Artículo publicado por VICE México.
Mi peor vergüenza de la vida sucedió cuando tenía 13 años y vivía en un internado escolar. Era muy divertido, estaba con mis amigos todo el tiempo, mis padres no podían corregir mis desplantes pubertos y casi siempre me salía con la mía. Casi siempre, excepto aquella vez que la corrección vino desde la fría sociedad hacia mi joven persona. En el comedor principal, donde cenaban diariamente alrededor de 120 personas, había una barra para servirte la comida al estilo buffet. Ese día era uno de los mejores días del mes: había espagueti a la boloñesa, nada podía salir mal.
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Emocionado y apresurado llegué a la barra corriendo. Como se aproximaba la hora de retirar la comida, procedí a servirme toda la pasta posible que cupiera en mi plato, incluyendo, por supuesto, cantidades industriales de queso parmesano sobre ella. Mientras todos estaban en la sobremesa del atareado comedor viendo qué distracción podría suceder, tomé mi charola para desplazarme con prisa y encontrar lugar con mis compañeros, ahí fue cuando todo cambió: mi charola se desplomó. Se me cayó y causó un estruendo, un terrible terremoto físico —y emocional— que recuerdo con lujo de detalle hasta el día de hoy.
Cae el plato, rompiéndose instantáneamente, no sin antes hacer una lucha personal por detener su caída con mi pecho —donde se embarró la roja salsa boloñesa y los kilos de parmesano que había puesto de antemano—. De una manera extraña, descubro que el tiempo lo percibimos a través del sonido y en ese momento no había más que silencio. Un cuadro fotográfico que me muestra embarrado, triste, sin espagueti, y de pronto, de improvisto y sin avisar, el tiempo recobra su velocidad con el estruendoso aplauso de los 120 asistentes del comedor, riéndose de mi hazaña. No sé como reaccionar y, a la luz de los aplausos, sentí que lo apropiado era alzar los brazos en victoria para sentirme mejor. Por supuesto, el grito y los aplausos se triplicaron, mi reacción fue huir al baño, llorar un poco y quedarme sin cenar.
Fui a preguntar si la gente había sufrido humillaciones parecidas a la mía y esto fue lo que dijeron.
David Alexis, 22 años, estudiante
Una vez fui a la Zona Rosa a beber con mis cuates y después de echarme varias cubas y chelas, no tan tarde, como a las 12 de la noche, dio la hora para regresarme a casa. Pero con el movimiento del metro, mi estomagó se soltó durísimo, todo se movía, estaba borracho y no había lugar donde vomitar más que en mi mochila de la escuela. Saqué todas mis libretas y útiles y llené la mochila con mi vómito, olía asqueroso y todo el vagón me volteó a ver, de hecho, casi todos se bajaron en la siguiente estación. En ese momento ya no supe qué hacer así que también me bajé y tiré mi mochila a la basura. Estuvo feo porque la verdad si apestaba todo el vagón muy fuerte y todos me veían con asco.
Rocío, 41 años, ama de casa
Yo soy española y allá al pene se le dice polla. Mi peor vergüenza fue cuando fui a cenar por primera vez a casa de quien ahora es mi marido. Mi suegra había servido pollo de comer y me preguntó, “¿quieres más?” a lo que le respondí, “no muchas gracias, no soy muy pollera”. Agarrando la palabra, me contesta “pues no sabes cómo me alegro”, de verdad que se me caía la cara de vergüenza, yo ahí, sin conocerla, y ya hablando de pollas con mi suegra.
Andrea, 27 años, peluquera
Una vez saqué a pasear a mi perrita y normalmente se vuelve muy loca con otros perros. Hizo popó y yo estaba levantándola con una bolsa cuando de repente me jala para correr hacia otro grupo de perros. La cosa fue que no había cerrado bien la bolsa completamente, y cuando quise sostener mi celular, sin darme cuenta, mi mano para este punto ya estaba llena de caca y había mucha gente en el lugar en el que estaba. No tenía como limpiarme y ya era muy tarde, ya me había embarrado la caca en el teléfono y, por lo tanto, en la cara. Lo que hice fue dejar el celular con caca y caminar todo el camino de regreso a mi casa para que nadie se diera cuenta y pudiera llegarme a bañar luego, luego.
Saúl, 50 años, chofer
Creo que no tengo muchos momentos vergonzosos pero uno especial que recuerdo fue hace 5 años, tenía 45 y fue como si hubiera tenido 18. En un momento de pasión estaba teniendo relaciones sexuales dentro de un coche en el campo y, típico, llegaron los policías a molestar. La mujer con la que estaba no podía con la vergüenza, la vieron completa y yo hablé con ella para calmarla un poco: “estas cosas luego pasan”, le decía. Pues ya, me subí los pantalones, me bajé del coche y empecé a dialogar con los policías para que no pasara de una advertencia, como vieron que ya no se trataba de un chavo me dejaron ir, pero hice una petición antes de que se fueran: “de perdida no me dejes así sin terminar”. Fue vergonzoso para los dos porque ya no es edad para que te anden bajando los polis por estar teniendo relaciones en un coche.
Paulina, 20 años, tatuadora
Una vez iba caminando y me tropecé, pero pues equis, solamente me lastimé y traía toda la rodilla abierta. Estaba con varios amigos, entre ellos el tipo con el que estaba saliendo, y fuimos a casa de uno de ellos para curarme. La mamá del de la casa me dijo que me quitara los pantalones para ver la herida —que sí estaba grande— y cuando ya me los quité y estaba sentada esperando a que regresara, justo entra este chico con el que estaba saliendo y me ve en calzones. La cosa es que, literal, eran los calzones más feos que tenía, ahora sí que unos de “paracaídas” o “de abuelita” como les dicen.
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