En febrero de 2016 aterricé en Lesbos para vivir de cerca la situación de los cientos, a veces miles, de refugiados que llegan a la isla griega a diario y, con cámara en mano, contarlo para un programa de televisión. Me parece fundamental realizar un trabajo que ayude a sensibilizar y, sin embargo, ahí estoy, paralizada, con una cámara delante que graba las imágenes que yo soy incapaz de entender y mucho menos de contar.
Me encuentro con voluntarios, socorristas y distintas organizaciones que trabajan en la zona. Hablan de Frontex (Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas), de mafias, de muertos, de embarcaciones interceptadas y desembarcos dantescos. No entiendo nada. Pero ahora no hay tiempo que perder, ni reflexiones que valgan, no puedo pensar. ¡Ya llegan! Ayudo como puedo a pie de playa y dejo la cámara. Pongo un par de mantas térmicas y cojo la cámara de nuevo, abrazo a una mujer y le devuelvo a su hijo, un hombre me pide calcetines porque tiene los pies morados, helados. Calcetines en una mano, bufandas y mantas térmicas en la otra y todavía me quedan un par de dedos libres que utilizo para volver a sujetar la cámara que debería estar usando. Llegan más embarcaciones y las condiciones son cada vez peores. Chalecos salvavidas de plástico barato, sollozos aún más fuertes, mujeres desamparadas y bebés que tiemblan de frío. ¡Necesito más calcetines y mantas! Alguien se ha desmayado y grabo sin mirar. No sé qué hacer. ¿A quién atiendo ahora? ¡Son tantos! Estoy nerviosa y ni siquiera sé si hago algo bien. ¿Qué soy? ¿Periodista? ¿Cooperante? ¿Es necesario definirse? ¡Menuda estupidez! Sigo ayudando lo mejor que sé, tomando de referentes a dos voluntarias imponentes, Pilar y Nuria, ellas sí saben lo que hacen: son decididas, efectivas y afectuosas.
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Los derechos de los refugiados se vulneran a diario: las condiciones en las que llegan no sólo son precarias y vergonzosas, son también humillantes. Cada persona que sale de la costa turca (el reportaje se grabó antes del acuerdo de la UE y Turquía) ha pagado a las mafias un precio de entre 700 a 1.500 euros. Llegan con lo puesto, sin equipaje pero con esperanza, dejando atrás una pesadilla que aún no saben que puede continuar.
Paso una semana recibiendo y atendiendo a varios refugiados en la playa de Katia (sur de Lesbos), entrevisto a héroes anónimos como Pilar, Núria, socorristas vascos y bomberos sevillanos. Admiro la humanidad de estas personas y no comprendo la frialdad de otras: voluntarios que trabajan para organizaciones conocidas que llegan de buena mañana, toman un café, se hacen una foto con un bebé y se van. La selfieya está hecha pero las embarcaciones siguen llegando. Son muchas las veces que pienso que los voluntarios independientes trabajan de forma más práctica y resolutiva.
Una vez llegados a tierra los refugiados se registran en Moria, el primer hogar europeo para muchos de los migrantes. Un hogar que tiene como decoración alambres de espino, concertinas y cámaras de vigilancia, un lugar en el que duermes a la intemperie o en una tienda de campaña si tienes suerte.
Lloro y siento vergüenza. Vergüenza de ser europea, de ser una ignorante que demasiadas veces se queja por estupideces
Colas interminables de personas que esperan algo para llevarse a la boca. Familias destrozadas, sueños rotos y sueños todavía por cumplir. Lo han dejado todo atrás excepto su dignidad y optimismo, no saben cuánto tiempo deberán esperar en el campo, desconocen qué les espera, si podrán o no subir al ferry que les lleve a Atenas. No saben nada y me lo cuentan todo, no se quejan y me sonríen. Saco la cámara. Me dan las gracias. ¿Las gracias? ¿Cómo puede alguien en esas condiciones seguir con ese talante? ¿Cómo consiguen mantener esa elegancia con futuros inciertos y familiares muertos? Algunos me abrazan y me ofrecen un trozo de pan que les acaban de dar en la cola. Lloro y siento vergüenza. Vergüenza de ser europea, de ser una ignorante que demasiadas veces se queja por estupideces, vergüenza de no saber qué decir, de no saber qué hacer.
