Maté a mi mamá

Este texto forma parte del proyecto Life Inside, una colaboración entre The Marshall Project y VICE que ofrece una perspectiva en primera persona de aquellos que han vivido y trabajo en el sistema judicial criminal. Chris Dankovich tiene 26 años y está preso en una penitenciaría de Lappeer, Míchigan, donde cumple una sentencia de 25 a 37 años por un asesinato en segundo grado que cometió a los 15 años de edad. Apuñaló a su madre 111 veces.

Era como si la celda me hubiera decolorado.

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Mi celda de 2m x 3m era blanca, las paredes eran blancas, el piso era blanco y las luces eran blancas pero nunca se atenuaban. El único objeto en la habitación, además del colchón en el piso, era un excusado de acero inoxidable que reflejaba la luz blanca.

En el tribunal, horas antes, el 1 de mayo, recibí una sentencia de 25 a 37 años en prisión. El juez me recordó que podía cambiar mi declaración de no me opongo y argumentar demencia.

Dije que no y me sacaron del tribunal.

Ahora estaba en el “hoyo sicológico”. Era un lugar para protegerme físicamente de mí mismo. Mientras estaba ahí —a veces reflexionando, a veces viendo fijamente a la pared, a veces durmiendo—, empecé a preguntarme si el lugar se llamaba así porque era donde encerraban a los que estaban locos o porque era el lugar donde encerraban a los que querían volver locos. En todo caso, ¿cuál es la diferencia?


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A la derecha había un mensaje escrito en una ventana: “100% jamaiquino”. Estaba escrito con pasta de dientes y heces.

No obstante, aun cuando el tribunal escuchó a los sicólogos; yo no lo hice. Trata de imaginar que eres un adolescente de 15 años y que todos te dicen que tú, tu cerebro y tu concepción de la realidad (y todo lo que conoces) está mal. Heme ahí, tan loco que no estaba dispuesto a declararme loco.

Cuando estás solo, completamente solo, sin distracciones, lo único que escuchas son los susurros de tus demonios. No son voces reales, son pensamientos que infectan tu mente, tu consciencia, tu percepción de lo que es real. Lo que oyes depende de lo que escuchas. La mente tiene un límite de tolerancia, en especial cuando se enfrenta a un vacío infinito.

¿En realidad es posible volver loca a una persona? En tan poco tiempo, no, al menos no de forma permanente. Aunque sentía cómo se iba acumulando. Una hipersensibilidad al principio —notaba hasta los parpadeos más sutiles de la luz blanca (en la escala del uno al diez, la diferencia era de entre 9.9 y 10)—. Los patrones, los rostros y las imágenes aparecían en la textura de las paredes junto a manchitas que no había notado antes, cuyo origen no quería ni imaginar.

A veces, cuando estaba acostado en mi celda con la cobija sobre mi cabeza y los puntos de luz atravesando los hilos, me ponía a imaginar situaciones.

Había una chica con la que platicaba mucho en la escuela y me imaginaba que iba a visitarme para saber cómo estaba. También imaginaba que estaba otra vez frente al juez y le decía lo que quería —algo entre “chinga tu madre” y “por favor ayúdame”—.

Me imaginaba en el hospital, donde pasé mi cumpleaños número 11, después de que mi madre (a quien maté y no quise negarlo) me golpeó y me lanzó de cabeza a la mesa hecha de vidrio y madera que estaba en la sala.

Y me imaginé un año antes, cuando entré a una penitenciaría de máxima seguridad. Fue el mejor año de mi vida y el más libre, considerando que los últimos 15 años estuve viviendo en una casa con una persona que puso barrotes en mi ventana y me prohibía salir de casa.

Poco después, lo único que imaginaba era un compañero para anestesiar mi soledad: una chica hermosa con un rostro y un nombre que podría susurrar como si en verdad estuviera ahí. Una persona con la que podría hablar y que hasta podía abrazar.

En mi soledad, lejos de mi madre y de cualquier otra persona dispuesta a escucharme e interesarse por mí, le hablaba a esta chica sobre mis pensamientos. E imaginaba sus respuestas. A veces murmuraba las palabras que ella decía en mi mente.