, la Premio Nobel de literatura Gabriela Mistral, envío desde Nueva York un telegrama al presidente chileno para pedir la absolución de la que consideraba una gran escritora y compañera. No utiliza para ello argumentos victimistas o relacionados con su maternidad, como había ocurrido con otras mujeres que recibían el indulto, sino que Mistral ligaba el porvenir de Geel al futuro de todas las mujeres hispanoamericanas. “Sería esta una gracia inolvidable para todas nosotras”, escribió la poeta en estas líneas. Antes de que pasara un año, María Carolina Geel salió de la cárcel.

“La verdad no será dicha jamás. Ni a ti, ni a mi, ni a ellos”

A pesar de que continuó escribiendo novelas y columnas, estos hechos persiguieron a la escritora durante el resto de su vida: para la prensa siempre sería la protagonista de uno de los crímenes pasionales chilenos más sonados del S.XX. Nunca dejaron de preguntarle por lo motivos del asesinato y ella jamás los desveló. “La verdad no será dicha jamás. Ni a ti, ni a mi, ni a ellos”, dejó escrito en uno de sus últimos diarios, apelando directamente a todo aquel que los lea en busca de respuestas. En los últimos años de su vida fue diagnosticada con Alzheimer, y esa fue su última forma de silencio. Murió el 1 de enero de 1996 sin saber ni tan solo como se llamaba.

@Berta_Gomez