Sirios, iraquíes y afganos. Pero también argelinos, tunecinos o libaneses han llegado hasta la isla griega para sumarse a la ruta de los refugiados. Las nacionalidades y las historias son muy variadas, aunque la más atroz que escucho durante esos días es la de Sabber, un joven del kurdistán iraquí que está dispuesto a hablar delante de la cámara. Quiere contarlo todo con un inglés admirable pero lleno de rabia, palabras que salen disparadas como chispas de fuego, recuerdos crueles que proyecta a través de unas pupilas expresivas que han visto ya demasiadas injusticias.
Sabber pertenece al grupo minoritario de los yazidíes, principal objetivo del Estado Islámico (ISIS) por no querer convertirse al Islam. Viaja con un grupo de mujeres y niños y, aunque no les une ningún lazo familiar, es la familia más unida que conozco. Llevan huyendo del terror más de cincuenta días, algunos miembros están enfermos y necesitan atención médica, pero lo tienen claro, no pueden desanimarse ahora, llegarán a Alemania y empezarán una nueva vida, sin violaciones de mujeres y niñas, sin armas ni amenazas. Sin miedo. Me invitan a seguir su periplo y ponemos rumbo a Atenas.
Después de pasar toda una noche en un ferry que acarrea a los refugiados como si de mercancía se tratase llegamos a la capital de Grecia. No puedo dejar de pensar en las historias espeluznantes que me han contado los yazidíes. Se me pone la piel de gallina cada vez que observo a las niñas o mujeres que algún perturbado se ha encargado de destrozar y violar. El ser humano es la peor de las razas-especies. Intento disimular mi rabia, ¿cómo voy yo a enfurecer cuando ellas lo han vivido en su propia piel? Me dan la mano y me entienden sin hablar. “No pasa nada, ahora estamos a salvo” – me susurran sus ojos. El ser humano es lo más fascinante que hay – rectifico. Me enseñan a tararear canciones yazidíes y pasamos el tiempo en un autobús que nos llevará a Idomeni, pueblo fronterizo con Macedonia.
Lo que no sabemos es que tendremos que esperar cinco días en una gasolinera en medio de la nada, y lo que menos espero es que ese será el escenario de mi romance.
La República de Macedonia ha decidido no dejar pasar a ningún refugiado más, sin previo aviso. La gasolinera de Polikastro, ciudad a 25 km de Idomeni, es un auténtico caos: más de 70 autobuses permanecen sitiados en el parking de la estación de servicio, más de 5.000 refugiados deberán esperar y malvivir hasta que las autoridades macedonias den luz verde.
Durante una manifestación nocturna en la que se alzan carteles del estilo “Nosotros también somos humanos” o “Somos personas y no números” conozco a Harud, quién me ayuda a sujetar mi cámara para obtener un plano más picado, soy demasiado bajita, me dice divertido.
Él, sin embargo, es alto a la par que exótico y atractivo. Se interesa por mi historia, le sorprende que una periodista esté durmiendo en el mismo autobús que los refugiados, no había visto antes ningún programa de periodismo vivencial. No deja de interrogarme. Estoy acelerada y lo cuento todo con entusiasmo. Le hablo de mi trabajo, de mis viajes, de mi familia. Él también es periodista, aunque se define como activista y defensor de los derechos humanos. Le encanta viajar y ha vivido mucho tiempo en India, uno de mis destinos favoritos. Le pregunto para qué organización trabaja y venera mi inocencia. “Soy refugiado”, me dice todavía con una sonrisa. No ha venido a cubrir ningún reportaje. Lleva más de dos años separado de su familia, está solo.
Tuvo que huir de Irán por miedo a las represalías: había publicado varios artículos en contra del régimen iraní y, aunque lo hizo siempre bajo seudónimo, las amenazas empezaron a asustarle. Le habían hackeado. Harud había vivido ya la ejecución de varios colegas de profesión y decidió salvar su vida. Tras hablar con su familia partió y se refugió en Iraq durante un año. No fue sencillo vivir en un país controlado en gran parte por el yihadismo, así que hizo de nuevo su mochila, cada vez más pequeña, y puso rumbo a Turquía, donde malvivió durante otro año.
Saca su Iphone y me enseña fotos antiguas. Aunque el cansancio y la constante lucha por sobrevivir lo han castigado en los últimos meses, me sigue pareciendo más atractivo ahora. Tiene 30 años, pero su mirada parece mayor. La ausencia de libertad de expresión, la discriminación y la persecución contra las minorías religiosas, raciales y sexuales es un hecho en Irán y, aunque Harud habla con recelo y rencor de su país, me revela también las maravillas más poéticas de la tierra de la antigua capital del Imperio Persa.
Por unos minutos olvido todo lo que me rodea. El frío se convierte ahora en una temperatura ideal, la gasolinera es el escenario de una novela romántica y pierdo totalmente la noción del espacio y el tiempo. Todo se aliena, no sé dónde estoy.
Cabalgamos desde la Persépolis y llegamos a Shiraz, ciudad que me dibuja con rosas y luciérnagas. Me recita célebres frases de Rumi y acompañamos el momento con una copa de vino tinto imaginaria. Sin darnos cuenta la manifestación ha terminado, vuelvo a la realidad. Me voy a dormir a mi autobús, él a una tienda de campaña.
Tras tres días en el autobús, las condiciones higiénicas son ya insoportables, nos aseamos con toallitas húmedas, compartimos peines y hacemos colas para lavarnos los dientes. Estamos cansados, los niños no saben qué hacer, la gente tiene hambre y el objetivo de mi cámara pide a gritos dejar ya de enfocar, ¡basta ya! Nunca antes había grabado tantas injusticias juntas, tanta frustración. ¿Hasta cuándo durará esto? Nadie nos informa, ni las autoridades macedonias ni las griegas. Seguiremos esperando.
Cada mañana comparto con Harud un café con leche, un bollo y una conversación. Estamos sitiados en una gasolinera azotada por una tragedia y una crisis humanitaria gigantesca, pero el desayuno nos parece apetitoso e interesante, la realidad es demasiado dura de afrontar. A pesar de las guerras, de las desigualdades y de los desequilibrios del mundo, la vida sigue siendo algo extraordinario, tenemos la obligación de saborear los pequeños placeres que nos ofrece y nosotros saboreamos el café aguado.
Al quinto día Sabber me grita como nunca antes, la vena de su cuello va explotar. “Meritxell, ven al bus “. Me preocupo y voy pitando. “¿Qué pasa? ¿ Estáis todos bien?” Con los ojos llorosos me dice que salimos ya, que nuestro bus ha sido elegido para cruzar la frontera. ¡Nos vamos! Pido un segundo al conductor, quiero ir a despedirme de Harud. El conductor me dice que de eso nada. No puedo despedirme de él, no hay tiempo que valga, nos vamos. El grupo de yazidíes están contentísimos, por fin podrán seguir con la ruta de los refugiados, ya les queda menos para llegar a Alemania, su destino final. Siento alivio y melancolía. ¿Qué será de Harud? No tengo ningún contacto, no sé nada de él, no le volveré a ver nunca más.
Pasamos una noche en el campo de refugiados de Idomeni, donde ya hay organizaciones que nos ofrecen camas y comida caliente. Nos parece un hotel de lujo, descansamos de maravilla. A la mañana siguiente es hora de despedirnos. Los yazidíes cruzarán la frontera y pondrán rumbo a Alemania, yo terminaré mi reportaje. A ellos les queda aún un largo camino, muchas fronteras que cruzar y para mí, sin embargo, todo ha terminado. Iré a casa a disfrutar de mi familia, de una ducha caliente y de todas las comodidades de las que ahora sí soy consciente.
Las niñas me abrazan y me dicen que no las deje, las mujeres me dan las gracias por todo y entre lágrimas, impotencia y una intensidad de emociones imposible de explicar con palabras hago la cola fronteriza con ellos. Justo antes de que crucen veo a lo lejos una parada con mandarinas y plátanos, me desvío y corro hacía ella: voy a comprarles algo de fruta. Mientras estoy pagando oigo mi nombre a lo lejos. Me giro y veo que es Harud. Las mandarinas y los plátanos vuelan a la misma altura que las concertinas de la frontera, salgo corriendo y le doy el abrazo más sincero de toda mi vida.
Se ríe y me ayuda a recoger la fruta del suelo, confiesa que me estuvo buscando en todos los autobuses como loco, no podía creer que no hubiera ido a despedirle. Le aseguro que lo intenté y, acelerada como nunca, le explico que debo ir a darle la fruta a la familia con la que he compartido más de una semana. Estoy llorando, tengo demasiadas emociones juntas y no sé cómo gestionarlas. Siento pena y alegría, quiero acompañar a los yazidíes hasta Alemania y me quiero quedar con Harud. Mis compañeros de grabación me reclaman, necesito grabar la despedida.
Este es uno de esos momentos en los que olvidas quién eres, qué haces ahí, por qué tienes que hablar a una cámara sacando conclusiones cuando no entiendes nada. ¿De verdad no volveré a ver más a estas personas? ¿Qué les espera ahora? ¿Qué debo decir? ¿Que el mundo es una mierda? ¿Puedo ser lo suficientemente sincera? ¿Quiero realmente desnudarme delante de una cámara? ¿Decirle al mundo que creo que me he enamorado de un refugiado que me está esperando en una parada de frutas? ¿Estoy loca?
Sólo puedo llorar y abrazarme a todas esas magníficas personas que me han dado una lección de vida, que han compartido conmigo sus mejores sonrisas, su poca comida y su desdicha. Ellos me han abierto las puertas de sus corazones mientras en Europa sólo cerramos puertas y fronteras, miramos hacia otro lado. Es la despedida más difícil que he vivido jamás y si las lágrimas tuvieran color las mías hubieran sido rojas y naranjas, enfurecidas como el fuego.
Me indignan los informativos, apenas dedican unos minutos a contar, de forma extremadamente superficial, lo que miles de personas están sufriendo a diario
Termino el reportaje pálida y mareada y voy a hablar con Harud. Nos miramos a los ojos. Esta vez seguiremos en contacto, lo prometemos. Intercambiamos Facebook y Whatsap y me voy hacia Atenas, mi vuelo sale en pocas horas.
Me indignan los informativos, apenas dedican unos minutos a contar, de forma extremadamente superficial, lo que miles de personas están sufriendo a diario. Apago el televisor, me ducho y me pregunto donde estarán Sabber y las niñas, ¿cuándo podrán ellos disfrutar de un poco de tranquilidad? Escribo a Harud: ¡ha llegado a Serbia! Cada noche hacemos una videoconferencia, me cuenta su periplo y me enseña las literas de los campos mientras yo le enseño mi apartamento y le presento a mi compañero de piso. Hablamos de todo, de nuestro pasado y de nuestros planes de futuro. Él quiere seguir formándose en derechos humanos, yo seguir viajando y haciendo reportajes que merezcan la pena. Este, sin duda, me ha cambiado para siempre. Lo que los occidentales definimos como cooperación o solidaridad no debería ser una ilusión. Debo reaccionar y hacer algo.
Me duermo intranquila, sabiendo que mi nórdico calmaría el frío de Negrín, la niña yazidí que no saco de mi cabeza, preciosa, pelirroja, llena de magia. Me siento desubicada y en menos de una semana empiezo un reportaje completamente distinto. Deberé sumergirme en el mundo de las aplicaciones para ligar, descargarme Tinder o Adopta un Tío, tener citas y llegar a la conclusión de si funcionan o no. El periodismo es así, un día cuentas tragedias y otro cuentas tendencias, como un informativo. No sé si podré olvidarme de esto y seguir como si nada. Me duermo pensando en Harud y a la mañana siguiente recibo la noticia de que ha llegado a Hannover, Alemania. Casualmente Sabber y todo el grupo de yazidíes han sido destinados a la misma ciudad y llegan por la tarde. No lo dudo ni un segundo, me compro un vuelo a Alemania.
Voy porque lo necesito, porque me apetece, lo voy a vivir sin cámaras ni reflexiones, sin entrevistas de por medio.
Quedo con Harud en la estación de trenes y cuando lo veo me tiro a sus brazos de un salto, está sano y salvo. Recorremos la fría ciudad alemana y vivimos nuestra historia intensamente. Somos inocentes y abrazamos ese momento mágico para no dejarlo ir jamás.
Aunque se niega en rotundo, le compro algo de ropa, cenamos en un restaurante persa y paso una noche en un hotel que me encargo de reservar. A la mañana siguiente vamos al campo de refugiados donde me esperan Sabber y Hussein. Compro galletas de chocolate para las niñas y paso una tarde con los yazidíes.
Han llegado todos bien y la ruta ha sido mejor de lo que esperaban o, como mínimo, no han dormido en un autobús, bromean recordando la odisea. Una vez tengan asilo, Sabber tiene claro que publicará un libro acerca de los kurdos iraquíes, Hussein seguirá con sus estudios de medicina. Los niños están descansados y comen las galletas con ímpetu, en breve aprenderán alemán, aseguran las mujeres. Estoy feliz de verlos bien, me despido de ellos con mi mejor sonrisa, sin atreverme a comentar lo mucho que están idealizando Europa.
Harud, debería haberse inscrito ya en el campo, pero ha preferido esperar, lo hará mañana cuando yo me vaya. Me acompaña al aeropuerto y somos incapaces de aceptar ese momento, no podemos creer que él tenga que ir a vivir a un campo de refugiados y yo a grabar un reportaje de citas. No quiero ligar, quiero estar con Harud y él quiere estar conmigo. ¿Cómo podemos hacerlo? El acuerdo Schengen (libre circulación de personas en Eurropa) no vale en este caso, no todavía. Harud deberá esperar un mínimo de seis meses después de recibir asilo para poder venir a España. ¿Seis meses? Ni de coña. Se nos ocurre la idea más disparatada que os podáis imaginar.
Abro mi aplicación BlaBlaCar y veo que hay un coche que sale mañana de Hannover hacia Barcelona. Sin duda alguna es el destino. Adiós al avión. Llegamos a mi ciudad, drogados de ilusión y de desconocimiento, imprudentes e insensatos como nunca.
Llamo a mi familia. Hace más de un mes que no saben de mí, he estado grabando el reportaje en Grecia y lo he empalmado con Alemania. Les confieso que su hija, enamorada, acaba de cruzar la frontera con un refugiado sin papeles. Mi madre viene a verme preocupada, le presento a Harud como si de su yerno se tratase y se le parte el corazón, ve que estoy afectada. Llevo muchos días sin descansar, estoy desequilibrada como nunca. Me da su mejor consejo pero no escucho nada, Harud y yo nos vamos a Madrid, tengo que empezar a grabar en un par de días.
Una vez en la capital pido cita con una abogada de CEAR, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, y me informo acerca del asilo en España. La cosa pinta mal, aparentemente España ahora no da asilo político a iraníes y menos aún cuando descubran que Harud ya había sido destinado a Alemania. Ha incumplido la normativa y, al tenerlo en casa, yo también lo estoy haciendo.
Pasamos dos días en casa, escondidos en nuestro refugio y entendiendo que la situación se nos ha ido de las manos. No sólo por incumplir las normas, sino porque ni siquiera nos conocemos. Hemos compartido un par de cafés en una gasolinera y dos días en Alemania. No estamos enamorados, sólo que hemos maquillado de color rosa los momentos oscuros que nuestras mentes eran incapaces de aceptar. Hemos vivido intensamente los sentimientos que se le despiertan a cualquier ser humano en momentos de injusticia, hemos abierto nuestros corazones, somos intensos y jóvenes, nos queremos y nos respetamos como personas, de eso no cabe duda. ¿Pero queremos realmente vivir juntos? Surgen dudas y yo al día siguiente empiezo a grabar. Harud decide volver a Alemania, hacer las cosas legalmente y dejar que el tiempo pase. Todo se pondrá en su sitio, asegura convencido. Admiro su caballerosidad, su decisión y nos despedimos esta vez de una forma más madura.
Pocas horas después, recibo un mensaje del conductor de BlablaCar diciendo que Harud ha sido detenido en la frontera de España con Francia. Le han sacado el móvil y está en la cárcel. No sé nada de él durante los siguientes 21 días.
Cada noche me voy a dormir arrepentida como nunca, castigando mi inexperiencia, mi impulsividad. Entendiendo, por fin, que la cooperación es un tema complejo y que no todos estamos preparados para ello. La línea que separa los sentimientos de la solidaridad es muy delgada, muy frágil, y se debe tener clara en todo momento. Ahora comprendo por qué muchas organizaciones obligan a sus cooperantes a estar un máximo de quince días en el campo de trabajo. Las desigualdades que ves te marcan para siempre.
Después de terminar mi reportaje recibo una llamada. ¡Es Harud! ¡Está libre! Voy a verlo a Ceret, ciudad francesa a los pies de los Pirineos. Tiene buenas noticias, las autoridades francesas han decidido estudiar su caso y darle asilo. Al final, me dice, no hay mal que por bien no venga. Si no nos hubiésemos conocido, nunca hubiera terminado en Francia. Le gusta más este país, habla algo de francés y le será todo más sencillo.
A día de hoy Harud está viviendo en Lyon, ha conseguido trabajo en una organización que lucha por los Derechos Humanos y está cumpliendo su sueño de trabajar en Europa como representante de Derechos Humanos. Habla con su familia casi a diario, les echa de menos, mucho, pero está satisfecho con su trabajo. Mientras tanto, Sabber y los yazidíes siguen esperando en el campo de refugiados de Hannover, todavía sin asilo, todavía haciendo colas.
Meritxell Martorell es periodista de investigación, síguela en Twitter en @MeriMarto